21 de noviembre de 2015

El imposible arte de traducir (II)


Palabras clave (key words): Traducciones, aposiopesis, Gérard de Nerval, Goethe.

En unas pocas páginas de la novela Howards End se pueden apreciar las continuas dudas y problemas que acechan al traductor de cualquier texto, reclamando en él habilidades añadidas al profundo conocimiento de los dos idiomas, el de partida y el de llegada, de toda traducción. He revisado el capitulo XV de la obra y parte del XVI y he escogido sólo los casos más demostrativos.

Aparece en el original inglés la expresión “Then did the card see the wife –”, en el  contexto de una esposa que encuentra una tarjeta de visita en las pertenencias de su marido. Literalmente podría traducirse: “Entonces vio la tarjeta la esposa”, lo que suena mal en español. Eduardo Mendoza tradujo, con buen sentido, “Entonces la esposa vio la tarjeta”. No queda claro por qué Forster construyó tan retorcidamente la frase. Obviamente, trató de elegantizar el diálogo —ocurre entre gente refinada del Londres de 1910—. Para complicar más el embrollo, hay que reparar en el guión que termina la frase, en el texto inglés, que podría suponer un caso de aposiopesis, esa figura retórica en que una sentencia es rota intencionadamente y queda inconclusa; como, por ejemplo, “Más vale solo que…”. La aposiopesis se marca con un guión ‘–’, de longitud equivalente a la letra m (em dash) o con puntos suspensivos (…). Esto no aclara nada, pero lo hago constar porque el guión existe. Y termino, no puedo detenerme más en esta digresión.

Muestro ahora, sin separaciones, un breve diálogo:  Did you say money is the warp of the world? Yes. Then what’s the woof? Very much what one chooses. La traducción literal es: “¿Usted dijo que el dinero es la urdimbre del mundo? Sí. Entonces, ¿qué es la trama? En gran parte, lo que uno elige”.

Cualquiera que conozca la estructura de un telar puede entender la traducción de lo que es una muy afortunada metáfora. La urdimbre es el conjunto de hilos paralelos, en el telar, a través de los cuales pasan los hilos de la trama, para constituir el tejido. El traductor aquí escogió traducir: “¿Tú dijiste que el dinero es el alma del mundo? Sí. Entonces, ¿qué es el cuerpo? Lo que uno elige, en gran parte”. Yo habría traducido literalmente, con una Nota del Traductor, explicando el asunto del telar.

Más adelante: Said the elder woman, quick as lightning. Y la traducción: “Dijo la mayor de las dos mujeres con la rapidez con que se enciende una luz”. Aquí estuvo poco afortunado, a mi juicio: podría haberse traducido “rápida como el rayo, o con la rapidez del rayo, etc.”, respetando la literalidad.

Un poco después, dos cachorritos de perro entran de repente en la habitación y alguien exclama: Oh, Evie, how too impossibly sweet! Literalmente: “¡Oh, Evie, qué demasiado imposiblemente dulces!”. Una traducción así obligaría a arrojar el libro a la papelera más cercana o devolverlo al librero. El traductor prefirió: “¡Evie, qué cosa más mona!”. Hizo muy bien.

Había seleccionado alguna dificultad más, pero me detengo aquí. He transcrito ejemplos que llevan al traductor a lo que es su principal dilema: escoger entre crear un texto que conserve el sentido original, traduciendo ‘pensamientos enteros’ y no simples palabras; o bien, verter literalmente las palabras originales, dejando al lector la tarea de recrear el sentido, si no resultara obvio, si se hiciera oscuro. Es claro que ninguna de las dos alternativas puede ser única y excluyente. El traductor ha de aproximarse más a una u otra, según las características del texto y el efecto final.

Muchas de las traducciones están mal pagadas, lo que limita el elenco de profesionales disponibles. Una traducción bien hecha es un tesoro, es una verdadera obra de creación. En teoría, y en la práctica, puede suceder que ‘suene’ mejor un texto traducido que el original. El infortunado Gérad de Nerval hizo una traducción del Fausto, que entusiasmó a Goethe, quien llegó a decir que la prefería al original alemán. La obra sigue siendo de Goethe, claro. Sirva esta entrada para mostrar mi afecto y admiración hacia tantos traductores excelentes. A los que conozco y a todos.

20 de noviembre de 2015

El imposible arte de traducir (I)


Palabras clave: Howards End, EM Forster, Eduardo Mendoza, Hechos de los Apóstoles.

Lectores amigos, aquí tenéis mi primera entrada, tras la pausa que me impuse en este blog, cuyo único reconocible mérito reside en su ardiente sinceridad. Tiene también la intención de ser útil, de enseñar un poco, dentro de mis posibilidades, y tratar de distraer a mis lectores. Prometí reanudarlo con contenidos amenos, entreverados de humor. También dije que escribo de lo que va surgiendo en mis lecturas, que pueden ser temas de alguna seriedad. Como ahora, que lo hago a raíz de leer en inglés una conocida obra, Howards End, de E. M. Forster.

No es de mis preferidas. Aunque escrita ya en el período eduardiano (del rey Eduardo VII), en 1910, tiene ese ambiente de novela inglesa del siglo XIX, que no me agrada particularmente. El diálogo es muy alejado del normal, sin grandes razones que lo justifiquen. En ocasiones es tan peculiar que tuve curiosidad por ver cómo se había traducido al español. En una edición de Alianza editorial, el traductor fue Eduardo Mendoza, alguien con todas las garantías. Me enfangué un poco en el asunto y medité un poco sobre la traducción, sobre el traducir. Es un tema que he rozado ya alguna vez, incluso en este blog (entrada del 19 de mayo de 2014).

Traducir es una tarea absolutamente meritoria e impagable, a la que no se la reconoce con la debida justicia. En cuanto a su utilidad, es imposible sobrevalorarla. Sin ella, sería imposible conocer un buen número de obras de la más absoluta sublimidad, careciendo los humanos del don de lenguas. Me refiero al derivado directamente de la divinidad, no a la futesa de hablar ocho o diez idiomas. El que se dio en aquella fiesta de Pentecostés, después de la muerte de Cristo, cuando aparecieron unas lenguas como de fuego que se posaron sobre los apóstoles y “quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hechos, 2,3-4). Había allí gentes de todas las naciones que hay bajo el cielo y todos quedaron estupefactos y admirados y se preguntaban: ¿No son todos estos galileos, los que hablan? ¿Cómo cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?

Nadie más tonto, nadie más perverso, que el que no quiere entender. Porque, sigo la cita, “Otros en cambio decían riéndose: ¡Están llenos de mosto!” (Hechos, 2, 13). Es la primera afrenta, el primer insulto documentado en materia de traducción simultánea. ¡Será posible! Pero, ¿qué hay que hacer para que la gente se fije en uno y lo valore como Dios manda? ¿Cómo habría podido yo ofrecer esta cita ahora, si no fuera por la traducción de los Hechos, escritos en un griego difícil, más o menos correcto, según se basaran o no en textos más antiguos de origen seguramente arameo.

Pues ha sido así desde entonces. Traduttore, traditore, citan muchos, que no saben ni imaginan las tremendas complejidades que supone verter lo que se ha escrito en una lengua en otra, conservando el sentido, las palabras, la emoción, la belleza, la música. Todo eso, cuando es posible, cuando se puede, que muchas veces no lo es.

Siguiendo la versión de Mendoza, se me ocurren algunas consideraciones que muestran dificultades en la tarea de traducir. He tenido la fortuna de conocer a varios conspicuos traductores de nuestro país y quiero hablar un poco de esto. Mencionaré sólo a tres: Roser Berdagué, Premio Nacional de Traducción, que ha traducido más de 350 obras del inglés, francés e italiano al castellano y catalán; José Luis Moralejo, catedrático de Latín en la Universidad de Alcalá, también Premio Nacional por su traducción de Horacio, y José Siles, poeta, novelista y traductor de Chaucer, Poe, Keats, etc. Será en una próxima entrada, claro. He aprendido bien que no las sé hacer más cortas; de ciertos temas, resumiendo mucho, puedo lograrlo en dos. Seguiré escribiendo, aunque con menos frecuencia que antes, porque quiero permanecer fiel a mi idea de desconectar un poco del blog; hacerlo menos denso, más personal y sin tanto ocultar los nombres, salvo cuando mis comentarios o críticas sean adversos.
(continuará)