13 de julio de 2016

De encuestas y adivinaciones

Prometí hablar de los sondeos en las últimas elecciones, que tanto fallaron. En la antigua Grecia los adivinos se equivocaban menos y cuando lo hacían se lo tomaban muy en serio. Había muchos oráculos en aquellos tiempos; en Beocia, el oficio de mantis  (mantis, adivino) era el más difundido, después del de labriego, ejercido casi siempre  por hombres, aunque también había mujeres.
Esaco, primogénito de Príamo y de Arisbe —su primera esposa, hija del adivino Mérope—, era un personaje curioso y exaltado, que heredó de su abuelo materno la facultad de predecir el futuro. Se enamoró de una joven troyana, Astérope, que no le hizo caso, por lo que se quiso suicidar muchas veces, tirándose al mar desde un peñasco poco elevado. Nunca lo logró y los dioses, hartos ya de tanto histrionismo, lo mutaron en pájaro pescador para que se zambullera cuanto quisiera en el mar.
Otro adivino fue Tiresias. Zeus le otorgó la clarividencia para compensar que la diosa Hera, su mujer, lo había dejado ciego total por darle la razón a él, en una tonta disputilla que tenían: quién gozaba más en el acto amoroso. Zeus decía que la hembra y Hera que el varón. Tiresias sentenció que el placer se repartía así: nueve décimas para la mujer y una décima para el varón. Tiresias tenía que saberlo porque había tenido los dos sexos sucesivamente. Quizá cuente esa historia otro día.
La hermanastra de Esaco, Casandra, hija de Príamo y Hécuba, profetizaba el futuro y su historia es más complicada. Era bellísima y Apolo —que como otros dioses griegos en lo del amor estaba a lo que cayera— le prometió el don de la profecía si se entregaba. Ella aceptó el trato, pero conseguido el don siguió haciéndose la estrecha; el dios se enfadó tanto que le escupió en los labios, condenándola así a que no se creyeran sus profecías. O sea, que profetizaba y nadie le hacía caso. Estas cosas pasan y por eso se dice que no basta con tener razón, sino que hace falta que te la den. Acabó mal la pobre: esclava de Agamenón, fue asesinada junto a él por Clitemnestra y su amante Egisto.
Lo de Calcas, un adivino aqueo, tampoco resultó bien. Aconsejó el sacrificio de Ifigenia para calmar a la diosa Artemisa, enfadada con Agamenón, padre de Ifigenia, por un bobo comentario de este. Ulises urdió entonces una de sus trampas: llamaron a Ifigenia, diciéndole que se iba a casar con Aquiles, mientras el sacerdote preparaba ya su cuchillo para hundírselo en el níveo pecho. Calcas vaticinó con acierto que Aquiles moriría en combate. Pero en un concurso para ver quién adivinaba más y mejor —como los que hay ahora en la tele para los chefs—, se enfrentó a Mopso de Colofón. Había que predecir cuántas crías pariría una cerda y cuántos higos daría una higuera. Calcas marró y predijo un lechón de más y un higo de menos, mientras que Mopso lo acertó todo. Calcas decidió entonces suicidarse, que no es la mejor manera de arreglar las cosas, me parece a mí. ¿Deberían haberse suicidado los que fallaron las encuestas en la últimas elecciones? Hay diversas opiniones.
Otra clase de adivinación se menciona en el Mahábbarata —epopeya de gran antigüedad, cuya presente versión es probablemente del 400 d. de C. —. Nala es un príncipe enamorado de una dulce princesa que le corresponde. Kali, un semi-dios rival, se apodera por venganza mediante un veneno del cuerpo y alma de Nala, quien, preso del frenesí por el juego, pierde su reino. Vagabundea perdido durante años hasta que se coloca de sirviente con un extranjero capaz de averiguar el número de hojas y frutos de un árbol, por el simple examen de dos pequeñas ramitas del mismo. Hay, dice, 2095 frutos. Nala se pasa toda la noche contándolos y encuentra que su jefe ha acertado. Estimar, a partir de una muestra, un par de ramitas, el número de frutos de un árbol, es un avance de gran calado en el nacimiento del concepto de probabilidad. Recordaré ahora que, para mí, quizá es tan difícil adivinar el futuro como descifrar correctamente el pasado.
Quiero hablar, aprovechando la visita al mundo griego, de las Erinnias. Eran tres, Megera, Alecto y Tisífone (odio, cólera y venganza), y tenían rostro de perro, alas de murciélago, cabellos serpentiformes y un látigo en la diestra. Atormentaban sin piedad a los que habían cometido crímenes o faltas graves. Pero cuando lograban el arrepentimiento del transgresor, se transformaban en tres jóvenes hermosísimas y cariñosas, las Euménides. No me imagino a los tres candidatos que perdieron las pasadas elecciones haciéndole mimitos a Rajoy, incluso si este se corrige, pero sí deberían facilitar la formación urgente de un gobierno, por el interés supremo del país.
Una última reflexión: el pueblo, especialmente en circunstancias adversas, tiende a escuchar más a los que atacan el orden establecido, aunque no tengan razón, y se ha de ser cuidadoso con su veredicto. La oclocracia, o gobierno de la muchedumbre (del griego ὀχλοκρατία), es una de las tres formas específicas en las que, según la visión aristotélica, puede degenerar la democracia. La muchedumbre, al abordar los asuntos políticos presenta una voluntad confusa e irracional, que hace escorar sus decisiones hacia el error. Algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Podría ser.

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