21 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (2 de 6)


Pero el Sur puede ser también el desorden, el exceso, la locura, le argumenté tímidamente al maestro. De Nápoles, un refrán afirma que es un paraíso habitado por diablos. ¿No os llegó a cansar aquel doloroso estado de pobreza, de banalidad; ese universo lleno de pifferari, de lazzaroni. Aun así, me contestó, esa fue la luz que yo busqué; os lo digo ahora que regreso inocente y sabio de la muerte. Iba yo a contarle que, en cierta manera, él había estado en España, que yo había escrito un relato titulado Goethe en el Guadalquivir; pensaba hablar con él de tantas cosas… Pero en ese momento el guía nos apremió para que continuáramos el camino y pasáramos a la siguiente habitación y todo se desvaneció. Comprendí entonces, mientras salía del dormitorio, que el maestro llevaba razón.
Y recordé los encendidos párrafos que yo mismo había escrito, en Madrid, hace ya muchos años, en una habitación perdida en el remanso de la ciudad universitaria, con pensamientos y sentires que puse en la cabeza de un médico, el doctor Fernández: “Cuando llegó, se asomó a la terraza. Era ya casi de noche. El cielo tenía un hermoso color azul oscuro, con ese brillo metálico del solsticio de estío y la ciudad aparecía como un inmenso fuego a punto de extinguirse. Una brisa cálida llegaba agotada del Sur y recreaba, intactos, los ensueños de los tiempos pasados, en los que se multiplicaban espejismos imposibles. En los rincones del aire nacían adelfas y nardos, mientras, en el horizonte inmediato, la sierra, de color violeta, imprimía una apacible vibración al paisaje.
El doctor Fernández, poseído ya por un mundo que conocía bien y sabía inevitable, pensó una vez más que jamás podría abandonar un país en el que tantas cosas invitaban a la felicidad y en el que, precisamente por ello, era imposible que la gente fuera excesivamente juiciosa. No se es razonable en los paraísos, aunque sean elusivos y finalmente inalcanzables. Se es razonable en las tierras inhóspitas, en los climas duros, donde durante siglos los pueblos han tenido que luchar lúcidamente, y todos juntos, para subsistir. En aquel país, en realidad, para ser feliz, se trataba sólo de luchar contra el exceso de algunas locuras: la locura de las noches de luna y los viejos cantos paganos, la locura de los limoneros y los naranjales, la locura de los olivos de argento... la locura del sol. Un sol que llevaba milenios castigando y adormeciendo, acunando y fermentando todos los ensueños y todas las desganas. Un sol que llamaba a la vida, que cantaba a la vida y que en el Sur, siempre presente en el médico, junto al mar, teñía de sangre las ventanas de las casas blancas en cada atardecer, al ocultarse herido tras cegadores horizontes de sal”.
Hay más presencia de Goethe en mi obra. En mi libro Una noche en Nueva York, hay un vagamundo, un ser tierno y vagaroso retirado en el Bowery, un barrio marginal y perdido de la ciudad, que cita al autor alemán: “El vagamundo, escribo yo en mi relato, empezó a recoger sus cosas, preparándose para dormir. De repente, se dirigió de nuevo al extranjero:
— Eso que te he dicho sobre el mundo lo escribió muy bien tu querido y admirado Goethe. Te voy a citar de memoria, pero no me equivocaré mucho: Todas las cosas de este mundo vienen a parar en bagatelas, y el que, por complacer a los demás, contra su gusto y necesidad, se fatiga corriendo tras la fortuna, los honores u otra cosa cualquiera, es siempre un loco. Es de Werther.”
Goethe está también en el epílogo de la novela que cité antes, cuando hablo en primera persona: “Os dije que no sabía muy bien quién la escribía en realidad, que no estaba muy seguro de ser yo el que manejara, a mi capricho y con absoluta potestad, a los personajes que iba imaginando y que procuré hacer pasablemente creíbles y cercanos. Fueron ellos los que acabarían imponiéndose a la hora de fijar el curso de la acción y dar algún sentido a la obra. Como me maliciaba, que ya en el acto II de la segunda parte del Fausto, después de que Wagner creara a Homúnculus, Goethe hace decir a Mefistófeles: Am Ende hängen wir doch ab von Kreaturen, die wir machten. Y es verdad, al final, somos los autores los que dependemos de las criaturas que creímos forjar libremente.”