2 de febrero de 2017

In memóriam: Bernardo Cano Hueso (2 de 2)

        En el fondo, no sé mucho más de la vida del Bernardo real; yo hablo y requiero al de mis tiempos de Úbeda, al dependiente de mercería, a la persona que, por ser unos años mayor, me enseñó cosas que, viniendo de él, no podían ser sino buenas. A la persona que fue capaz de conservar una carta mía durante más de cincuenta años, para devolvérmela después. Ocurre, eso sí, que ha arrastrado tras de sí a gentes de mi niñez, que también tengo presentes en mi memoria. El mundo estaba poblado en aquel tiempo por seres grandiosos, exquisitos y benéficos. Algunos eran tan próximos, que romperé mis normas y mencionaré sus nombres. Lo hago desde el cariño y la nostalgia, desde el desconsuelo de saber que a muchos no los podré ver nunca más, porque ya no existen. La muerte de Bernardo me ha hecho rememorar a gentes que quedaron atadas a mi vida y estarán conmigo mientras me quede aliento: Francisco Delgado, Luis Monforte, varios hermanos Palacín, los hermanos Ortiz, Antonio Gutiérrez, el que poco tiempo después sería llamado por todos cariñosamente el Viejo. Gentes que en vida quizá no imaginaban que yo, después de tantos años fuera, pudiera acordarme de ellas. Y a su conjuro renació un mundo de ‘sabatinas’ en iglesias frías y oscuras; de oraciones, cánticos, murmullos y risillas infantiles. Y alguna mirada a la bancada de al lado, porque nos sentábamos los chicos en un lateral de la iglesia y las chicas en el otro. De promesas a los santos o a la Virgen, que atañían a los pecados más arraigados, seguramente inocentes y nada terribles: Eso que me cuesta tanto y que te prometo para mañana, rezábamos. Y pensábamos en ese pecadillo que era el más difícil de vencer, cada uno en el suyo.
Y me veo de nuevo en la iglesia San Isidoro. Y también en la de la Santísima Trinidad, donde cruzando el coro se llegaba a la sede de Acción Católica. En el claustro del convento adyacente, treinta años antes, mi padre había estudiado, hasta que los Escolapios se marcharon de Úbeda, en el 1920. Habían estado en la ciudad desde 1861 y se fueron porque no hubo dinero para pagar las inaplazables obras que necesitaba el convento y la escuela. Hace poco quise esclarecer hasta dónde había llegado mi padre en sus estudios. Conocí así a don Valeriano, archivero de la orden, con bastantes más años que yo —cuando le dije mi edad, me dijo, ¡bah, eres un chaval!—, pero activo como un veinteañero. Gracias a su extrema amabilidad pude hojear, en la calma casi monacal de la residencia que tienen estos Padres en la calle Gaztambide, las actas del convento de Úbeda, de los primeros años del siglo XX, en las que se reflejan las actividades docentes y otras, redactadas todavía en latín. Lamentablemente no había detalles sobre los alumnos de entonces o sus currículos estudiantiles.
Cómo han podido cambiar tanto las cosas. Ahora voy a Úbeda y casi no conozco a nadie, ni nadie me conoce a mí. Ya sé que es lo normal, pero no deja de ser perturbador y casi increíble. En un relato mío, Semana Santa en Úbeda, cuento de un personaje: Germán intentó verlo todo de nuevo con ojos de niño, predispuesto al misterio y al milagro. Le llamó la atención la escasez de rostros conocidos entre aquella muchedumbre bulliciosa y cambiante. Dios mío, casi no conozco ya a nadie, se dijo, para añadirse después que, al fin y al cabo, era lo lógico. Hacía muchísimos años que no vivía allí y la mayoría de los participantes en la procesión, era gente joven; también los espectadores. Y de los mayores, seguramente a muchos no los había conocido jamás y otros habrían cambiado tanto como él mismo, hasta hacerse mutuamente irreconocibles. Quizá incluso algunos sí eran capaces de identificarlo, pero no se atrevían a saludarlo, por alguna de las innumerables variantes de la timidez”.
Ese era el relato, y el sentir de Germán coincide exactamente con lo que yo mismo siento. Todo lo que era amable, íntimo y abierto se ha tornado indiferente y casi desconocido. Incluso he tenido alguna experiencia desagradable e incomprensible, al tratar de contactar con algunas de estas gentes más modernas. Quizá también es culpa mía, que he buscado refugiarme en mis recuerdos, tan importantes, tan decisivos en la vida de los seres humanos. Un notable ensayista español, gallego de nación, Vicente Risco, que en enero de 1935 hizo un llamamiento desde el Heraldo de Galicia “para reconquistar Galicia para Dios”, escribió: Se Platon dixo que saber é lembrar, eu digo mais: vivir é lembrar (Si Platón dijo que saber era recordar, yo digo más: vivir es recordar). Estoy muy de acuerdo. Los franceses dicen que son las raíces las que diferencian un árbol de un poste; los recuerdos son nuestras raíces.
          Pensaba hablar sólo de mi relación personal con Bernardo, muy circunscrita a una cierta época y de una intimidad relativa; al fin y al cabo, yo era poco más que un niño y él era ya un adulto. Pero querría terminar con unas pocas palabras sobre sus empeños literarios. Bernardo era persona sencilla y discreta y no se prodigó mucho en la publicación de sus escritos; sólo ocasionalmente en revistas de ámbito local ubetense. Lo poco que he leído de él me ha parecido suficientemente digno. En un artículo suyo, algo simbolista y mistérico, críptico y bello, aparecido en una de estas revistas y de título Mi amigo el loco, habla de alejarse de un pueblo, de una marcha hacia el Norte, del propósito de “poner púlpitos en los veladores de los bares”. Me parece entrever cierta metaforismo autobiográfico. Menciona “los trillones de hombres que callaron la palabra que le aleteaba en el corazón”. Yo no he querido ser uno de esos hombres y he sacado palabras que guardé desde siempre en mi interior más íntimo para que se oreen hoy al sol. Se las debía a Bernardo y también querría que llegaran hasta las gentes de entonces, las que nos conocieron a los dos. A él se las debía por muchos motivos, no sólo por el insólito hecho de haber guardado una carta mía durante más de medio siglo.

In memóriam: Bernardo Cano Hueso (1 de 2)


Queridos lectores, hace sólo dos semanas de mi última entrada y ya veis que estoy aquí de nuevo, por diversas razones. Una es porque algunos de vosotros me habéis enviado cariñosos mensajes que me hacen pensar que quizá mi blog logró algo de lo que yo pretendía. En inglés, alguien, que lee español con cierta dificultad, me escribe: it is with a certain sadness that I read your latest entry of your blog. On those times that I did  manage to read some of your eclectic subjects, invariably, I found them interesting and informative... (Con cierta tristeza leo la última entrada de tu blog. Siempre que pude leer algunos de tus eclécticos temas, invariablemente los encontré interesantes e informativos...). Otro mensaje, en español: la despedida que haces en tu blog me deja un tanto huérfano, aunque tengo la esperanza de que la cosa sea transitoria y que tu amor por la palabra y por contar cosas se imponga al cansancio momentáneo que pareces padecer. Tú necesitas escribir y nosotros necesitamos leerte, es una dependencia enriquecedora y amable… Este último viene de un querido amigo de la niñez, Fernando Hueso, desde Jerez.
Otra razón por la que abandono parcialmente el  blog es porque empezaba a ser una cierta amenaza para mi incurable eleutheromanía. La palabreja no es de las más  corrientes; no la oía yo a menudo por los alrededores de la Plaza de Abastos, en donde transcurrió buena parte de mi feliz infancia ubetense. La dejo así para que la busquéis con Google y os distraigáis haciéndolo. Sí, ya sé que hay cosas más distraídas.
La tercera razón es, con mucho, la más importante: me informan del fallecimiento reciente de Bernardo Cano Hueso, un amigo que emerge con absoluta nitidez del nada nebuloso mundo de mi niñez y adolescencia. Úbeda dejó de ser mi residencia habitual a mis quince años, cuando me vine a estudiar a Madrid, y lo que voy a contar es algo tan corriente y que le pasa a todo el mundo, que no me detendré mucho en ello, pero quiero señalarlo. Recuerdo personas y hechos de entonces con una acuidad que pocas de mis vivencias posteriores tienen. Mucha gente se sorprendería de hasta qué punto quedaron prendidas en mi retina las imágenes de entonces, las gentes de entonces.
Bernardo era de familia humilde, como yo. Trabajaba de dependiente en una mercería situada en lo alto de la calle Real. Yo iba por allí a menudo para verle. Éramos los dos de Acción Católica —numerario él, aspirante yo— y hablábamos del mar y los peces. La cháchara se interrumpía cuando llegaba una clienta, una ‘parroquiana’, y para mí era un placer ver cómo Bernardo la atendía, la asesoraba, la envolvía con su labia y le despachaba lo que quería y puede que hasta lo que no quería. Era divertido asistir a aquellas sencillas transacciones comerciales, que terminaban invariablemente en algún descuento. Todo el mundo quedaba contento, todo el mundo feliz. Qué fácil era todo.
Bernardo era entonces, y me consta que siguió siéndolo toda su vida, hombre de sólidas convicciones cristianas. Tenía unos ocho años más que yo y nos pastoreaba a los aspirantes. Era abordable, a pesar de ser mayor, era vivo, era listo. Era mucho más que eso: era inteligente. Lo era tan obviamente que un buen día alguien con cierta capacidad empresarial se dio cuenta y se lo trajo para Madrid y aquí terminó sus estudios superiores, que había empezado mientras estaba empleado. La buena gente de Úbeda, como era normal en aquel bendito tiempo, enseguida hablaron de sus éxitos en la capital. Seguramente estaban tan felices como él mismo por aquellas venturanzas.
Yo me había venido a Madrid mucho antes de todo eso. Recién llegado le escribí una carta. Era una carta preocupada, triste. Yo tenía quince años, ya lo dije, y de repente me encontré en la gran ciudad, por primera vez solo, sin mi familia, sin amigos de momento. No recordaba ya aquella carta, pero hace unos diez años, me llamaron por teléfono. Era Bernardo. Para decirme que sus hijos o sus nietos le habían regalado un ordenador y se había asomado a Internet. Estaba seguro, me dijo, de que allí encontraría algo de mí y así fue. Me anunció entonces que todavía, después de más de cincuenta años, tenía la carta que le había escrito desde Madrid y que me la enviaría.
¿Cómo se puede guardar tan celosamente, con la incesante mudanza de los tiempos, con las mil vueltas de la vida, con la familia haciéndose y los hijos viniendo, con tantas ocupaciones, con tantos problemas, la carta de un jovenzuelo? La recibí, la leí y no me reconocí en absoluto, porque se me había olvidado ese período difícil y duro de mi existencia, que fue real y bien plasmado en la carta. Hablamos más por teléfono y quise verle. Se negó. Estoy mal, no me encuentro bien —Bernardo tuvo un muy serio accidente de automóvil del que le quedaron secuelas— y no quiero que me veas así. Lo sentí, pero lo entendí, porque yo reaccionaré así, si alguna vez me golpea la vida tan ferozmente como sé que puede hacerlo. Poco después, en una Feria del Libro madrileña, en la caseta en que firmaba mis obras, vinieron dos de sus hijas, pero él no vino. Quizá llevaba razón. Así la imagen que tengo de él, indeleble, es la de aquella tienda de la calle Real, perteneciente a una familia a la que también recuerdo bien.
Me apetecía colar, meter a Bernardo en una obra mía, en mi novela corta Desaparición en el túnel, cuya acción ocurre en Úbeda, y lo hice. Aparece allí un Bernardo ‘cabrero’,ejemplo viviente de honestidad a toda prueba; su formalidad, su decoro, su honradez y su diligencia eran alabadas por todos. Casi cada año, traía un nuevo hijo al mundo y se las apañaba para aumentar también en dos o tres nuevas cabras el rebaño. Cada niño mío trae sus cabras bajo el brazo, Dios provee siempre, decía orgulloso. Era laborioso y cumplidor y jamás dejó de hacer una cosa que fuera un poco urgente, posponiéndola para el día siguiente. Vivía de la manera más sencilla, sin faltar nunca ni a su trabajo ni a las obligaciones religiosas que se imponía y que eran algo más de las normales para un feligrés de a pie.

Nota: Véase la entrada siguiente. No quiero interrumpir estas páginas ni hacer una entrada de tamaño excesivo, inacostumbrado. Por ello, he hecho dos entradas, pero las publico juntas, el mismo día, para que se puedan leer sin solución de continuidad.