27 de mayo de 2016

Borges, amores y desamores (IV)


Palabras clave (key words): Estela canto, manuscrito de El Aleph, Hugo Beccacece.

Tras algunas interrupciones, más o menos razonadas y justificables, prosigo con los amores y desamores de Borges; todavía quedan unos cuantos, y consiguientemente unas entradas, para terminar. Esto se alarga: por culpa mía y sobre todo de Borges.
La tercera de las mujeres de Borges fue Estela Canto (1916-94), de la que estuvo perdidamente enamorado, que escribió un libro, Borges a contraluz, en 1989, muerto ya el escritor. Se conocieron en el año 1944, en casa de los Bioy Casares, en donde un grupo de intelectuales discutían sobre la necesidad de frenar el avance del peronismo. Se sabe que a Estela le gustaban los tipos aventureros, rozando casi la marginalidad. Cuando conoció a Borges, tenía una relación con alguien de nombre Dicke, un espía británico que viajaba sin descanso por Brasil y Argentina. Ella era inconstante y podía tener amores efímeros. Llegó a trabajar en unos locales que existían entonces en Buenos Aires —en Madrid los había también en mis tiempos de estudiante y están presentes en La colmena de Cela— en los que los hombres iban para aprender a bailar, por utilizar un eufemismo, que seguramente era real sólo en una pequeña proporción de ellos.
Estela era atractiva, de grandes ojos pardos e inteligente. Salieron  los dos juntos de casa de los Bioy y él se ofreció a acompañarla. Caminaron casi hasta el amanecer y eso bastó para que él se enamorara. Ella se sintió halagada, como cualquier mujer en su caso, por el interés de un hombre tan excepcional como Borges. Era una mujer vanidosa y siempre se ufanó de haber conquistado a Borges y de recibir sus cartas de amor. “La actitud de Borges me conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él veía en mí. Sexualmente me era indiferente; sus besos torpes, bruscos, a destiempo, eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía”, dice la Canto en su libro. Y también: “El amor de Borges era romántico, exaltado, tenía una especie de pureza juvenil. Se entregaba completamente, suplicando no ser rechazado, convirtiendo a la mujer en un ídolo inalcanzable al cual no se atrevía a aspirar”.
Estela era escritora y con su novela El muro de mármol había ganado ya un premio. Su libertad de costumbres asustaba a doña Leonor, la madre de Borges, pero en esta ocasión él estaba dispuesto a porfiar y la pidió en matrimonio. Estela consintió, pero exigió relaciones íntimas previas para probar  su compatibilidad sexual. Ante esta propuesta, que casi nadie se atrevería a juzgar disparatada o desagradable, Borges por primera vez recurrió a un psicoanalista, en vez de acercarse a una farmacia a comprar una razonable provisión de profilácticos. “Venceré mis inhibiciones, si me ayudas”, le dijo a la dudosa. Tras dos años de terapia psicológica, en la que ella también participó, y aunque en sus abrazos “la virilidad de Borges era perceptible”, los resultados no fueron buenos. Aquí, como en el final de otras historias similares del escritor, se insinúa el tema de su presunta inhibición sexual. Si su virilidad era perceptible, también eran bien normales sus atributos masculinos, si hemos de creer a Victoria Ocampo, la hermana de Silvina y fundadora de la revista Sur, porque en 1964, ya ciego, Borges se desnudó en una playa de Mar del Plata creyendo que lo cubría una carpa. Victoria, al verlo, le dijo a un amigo: “Está bien provisto Georgie, che”. Es que de Borges se sabe todo.
Poco después del fracaso, Estela se casa con otro, del que se separa tres años más tarde. Hacia 1955 intenta reconquistar a Borges, sin éxito, y empieza a beber. Por las razones que fueran, o hasta sin ninguna razón, el amor se volatilizó, como sucede tantas veces. El antiguo enamorado evitaba encontrarse con Estela. Si ella lo buscaba, él se escabullía como podía. Al final, en los años ochenta, volvieron a frecuentarse, cuando, ya viejos, se perdonan los desdenes, uno trata de perseguir ansiosamente el pasado y busca los amigos con los que vivió la gloria, más o menos real, de la juventud. Antes de partir Borges definitivamente para Ginebra, Estela le pidió su autorización para vender el manuscrito de El Aleph, que el autor le había regalado. Lo vendió en 1985, subastándolo en Sotheby’s, donde alcanzó los 25700 dólares. Murió en la madrugada de un sábado frío y lluvioso de agosto de 1994. Murió como había vivido, escribe el periodista y escritor Hugo Beccacece: “Se tendió en su cama y, distraídamente, dejó de comer. Día y noche, en el duro invierno, dejaba abierta la ventana de su cuarto. Apenas cubierta por un ligero camisón, exponía su cuerpo delgadísimo al frío. Era como si se entregara en un último gesto de libertad, casi desnuda, al ciclo de la naturaleza”.