3 de diciembre de 2016

De lo imaginado y lo vivido (1 de 3)

Amigo lector, muchas veces la gente se pregunta algo intrigada de dónde sacamos los escritores de ficción las tramas, los asuntos de nuestros relatos. Yo creo que en la mayoría de los casos surgen sin más o incluso de manera algo forzada, respondiendo a una búsqueda intencionada por parte del escritor, que se estruja el magín. En ocasiones, sin embargo, sí puede haber algún suceso o evocación que espolee el proceso creativo. Un cuento mío responde a esta circunstancia y me ha parecido interesante exponer primero el relato y después el evento que influyó en su nacimiento. Ahí va la narración, lo imaginado y escrito. Después contaré el hecho real y hasta podré, espero, mostrar un vídeo. Como otras veces, divido la narración en fragmentos. Si a alguien no le gusta el procedimiento, sólo tiene que esperar al tercero y último y leerlos de un tirón.

DE LO IMAGINADO Y LO VIVIDO

Mi tío ha muerto recientemente y ahora sé que nunca llegué a conocerlo bien. Él vivía en su ciudad andaluza, venía a Madrid sólo ocasionalmente y era yo el que iba a veces a su casa, en donde estoy precisamente ahora. De joven, me intimidaba un poco, aunque siempre fue cariñoso y afable conmigo. Lo veía lejano y sabio, viviendo solo en este caserón enorme, sin familiares cercanos, eternamente sumido en lecturas e indagaciones a las que le llevaba su trabajo de bibliotecario y su condición de cronista. Hablaba de cosas amenas, pero desconocidas de casi todos y a menudo ligeramente misteriosas o indescifrables.
Los últimos tiempos estaba como perdido. Su muerte, relativamente inesperada, porque se encontraba bien a pesar de sus setenta y ocho años, me entristeció mucho. Vine entonces una vez más a esta ciudad para el entierro y unas semanas después he tenido que volver para hacerme cargo de la casa, ya que me la dejó a mí, uno de sus tres herederos, con todas sus pertenencias. He decidido pasar aquí unos días, sumergirme en los muchos papeles y fotos que ha dejado y revisar un poco su bien nutrida biblioteca.
He vuelto a leer un relato suyo, Viaje a Baviera, que apareció en la revista literaria local Bétula, de la que era habitual colaborador, hace ahora unos dieciocho años. Lo transcribo entero, para que se entiendan mis sospechas e incertidumbres respecto a todo lo que contó en el artículo. Hago notar que es de mayo de 1998:
VIAJE A BAVIERA

¡Oh, gentes de Al-Andalus... el paraíso sólo está en vuestra tierra! 
Abu Ishaq Ibn Ibrahim Ibn Abu Al-Fath Ibn Khafajah (1058-1139)

Queridos lectores, este mes escribo sobre Baviera. Quizá también sobre algún otro lugar desconocido y oculto —un salón de color azul cobalto fucilando en las paredes y una luz singular y distinta—, situado como en alguna otra dimensión de la realidad. Intentaré explicarme.
Llevaba tiempo sin venir por esta tierra alemana, especialmente querida; seguramente, por tener conocimiento de su lengua, gracias a que mi madre se empeñó en que la aprendiera de pequeño, con doña Hildegard, una de las pocas extranjeras que vivían entonces en Úbeda, que me daba también clases de piano. Aunque viajé por motivos profesionales, he gozado otra vez de sus hermosos paisajes y de la alegría de sus gentes. Eso de que los alemanes no hacen mucho ruido cuando se reúnen es una de las numerosas ideas falsas que los diversos pueblos tienen unos de otros. Nosotros, eso sí, hablamos todos a la vez y aquí lo hacen algo más ordenadamente, casi siempre de uno en uno. Aunque luego las risotadas, las muestras de aprobación o desaprobación, las bromas y las canciones sean igual de ruidosas o más que en España.
Alquilé un coche para ir desde Regensburg (la antigua y bellísima Ratisbona medieval) hasta Murnau, muy cerca del lago Staffelsee, al sur de Munich. En la guantera del coche había un mapa de la región, bastante detallado, en el que pude ver, indicado con una estrella azul como monumento interesante, un ‘Kloster’, un monasterio, sin nombre, situado cerca de una ciudad llamada Bad Tölz. No había venido para hacer turismo, pero como apenas tenía que apartarme de mi ruta, pasando un par de pequeñísimos pueblos, cuyos nombres recuerdo perfectamente, decidí visitarlo.

(continuará)

29 de noviembre de 2016

Resaca tras los momentos felices


Amigos lectores, perdonadme que hoy hable más explícitamente de mí —siempre que se escribe, de algún modo se habla de uno mismo—, de aconteceres más personales. El pasado día 25, viernes, se presentó, como audioteatro, mi obra Don Juan de Bergerac, en la recoleta biblioteca del Retiro de Madrid. Era una muy bella tarde de otoño, levemente incómoda por la lluvia y el frío. Muy soportable todo, por nuestro benigno clima, aunque quizá no tanto para algunas personas mayores, las personas de más edad.
La sala se llenó, a pesar de mi correo en el que rogaba a los más mayores que se quedaran en casa, recomendación que no todos siguieron (podría yo pasar al Guinness por ser el primer presentador de un evento que en la convocatoria recomienda la no asistencia). La tarde transcurrió sosegada y plácida y creo que la obra gustó y la interpretación de los actores también. Una vez que pasó todo, arrollado y destruido por el imparable caminar del tiempo, me asaltó de nuevo un viejo conocido, un sentimiento agridulce, que me suele acompañar en ocasiones así.
Leslie Alan Murray, gran poeta australiano nacido en 1938, escribió: “Y como siempre ocurre, después de un triunfo, / estuve, por supuesto, inconsolable”. En mi caso no había ningún triunfo, pero pienso que, para las personas sensibles, en cualquier situación venturosa y alegre siempre queda un rincón de insatisfacción y nostalgia, de recuerdos y sueños melancólicos, que sólo los más simples logran borrar del todo. Se percibe la fugacidad de los momentos gozosos, se anticipa la pronta huida de la felicidad y el éxtasis. La vida se cobra fatalmente su tributo de desesperanza, porque constatamos que al final, irremediablemente, todo está tocado de banalidad, de evanescencia.
Para mí, ¡todo fue tan espléndido! Ver a tantos amigos que quisieron compartir el día conmigo y verlos felices juntos, disfrutando de la reunión y del ambiente. Amigos de Madrid que por desgracia no nos encontramos tan a menudo; alguien de mi pueblo que no veía en casi sesenta años; un colega, que se había excusado por una operación de cataratas y de repente apareció allí, intervenido el día anterior. Gentes que ven o se mueven con dificultad, que salen poco ya de casa por la noche, y que se esforzaron por venir. Gentes para las que la amistad cuenta mucho, que han hecho de la camaradería un compromiso, un deber sagrado.
No todos eran mayores, claro. Había hasta hijos de amigos míos, a los que conozco desde que eran niños. En el bello prólogo de Los intereses creados —tuve la fortuna de oírselo a Manuel Dicenta y eso ya no se olvida jamás—, se dice: “Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo”. En mi auditorio había catedráticos, académicos, presidentes de sociedades científicas y cívicas, alguna cantautora, expertos en poetas españoles, un arquitecto y dibujante brillante, que ilustró la contraportada de mi libro El secuestro del sabio, escritores, etc. Y nadie bobo, aunque sí gente más sencilla, unidos todos por su amistad y su benevolencia hacia mi persona.
No quiero hoy hacer literatura, sólo quiero expresar mis sentimientos. Es difícil, es imposible, no estar agradecido; no pensar que, gracias a ellos, pude gozar un momento mágico, quizá irrepetible. Cuando uno presenta un libro, el libro queda y se puede leer siempre. Una obra de teatro, y en eso reside buena parte de su magia, es algo distinto: nace para morir inmediatamente, como esos insectos del orden Ephemeroptera, de nombre efímeras o efémeras, que viven, como indica su nombre, muy poco, apenas un día; en ocasiones menos de una hora, como la Dolania americana.
Yo he escrito muy poco teatro: este Don Juan y una pieza corta, que compuse con poco más de veinte años, de cuyo texto, con versos de Alberti —algo que no era enteramente inocente en la época—, he perdido el rastro, aunque conservo el programa impreso. Eran dos intérpretes, uno de ellos fue luego un político muy conocido, que murió relativamente joven: Gabriel Cisneros (Gabi entre nosotros, los amigos). ¡Quién nos iba a decir entonces! Las Moiras nos eran totalmente ajenas, Átropos tenía bien escondidas sus terribles tijeras; ahora están más presentes. Os dejo unas fotos; en una de ellas estoy con una personificación del Antruejo, el bullicio, el Carnaval. Se abrazó a mí de joven y desde entonces no me ha dejado.
Gracias a todos; sabéis que escribo por y para vosotros.



Cincuenta y cinco años más tarde, en los mismos empeños.