29 de julio de 2016

Mito de Endimión y Selene

En mi entrada anterior conté que había leído una novela, Endimión, de Verner von Heidenstam, y pensaba escribir sobre el famoso mito de Endimión y Selene, tal vez uno de los más bellos de la mitología griega, que, pese a sus diversas variantes, no es de los más complejos. Me enzarcé luego en elucubraciones políticas de actualidad y me desvié del tema. Resumiré ahora la historia.
Endimión era un pastor de Caria de origen divino, nieto de Zeus, que había sido rey en Elida, pero fue destronado. Vivía en una cueva del monte Latmos, realizando las faenas propias de su nuevo oficio durante el día y contemplando los astros por la noche. Dormía mucho, eso sí, y hay varias leyendas sobre esto. Unos cuentan que Zeus le ofreció cualquier cosa que deseara —los dioses eran entonces así de espléndidos— y Endimión escogió un sueño prolongado que lo mantuviera siempre joven. Otros afirman que esa somnolencia persistente fue un castigo que le infligió Zeus, por haberse enamorado de su esposa Hera. Nadie debería ser castigado por enamorarse, ¿no?
Latmos tenía, como tantos lugares pretenden hoy día, un microclima mejor que el de ningún otro sitio del mundo y el tiempo era bueno, en general, lo que permitía al joven dormir desnudo, in puribus, al aire libre, a la puerta de la cueva, bajo la suave luz de la luna, cuando la había. En fin, aunque uno le eche lirismo al asunto, vivía una vida tranquila y feliz, pero algo aburrida. Y era guapo el condenado hasta decir basta.
Un buen día, la diosa lunar Selene, hermana de Helios, el dios del Sol, en su infatigable recorrido por los cielos nocturnos, lo vio durmiendo y tan ligero de equipaje. Selene era una diosa hermosísima, de pálido rostro, que conducía un carro de plata tirado por un yugo de bueyes blancos y vestía una túnica alba hasta los pies; llevaba una media luna sobre su cabeza, como adorno y para que se supiera quién era, y portaba una antorcha con una luz discreta, mitigada, dulce e íntima.
Selene, que hacía lo mismo todas las noches y quizá estaba también ya un poco aburrida de la rutina, cuando vio al bellísimo Endimión, repito que dormido y desnudo, fue gratamente sorprendida, para decirlo fino. En realidad, a la diosa se le revolvieron todas las divinas hormonas y, sin poder resistirse, se acercó al bello durmiente y lo besó, suavemente primero y con creciente atrevimiento después, que es como se suelen hacer estas cosas, si se tiene un poco de mundo y experiencia. Trabajó tan en firme la diosa que Endimión se despertó y ella huyó, desapareció. De manera que el buen pastor pensó que todo había sido un sueño y volvió a dedicarse a lo suyo, la arrobada contemplación de los astros y en particular de la Luna.
Selene pensó en lo ocurrido y lo encontró muy satisfactorio, como suele ocurrir. Tanto como para repetir al día siguiente y muchos días más, mientras el pastor dormía. Endimión, al final, reconoció ya a su visitante nocturna, se enamoró de ella y, respetando su deseo de acercarse a él sólo cuando dormía, pidió al dios Hipnos que le otorgara la virtud de dormir con los ojos abiertos para gozar de la visión de la diosa cruzando los cielos y, más importante aún, para verla cuando se posara en tierra, junto a él. En otra variante del mito la diosa visitante es Artemisa, que había jurado permanecer casta —hay que tener cuidado con lo que se jura o promete— y es esta la que le pide a su padre, Zeus, que mantenga dormido al pastor para “poder disfrutar de sus labios”, sólo eso, sin pasar a mayores. Variante difícil de creer literalmente, ya que con estas visitas la diosa tuvo cien hijos e hijas. Por ello, yo supongo que la amante fue Selene, que no había prometido ninguna tontería.
Lo de dormir pudiendo ver es una fruslería para cualquier dios griego. Lamia, hija de Poseidón, fue condenada a no poder cerrar nunca los ojos, pero Zeus le otorgó el don de poder quitárselos y ponérselos, como hace hoy día mucha gente con las lentillas. Las Grayas eran tres hermanas, hijas de Forcis, que vivían en una cueva situada muy lejos hacia el ocaso, en un lugar donde siempre era de noche. Tenían sólo un ojo y un diente para las tres y se los pasaban de una a otra cuando querían mirar algo o comer —esto ocurre también con ciertas brujas de las mitologías germánicas y nórdicas—. Para colmo, Perseo les robó el ojo único, cuando perseguía a Medusa para matarla.
Sobre los ojos es que hay mucho que decir. Leo en alguna parte que, para los sirios, la mujer ideal debe tener el porte de la palmera, el color de la aurora, los ojos de la serpiente, la elasticidad del tigre y una boca que sea un edén de pasión al reír y morder. Lector, tengo que fijarme más en los ojos de las serpientes, que a lo mejor me estoy perdiendo algo. Más cercano y entendible me parece a mí lo de Ekto, mujer de ficción amiga de Polixene, la hermana de Paris, que era “de rara belleza, con largos cabellos rubios y ojos de color cambiante, según el momento”. Esto lo comprendo mucho mejor. De hecho, la señal inequívoca, patognomónica, del amor en todo su esplendor, es cuando se percibe que los ojos de la persona amada cambian como en un calidoscopio y tienen un color indefinible. Cuando esto acaba, el amor está a punto de huir, de marcharse, como ocurre tantas veces.
Termino. Endymion es un bello poema de John Keats —aquí la amante nocturna es Artemisa—, que empieza con el conocido verso: A thing of beauty is a joy for ever (una cosa bella es un gozo para siempre). Está en Internet, claro, como todo, como casi todo.

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