31 de diciembre de 2016

De los blogs, del amor... y de que todo pasa


Hay muchas razones para empezar un blog y más aún para dejarlo. Cuando uno no recuerda bien los temas tratados e inadvertidamente repite una entrada ya publicada, quizá es un buen momento para ir pensando que el juego duró demasiado. También cuando el blog equivale a un libro de unas mil páginas y uno ve que demasiados blogs son vulgares o pedantes —entre ellos alguno de escritor famoso—. Pero, sobre todo, cuando uno ve que hay muchos excelentes.
La que señalo como primera razón acaba de sucederme. Mi divagación sobre la difusa relación entre ficción y realidad, una elucubración atractiva para muchos lectores que se preguntan de dónde extraen sus temas los literatos, me ha jugado esa mala pasada. Hablé de esto en una reciente entrada, con motivo de mi relato Viaje a Baviera, y ahora me doy cuenta de que ya lo había hecho hace unos dos años. Me exculpa algo el que, al consultar el catálogo de entradas previas —como hago siempre para evitar una posible repetición—, no encontré la palabra Baviera, porque el título de esa entrada previa era Realidad y fantasía en la literatura. Pido perdón. Y lo que me molesta es que tengo muchos temas esperando y he perdido tiempo. Entre ellos, desde mayo, algo que escribí sobre las Batuecas, tras un viaje a esa bella y desconocida parte de España.
Pero hay más cosas. Un viejo dicho francés reza: Tout passe, tout casse, tout lasse (todo pasa, todo se rompe, todo cansa), al que se han hecho añadidos más o menos felices: et tout se remplace o et tout s’efface o sauf la classe (y todo se reemplaza o y todo se borra o salvo la clase). Mi blog dura ya tres años y quizá es la hora de dejarlo quiescente. A pesar de ser tal vez la tarea literaria que resultó más cumplida: he tenido treinta mil lectores, siendo los más abundantes los españoles (33.2 % del total), seguidos de los estadounidenses (17.2 %) y los rusos (13 %).
Los empeños se agostan, perecen; pasa hasta con el amor. En un reciente artículo de Frontiers in Psychology, la conocida bióloga Helen E. Fisher, de la universidad de Rutgers, mantiene que las personas enamoradas muestran síntomas análogos a los que se presentan en las adicciones por drogas y conductuales: euforia, pulsiones intensas, dependencia física y emocional, etc. Para ella, el amor es una forma natural de adicción, no siempre positiva. El estudio del cerebro con técnicas de RNM lo confirma y muestra que en la persona enamorada se activan regiones cerebrales implicadas en el reward system (el sistema de gratificación), ricas en dopamina, como el área tegmental ventral y el núcleo caudado, tal como sucede en la adicción a drogas. Según Dietrich Klusmann, el NGF (nerve growth factor) también presenta niveles altos; así como la norepinafrina y testosterona, con niveles bajos de serotonina. Todo vuelve a la normalidad al cabo de un año. De esta ‘química del amor’ se habla desde hace ya muchos años y no explica el fenómeno total. Me gustaría seguir tratando esto, pero no puedo detenerme aquí.
Hay autores que distinguen tres fases en el proceso de formación de la pareja: en la primera la atracción sexual es dominante; en la segunda esta atracción se hace más selectiva y surge lo que podríamos llamar el amor romántico; en la tercera imperan los sentimientos de unión de la pareja. No siempre las fases van en ese orden. Se piensa que el amor romántico, que se desarrolló en los mamíferos hace unos cuatro millones de años, representa una gran ventaja para la estabilidad, al menos temporal, de la pareja y la cría conjunta de la prole. Se reveló un impulso mucho más fuerte que el sexual, argumenta Fisher. Si le pides a alguien que se vaya contigo a la cama y te rechaza, no entras en una depresión ni cometes suicidio, etc. Sin embargo, la gente puede sufrir terriblemente tras el rechazo en una relación romántica.
Obviamente estas fases pueden ser concebidas de otra manera, no son excluyentes entre sí y tampoco muestran siempre esta progresión fija. Pero parece haber una especie de built-in caducity (caducidad intrínseca) por la que el enamoramiento estricto no suele perdurar más de dos o tres años; biológicamente nuestro organismo no puede soportar mucho esa situación. Me gusta siempre recordar lo que contaba Unamuno: Al principio sólo tocar la pierna de mi mujer me excitaba, ahora es como si tocara la mía. Pero si tuvieran que amputársela, sería como si me la cortaran a mí. De todos esos cambios está hecho el amor. Yo suelo decir, resumiendo mucho: del sexo se pasa al cariño y de este quizá a la tranquila, casi inadvertida, felicidad de estar juntos.

25 de diciembre de 2016

Amores con final infeliz


En la reciente representación de mi obra de teatro Don Juan de Bergerac, al final tuve que agradecer al público su benevolencia. Como entre los asistentes había dos amigas mías —mi admirada cantautora Chili Valverde, que ha puesto música a más de treinta textos de Juan Ramón Jiménez y Carmen Hernández-Pinzón, sobrina del poeta y conocida estudiosa de su obra— quise incluir unas palabras sobre nuestro Premio Nobel. También sucede que la cuarta entrada más leída de mi blog, la del tres de marzo de 2014, trata de Margarita Gil Roësset, la escultora madrileña que con veinticuatro años se suicidó por amor a Juan Ramón.
Para llegar hasta este hecho luctuoso, empecé diciendo: “Han visto ustedes una obra de amor con final feliz; no siempre es así”, y cité lo que cuenta un personaje de la misma, doña Rosa, en una de las escenas: El amor no siempre nos hace felices, también nos puede hacer muy desgraciados. Siempre hay alguien que espera en vano. Siempre hay alguien que quiere a quien no le quiere. Y sufre, sufre tanto como con la más atroz de las desgracias. Como ejemplo de amor con final trágico, me referí después a la tristísima carta que Margarita dejó a Zenobia, la mujer del poeta, conservando la peculiar puntuación del original: Zenobita… vas a perdonarme… ¡Me he enamorado de Juan Ramón! Y aunque querer… y enamorarte es algo que te ocurre porque sí, sin tener tú la culpa […] le he dicho … que le quiero… y le he pedido que se case conmigo…¡estaré loca!... pero como él… te quiere… ¡te quiere!... pues me ha dicho.., que no… que nunca… perdóname… porque si me hubiera dicho que sí… ay… a pesar de que la idea de amistad es para mí sagrada…y tú eres mi amiga… y de verdad te quiero mucho… […] habría pasado por todo […] Creo mucho mejor matarme ya… que sin él no puedo… y con él no puedo.
Alguien ha llamado a Margarita la Camille Claudel española, aunque casi la única similitud entre ambas es que las dos fueron escultoras. Camille, hermana del poeta Paul Claudel, vivió un romance largo y apasionado con el escultor Augusto Rodin, que vivía con  Rose Beuret, una modistilla analfabeta, a la que conoció con veinticuatro años, con la que nunca apareció en sociedad y con la que se casó poco antes de morir, cuando ella tenía más de setenta años. Camille, bella, delicada y llena de talento, entró en el taller de Rodin con diecinueve años y enseguida surgió el amor o lo que sea. Parece ser que Rodin, de cuarenta y tres años, la poseyó por primera vez sobre el mismo suelo del taller, al pie de su hermosa obra Fugit amor (aunque en este caso, el amor más que huir llegó). Cómo se pueden conocer estos detalles íntimos, estas incomodidades, me pregunto siempre; es el estilo típico de los malos biógrafos y periodistas.
Cuando ya Camille era una escultora reconocida, amó simultáneamente a Claude Debussy, también casado, en una relación con poco porvenir. La desgracia sí la hermanó con la española. Camille empezó a tener crisis nerviosas que terminaron en una esquizofrenia. Al inaugurar una exposición, podía acabar destruyendo con un martillo sus propias obras hasta reducirlas a esquirlas, como hizo también Margarita con gran parte de sus esculturas antes de morir. Camille estuvo recluida en sanatorios psiquiátricos los treinta últimos años de su vida, sin que la visitara nadie de su familia, que atribuyó sus trastornos mentales a su vida desenfrenada, relación causal difícil de demostrar. Quizá los hubiera tenido aunque hubiera profesado como monja Bernarda.
Tanto si se logra el ansiado amor como si no, al final uno ha de estar de acuerdo con lo que escribió Stendhal: El amor es una maravillosa flor, pero es necesario tener el valor de ir a buscarla al borde de un horrible precipicio. Quizá por eso mucha gente prefiere encontrar el amor en los relatos y novelas, en la literatura, en la ficción, que es menos peligroso. Antoine Hamilton, un escritor poco conocido hoy, que nació en 1645 en Escocia y emigró con su familia a Francia, huyendo de la dictadura de Cromwell, escribió sobre la literatura francesa de la época: Todos vuestros escritos en verso o en prosa son relatos de amor; casi todos vuestros poemas, elegías, églogas, idilios, canciones, epístolas, comedias, tragedias, óperas son relatos de amor. Tenéis los relatos de amor como única alimentación y no os cansáis de ellos jamás. Era verdad entonces y quizá siempre.