24 de septiembre de 2016

Leve reprimenda papal


El motivo por el que consulto Wikipedia u otras enciclopedias y tesauros es el de completar con ellas lo hallado en las más variadas fuentes. El tema de hoy me viene de dos muy distintas: un libro de Medicina Laboral, The diseases of occupations, de Donald Hunter, y una de las novelas más originales y divertidas de la literatura inglesa, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, escrita hace unos 250 años. Ambas incluyen el texto de una excomunión papal.
El libro de Hunter lo hace al tratar el tema del alumbre, un sulfato de aluminio y potasio —mencionado  ya en el papiro egipcio de Ebers, que tiene una antigüedad de unos 3500 años—, utilizado para preservar las pieles y como mordiente en tintorería. Tiene otros muchos usos en los que no entraré aquí. En el siglo XV el alumbre requerido por Europa provenía de Siria, pero con la caída de Constantinopla en manos de los turcos (1453), Giovanni de Castro, que había hecho una fortuna importándolo desde allí, regresó a Italia. Poco después descubrió, en el territorio papal de Tolfa, un mineral que tratado de cierta manera produce alumbre. Se llamó alumbre romano  y fue monopolizado por el Papa Pío II, que obtuvo así inmensas ganancias.
Un inglés, Thomas Chaloner, visitó Italia al fin del siglo XVI y vio que el suelo de los alrededores de Tolfa era similar al de la zona de Guisborough, en Inglaterra ; en ambos sitios las hojas de los árboles tenían un color especial verde pálido. Hacia el año 1600 se empezó a extraer mineral de allí, aunque para aprender los secretos de la preparación del alumbre se dice que tuvo que sobornar a algunos trabajadores papales, a los que sacó de Italia en un barco, escondidos en barriles. Esto motivó su excomunión papal, en términos que resumiré luego. En la novela Tristram Shandy, un personaje de la misma, Dr. Slop, lee también una excomunión papal en latín, aplicándola con humor a Obadiah, un sirviente algo torpe. Es más extensa, pero casi idéntica a la del libro de Hunter.
Las dos provienen de un texto redactado, quizá sólo copiado, por un monje benedictino francés, Ernulf (1040-1124), también jurista y arquitecto, que fue prior de Christ Church en Canterbury y responsable de la expansión de su catedral; más tarde fue nombrado obispo de Rochester. El Textus Roffensis, escrito entre 1122 y 1124, ha tenido una historia turbulenta de accidentes y pérdidas; se conserva ahora en el Medway Archives and Local Studies Centre en Strood, Kent. La excomunión no estaba dirigida a ninguna persona concreta, aunque quizá se redactó pensando en los ladrones de manuscritos. Piénsese que, hace mil años, la tarea de copiar un libro era realmente ardua y requería el trabajo de un monje volcado sobre un pergamino, escribiendo seis horas diarias, seis días a la semana, durante seis meses, para un libro sencillo. La exactitud era primordial porque cualquier error se transmitía a las siguientes copias. Resumo este texto de excomunión:
Por la autoridad de Dios Todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y de los santos cánones, y de la inmaculada Virgen María, madre y patrona de nuestro Salvador, y de todos las celestiales virtudes, ángeles, arcángeles… excomulgamos y anatemizamos:
Que el Padre que creó al hombre lo maldiga. Que el Hijo que sufrió por nosotros lo maldiga. Que el Espíritu  Santo que nos fue dado en el bautismo lo maldiga …
Que la santa y eterna Virgen maría, madre de Dios, lo maldiga. Que San Miguel, abogado de las almas santas lo maldiga. Que todos los ángeles y arcángeles…
Que pene en cualquier sitio que esté, en la casa o en los establos, el jardín o el campo, en el camino o en el sendero o en el bosque o en el agua o en la iglesia. Sea maldito al vivir, al morir. Que padezca comiendo, bebiendo, con hambre, de pie, echado, trabajando, descansando, meando, cagando…
Sea dañado en el pelo de la cabeza… sea dañado en su frente, en sus oídos, en sus cejas, en sus mejillas, en su mandíbula, en su nariz… Sea dañado en su boca, en su pecho, en su corazón y sus entrañas, hasta el mismo estómago. Sea dañado en sus riñones, en sus ingles, en sus genitales y en sus caderas…
Sea dañado en todas las articulaciones de sus miembros, desde el vértice de su cabeza hasta la planta de sus pies. ¡Que no haya nada sano en él!
Como ves, lector, nada parecido a lo que ocurre entre nuestros políticos, ángeles en comparación. Muchos de ellos muy torpes, pero buena gente.

21 de septiembre de 2016

Robespierre y el pararrayos de Saint-Omer


En mi entrada del ocho de septiembre, me referí a algunos líderes políticos. De tres cifré sus nombres, para que sólo los extremadamente sagaces pudieran identificarlos; a uno de ellos le llamé el Incorruptible. Esto me recordó un caso, en el que intervino en su juventud el conocido personaje francés con ese sobrenombre, Maximilien Robespierre. El asunto fue célebre en la Francia y Europa de finales del siglo XVIII: el pararrayos de Saint-Omer.
Todo empezó con un abogado de Saint-Omer, pequeña localidad cerca de Calais, Charles-Dominique de Vissery, muy aficionado a las ciencias y que contaba ya con varios inventos, entre ellos uno para respirar aire fresco, incluso sumergido en las aguas más profundas. En mayo de 1780 decidió, tras estudiar los trabajos de Benjamin Franklin, instalar un pararrayos en su domicilio, lo que llenó de inquietud a sus vecinos, que pensaron que semejante artilugio sólo podría traer desgracias. Presentaron una demanda sobre el particular, argumentando que atraería a los rayos, haciéndoles caer sobre la villa. La justicia anduvo rápida esta vez y en sentencia de 14 de junio juzgó que el experimento de De Vissery era peligroso y alarmaba al vecindario. Se decretó su supresión.
De Vissery recurrió la sentencia. El abogado Antoine-Joseph Buissart, con parecidas aficiones y colaborador regular del Journal de physique, tomó el caso y juró que lo haría triunfar. Redactó una memoria, probando la inocuidad del sistema y basada en razones científicas. Se dirigió a juristas y físicos conocidos, a Condorcet, Gerbier, Target, etc., para concluir que el aparato no atrae el rayo, sino que protege la casa en la que está instalado y las vecinas. El documento tuvo acogida favorable en las Academia de Dijon y Montpellier. En poco más de un año muchos grupos de eruditos se interesaban por el asunto. Buissart nombró entonces para defender el caso a un desconocido abogado de Arras, Maximilien Robespierre, recién inscrito en el Colegio. En su intervención este demostró talento y dotes oratorias y su defensa fue impresa. El Consejo de Artois falló a favor de Vissery en mayo de 1783 y en el periódico Mercure de France del 21 de junio, se pudo decir que el joven abogado mostró gran elocuencia, sagacidad y conocimientos.
De Vissery reinstaló su pararrayos un mes después y murió al año siguiente. Dejó disposiciones testamentarias que obligaban a sus herederos a conservar el ingenio, pero estos vendieron la casa y el nuevo propietario demandó un peritaje local, que decidió que el aparato no podía subsistir en el estado en que se encontraba, por lo que el ya célebre pararrayos de Saint-Omer fue desmontado definitivamente.
En una carta del 9 de noviembre de 1782, Jean-Baptiste Le Roy, famoso físico francés y uno de los mayores redactores  de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert,  había escrito: Cuesta trabajo creer que a cincuenta leguas de París y al final del siglo XVIII, unos magistrados hayan podido emitir una sentencia tal. Pues así fue, lector. No basta con tener razón, hace falta que te la den. Es mucho más difícil derrotar un prejuicio que una ciudad amurallada. Ha sido siempre así. También ahora.
Robespierre era detestado por Marie Jeanne Rolland, aunque los dos reprobaban los toscos modales de Danton. Madame Rolland murió en la guillotina, tras gritar: aquello de: ¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! En otra ocasión había dicho, en referencia a la Asamblea Nacional: una colección de zoquetes a dieciocho francos diarios, que no siempre comprenden el asunto sobre el que son llamados a votar.
Los modales de Robespierre tampoco eran exquisitos. La Rolland contó al general venezolano Francisco de Miranda —políglota, humanista y el más universal de todos los ciudadanos de Venezuela— que cuando ella indicó a Robespierre que había que apelar a la virtud de los ciudadanos, este le contestó: ¿Sabe, señora, qué es para mí la virtud? Lo que hago con mi señora en la cama todas las noches. Otro demócrata desengañado también sentenció, sobre los que se titulan amigos del pueblo: El pueblo sería muy feliz si no tuviera tantos amigos. En fin, nihil novum sub sole.