17 de enero de 2017

Adiós, ma non troppo


Amigos lectores, yo sé que no todos habréis tenido el tiempo y la paciencia de leer regularmente mis entradas; eso lo entiendo. Pero el hecho de publicarlas, sabiendo que unos pocos de mis amigos las esperaban y las encontraban distraídas, me compensaba el muy razonable esfuerzo de escribirlas. Hay miles de escritores en busca desesperada de lector, pero creo que no soy de los más contumaces.
Esta es una carta de despedida, de adiós. En la literatura y también en la historia hay muchos adioses y partidas. Como el discurso de despedida de Hattusilis I, el rey hitita del siglo XVII a. de C., exhortando a su pueblo a la virtud y la moderación.  Como el adiós y bendición de Moisés a los hijos de Israel (Deuteronomio, 33, 1-29), antes de que estos entraran  en la tierra de Canaán, tierra que Moisés pudo ver pero no hollar con su pie, porque Yahvéh, desde la cumbre del Pisga, frente a Jericó, se la había mostrado y le había dicho: Esta es la tierra que bajo juramento prometí... Te la dejo ver con tus ojos, pero no pasarás a ella (Deuteronomio, 34, 1-4). En cambio, le había permitido vivir ciento veinte años. Muchos de los dioses de los que tengo noticia fueron caprichosos.
Quizá el más popular de los Leader de Goethe lleva por título Willkommen und Abschied (Bienvenida y adiós). Simone de Beauvoir escribió La ceremonia de los adioses, en 1981. El pobre José Rizal escribió en la víspera de su ejecución el estremecedor Último adiós. Está el Adiós a las armas, de Hemingway. El Adiós al mar, del cubano Reinaldo Arenas, que se suicidó, enfermo de sida. Goodbye, Mr. Chips, es del novelista inglés James Hilton —el creador del utópico Shangri-La—, que fue llevada al cine. La novela Goodbye, de William Sansom; el Adiós a María, del polaco Tadeusz Borowski. Raymond Chandler, el creador del detective privado Philip Marlowe, escribió The long goodbye. Hace ya casi un siglo que el portugués Antonio Nobre escribió Despedidas. Milán Kundera escribió, en checo, lo que se tradujo al inglés como Farewell Waltz. Philip Roth escribió Goodbye, Columbus, en 1959. Adiós al nido del pájaro es de un novelista finlandés, Joel Lehtonen, que la escribió en 1934, un poco antes de suicidarse.
Leif Panduro, danés, escribió Adiós, Tomás, y Sarah Millin, la novelista sudafricana, publicó Adiós, querida Inglaterra. El novelista japonés  Dazai Osamu dejó sin terminar, porque se suicidó, la novela titulada escuetamente Adiós. Kathleen Raine escribió Adiós, campos felices. Y Christopher Isherwood fue el autor de Adiós a Berlín. Otro dramaturgo, director y actor, el sudafricano Athol Fugard, escribió algo casi con el mismo título que Goethe, Hello and Goodbye. Por no hablar del Adiós, cordera; del Adiós, de Luis de Castresana; del Adios ríos, adios montes, de Rosalía de Castro. Hay una revista bimestral, editada en Brooklyn, que se llama precisamente Goodbye, en donde se recogen con exquisito cuidado las crónicas de los fallecidos recientes.
Dejo para el final a Jean Bodel, un juglar y dramaturgo francés de finales del XII, que quería ir a la Cuarta Cruzada y no pudo, porque enfermó de lepra y murió en un lazareto. Escribió Les congés (Las despedidas), en 1202. Y también al famoso escritor judío de principios del XII, Jehudah ben Shemuel ha-Levi, que trabajó de médico en Toledo. Escribió una colección de poemas alabando a Sión, y el Sefer ha-Kuzari, cuyo epílogo es una larga despedida de España.
Porque, en efecto, al final de su vida, Jehudah ha-Levi sintió la necesidad de marchar a Jerusalén. Partió de España en 1140 y el tres de mayo de ese año llegó a Alejandría y después a El Cairo. Jamás pudo arribar a Sión; murió al año siguiente, en Egipto. La leyenda, sin embargo, dice que sí llegó y que fue asesinado allí por un musulmán, cuando recitaba sus sentidos cantos a Jerusalén. Quizá algunos recordéis que dicha leyenda fue recogida, entre otros, por el poeta alemán Heinrich Heine, en 1851. Como tantas veces, no se sabe qué es más triste, si la realidad o la leyenda. Bueno, es bello morir cantando. Sí, pero desolador percibir que se muere por la mano de otro.
Dejadme que os cuente otra historia tangencialmente relacionada, extraña, tal vez inexplicable. El poeta provenzal Jaufré Rudel se enamoró tan perdidamente de la princesa siria de Trípoli —y sólo por las alabanzas que de ella habían hecho otros poetas—que se metió a cruzado, atravesó la mar y murió al contemplarla. Moisés no llegó; Jehudah ha-Levi, tampoco. Rudel alcanzó a ver lo deseado y cayó fulminado por su belleza. El mundo está lleno de historias tristes.
En fin, adiós, ma non troppo, porque seguiré por aquí. Queridos lectores, que viváis los años de Moisés, por lo menos. Y que lleguéis siempre a las tierras que ya amáis  o a las que podáis amar todavía.