19 de julio de 2016

Laodamia, Protesilao y las 'Dutch wives'

Leo en la prensa algo sobre las muñecas japonesas llamadas Dutch wives, de las que hablaré al final, y me acordé de la historia de Laodamia. El mundo de la mitología griega es fascinante. Todos los sueños, anhelos, perversiones, temores y venganzas de los humanos están reflejados en él. Hay infinitas leyendas, de las que muchas, además, tienen múltiples variantes. La que quiero contar ahora es relativamente sencilla y trata sobre la conocida como ‘maldición de Protesilao’, una superstición muy antigua y extendida entre los aqueos que vaticinaba que, cuando las naves se dirigían a la guerra, el primero en desembarcar era también el primero en morir, lo que no deja de tener su lógica.
El nombre viene de Protesilao, un príncipe tesalio que tomó parte en la guerra de Troya. Tuvo que embarcar al día siguiente de su boda con la ya citada Laodamia, la bellísima hija del rey Acasto, a la que había deseado durante años, porque su padre se opuso durante mucho tiempo al enlace. Sólo pudo poseerla una vez, en la noche de bodas. Al tocar tierra troyana las naves tesalias, el impetuoso Aquiles quiso saltar el primero a tierra, pero su madre, la diosa Tetis, que conocía el infausto augurio, lo retuvo de un brazo, mientras empujaba a Protesilao para que saltara del barco. Las madres, siempre tan atentas. Tan pronto como este pisó tierra, fue muerto por la lanza de Héctor, hijo de Priamo, rey de Troya. El nombre, la identidad, del matador varía con las distintas versiones.
Cuando Laodamia conoció la muerte de su añorado esposo, casi enloqueció y pidió ayuda a la diosa Perséfone, la de blancos brazos, hija de Zeus y Demeter, que había sido raptada, cuando cogía flores junto a algunas ninfas, por Hades, el dios del inframundo griego, y habitaba allí con él. El dios surgió de repente de una grieta del suelo y se la llevó. Su madre la buscó por todas partes, hasta que Zeus obligó a Hades a devolverla. Hades sólo puso la condición de que no comiera nada durante el viaje; luego la engatusó, la engarbulló, y le hizo comer unos granos de granada (seis, en otras versiones cuatro), con lo que la obligó a volver al inframundo un mes por cada grano. Cuando Demeter y su hija estaban juntas, la tierra era ubérrima y producía toda clase de frutos; los meses que Perséfone moraba con Hades en los infiernos, la tierra se convertía en un erial. El matrimonio fue estéril. No ella, que, seducida por su propio padre, Zeus, que no se fijaba mucho en los parentescos, y en forma de serpiente, porque era muy ocurrente en esto de los disfraces, tuvo un hijo: Zagreo.
Por todo esto, Perséfone, víctima también, era a veces amable con los condenados. A Orfeo le dejó llevarse a su esposa Eurídice al mundo de los vivos, con la condición de que no la mirase. Orfeo incumplió la orden y perdió a su esposa. Perséfone también tuvo una historia con el bello Adonis, al que Afrodita, por su extraordinaria belleza, tomó bajo su protección. Lo confió a Perséfone para que lo cuidara un tiempo y esta se encaprichó con el chico y se negó a devolverlo. Discutieron las diosas y Zeus decretó que Adonis pasara cuatro meses con cada una de las dos diosas y otros cuatro meses estuviera solo. Eran los meses en que se lo pasaba mejor. Esto pasa por ser demasiado guapo. 
Cuando Laodamia le pidió a Perséfone que le permitiera gozar otra noche de amor con su marido muerto, que lo había catado sólo durante la noche de bodas, Perséfone permitió a Protesilao que volviera al mundo de los vivos, pero sólo por un día, más exactamente por tres horas, para que cumpliera como un hombre. No mucho tiempo, pero suficiente. Se apareció, pues, el difunto, con las lógicas prisas, y dijo: Date prisa, oh, amada, y déjame entrar en el deseado tálamo, que tenemos sólo tres horas. Laodamia respondió, atendiendo sólo a sus intereses y no a los de Protesilao, cosa no infrecuente en las mujeres —igual que en los hombres— y le dijo: Quédate quieto para que pueda modelar tu estatua; sólo así podré poseerte hasta el fin de mi pobre existencia. Lo modeló en cera, en la situación de un hombre abrazando a una mujer. Habría que ver esa estatua y estudiarla, sobre todo de cintura para abajo, dado que Protesilao venía a lo que venía, ya encelado y preparado.
Pasaron las tres horas, el marido se fue intacto por donde había venido, lamentando seguramente el viaje en balde —estas cosas les pasan a los varones más de una vez— y desde entonces, eso sí, Laodamia estaba siempre refugiada en su cuarto, sin salir, abrazada de continuo a la estatua de su marido. El padre pensó que algo raro pasaba, la hizo espiar y, descubierto el entretenimiento, mandó fundir la estatua en aceite hirviendo. Cuando esta empezó a disolverse, la pobre viuda se arrojó al caldero y murió allí.
Lo que leí en la prensa es que una empresa japonesa fabrica muñecas de silicona, de tamaño natural y listas para su disfrute por hombres atareados. Algunas hablan, gimen, tienen articulaciones móviles y hacen las quisicosas pertinentes en la consumación del amor; seguramente igual que Laodamia con su muñeco de cera, pero todo más sofisticado. La propaganda afirma que se prueba una vez con la muñequita y se olvida uno de las mujeres de carne y hueso. Las llaman Dutch wives, porque en la antigua Indonesia las mujeres de los colonizadores holandeses, a las que sus maridos dejaban abandonadas a menudo por sus negocios, parece que los echaban de menos y estaban siempre prestas a reemplazarlos más o menos momentáneamente. Nihil novum sub sole.