2 de octubre de 2015

El enigma de un escritor español de hoy


Palabras clave (key words): Isidoro Merino, Marcel Reich-Ranicki, Hellmuth Karasek.

Es difícil lo que pretendo hacer, sin aburrir en exceso: comentar un par de párrafos iniciales de un artículo escrito por un novelista español hodierno. Pero lo intentaré. Los retales de texto van en cursiva, lo estridente en rojo. Mis anotaciones en redondas.

Quizá haya alguien que esté de acuerdo, o que descubra que lo está. Distinción banal: se está de acuerdo con algo porque se ha descubierto cierta acordanza. […]  La convicción que se ha apoderado de nuestras sociedades en la práctica de la piratería cultural. Suena mal. La convicción es una evidencia intelectual o moral. El autor se refiere a la convicción “de que la piratería cultural es tolerable”, pero lo expresa mal. […] Ese sentimiento no me ha abandonado nunca, se me ha mantenido intacto… El me sobra. […] Series de televisión que, mientras han durado o aún duran, otro distingo inútil. Es un castellano espeso, trabado con dificultad, innecesariamente detallista.

Nada nuevo, se trata de un autor en el que los críticos comprueban a menudo graves defectos de estilo. Tomo las cuatro primeras citas de la lista que elaboró hace tiempo un periodista, Isidoro Merino. Son construcciones impropias, repeticiones injustificadas, encontradas en sus obras: Pensé que pensaría en su hijo…, Una mirada mirando…, Al hacer este recorrido que hizo…, He sabido cuando supe… Podría haberme ceñido a lo ya espigado por otros: expresiones mucho más chirriantes y disléxicas que las que yo muestro. Pero quería estudiar su prosa de articulista, como hice con una obra suya de ficción, de la que hablaré en el futuro. Adelanto que no se trata de que el autor practique un humor extraño: escribe así. No sé, no sabe nadie, por qué.

Ocurre, y aquí podría empezar lo sorprendente para el lector, que este autor es miembro de la RAE, famosísimo, premiadísimo. El pasmo de algunos críticos que analizaron su obra debió de ser parecido al mío y les llevó a atacarle, muy desabridamente en ocasiones. También sus defensores respondieron con ensañamiento. En mis Apuntes sobre literatura, me referí a este autor, sin nombrarlo. Lo había leído, no me gustó y así lo hice constar. Después vi que otros coincidían en esto. Y luego vino, como me sucede tantas veces, el deseo, la necesidad imperiosa de comprender, de organizar un poco el mundo, el de la literatura en este caso. Y también intervino algo el azar.

El 18 de septiembre de 2013 murió en Frankfurt un crítico literario alemán, de gran prestigio, Marcel Reich-Ranicki. Algún periódico español insistió entonces en algo ya conocido: el papel que este había jugado en la carrera de nuestro autor. Se citaba la obra concreta que le entusiasmó y que divulgó en un programa de la TV alemana, provocando una avalancha de ventas de la traducción. No la había leído yo y me abismé en ella, con la idea de encontrar la oculta clave, sediento de entender, enfermo de ‘sofofilia’. Quince días antes que el alemán, había muerto en Sevilla Manuel García-Viñó, uno de los más acerbos críticos del polémico académico. Fenecen los amigos, los enemigos. Todo pasa, nada queda, ¿para qué hacer nada? Pero esto no toca ahora.

La leí y seguí sin explicarme el éxito de la obra y del autor. Es la envidia, se dirá, ya me lo imagino. Escribí entonces una larga exégesis de la novela, que guardé cuidadosamente. Hace poco cayó también en mis manos el artículo que menciono al principio. Finalmente, veo en un periódico alemán que, el 29 de septiembre pasado, murió en Hamburgo Hellmuth Karasek, un crítico colaborador de Reich-Ranicki. Por todos estos hechos, el asunto, el atenazador enigma, se reavivó en mí.

Aún no he hecho públicas mis ideas, mi sentir, sobre el exitoso escritor, pensé. Y he decidido hacerlo ahora. Aunque no escribo su nombre, sé que dejo pistas para quienes conocen el tema. Pero si algún lector lo identifica, la culpa no será enteramente mía, sino fruto también de su perspicacia. Mis páginas sobre el tema, en unas cuantas entradas próximas, quizá sirvan de colofón a este blog, que empieza a cansarme. Porque no deja de ser una pequeña vanidad más, de las muchas del mundo, esas que nunca me ofuscaron del todo.

29 de septiembre de 2015

Salamanca, Galicia y la creación del mundo


Palabras clave (key words): huerto de Melibea, mirador de Cotorredondo, creación del mundo.

Me escapé unos días a Galicia, huyendo del inevitable tratamiento mediático de las elecciones en el avispero catalán. Estaba ya at the end of my rope, como dicen los americanos; hasta el gorro, que diría un castizo. De todos: aburren a las ovejas. Tenía cita en Salamanca con amigos canadienses que iban de Oporto a Munich, en coche. Hace tiempo, escribía sobre mis viajes —algunos de los relatos están recogidos en mi libro Silva epistolar—, pero ahora me cansé, por lo que sólo hablaré muy poco de este.

Salamanca, como siempre: la alegría, la bulla, la juventud y casi, casi, la felicidad, una cierta forma de la felicidad, en la Plaza Mayor; sobre todo si se llega al atardecer, cuando la piedra franca de Villamayor se transmuta en oro. Con las muchachas en flor, sentadas despreocupadamente en el suelo y con los chicos discretamente al acecho, a su sombra, como ha sido siempre. He venido aquí muchas veces y siempre me es grato retornar. Estuvimos un buen rato en el huerto de Melibea, en el que entró Calixto persiguiendo un halcón, como quizá recordéis de La Celestina, y así empezó todo. Estas cosas pasan. Es un sitio tranquilo, al lado de un albergue de peregrinos, desde el que hay espléndidas vistas de la catedral y de la ciudad.

En la entrada al huerto, un busto de Celestina, con palabras tomadas del “aucto dozeno” de la inmortal obra, que no dejan de ser justas y verdaderas. Cuenta la vieja a Sempronio, criado de Calixto: Que soi una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Bivo de mi ofiçio, como cada cual ofiçial del suyo, mui limpiamente. A quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal bivo, Dios es el testigo de mi coraçon”. Por Dios, ¿no es atinado y correcto su discurso? Por no hablar del estilo: la vieja sabía hablar, eso no lo duda nadie.

De Galicia podría contar miles de cosas. Sólo mencionaré la visita al mirador de Cotorredondo, llamado también de las tres rías, en el municipio de Vilaboa. Asistí allí, hace muchos años, a la propia creación del mundo, y, naturalmente, quería repetir esa experiencia. No fue fácil —voy sin GPS, quizá con él la empresa habría resultado más hacedera—, porque en España, a veces, las señales de tráfico son inexistentes o de difícil, o imposible, interpretación. En Galicia, alejarse de las autovías es pasar al otro lado del espejo, entrar en un país enmarañado y de ensueño, donde es un gozo perderse. Mi mapa, detallado, última edición, ayudó poco. Pero pudimos llegar al mirador.

Y allí, otra vez el milagro: las tierras y las aguas aún sin separar, como antes del segundo día de la creación, cuando Dios dijo: Acumúlense las aguas de debajo de los cielos en un solo lugar y aparezca suelo seco (Génesis, 1, 9). Se puede ver el mundo como era antes de ese día. No se sabe hacia dónde cae el mar, el océano, y hacia dónde la tierra, todo está mezclado y confuso, como estuvo en el caos original; no existían todavía los puntos cardinales. Sólo si va uno con un indígena avezado, un mentor gallego de por allí, puede distinguir las tres rías: Arousa, Pontevedra y Vigo.

Todo ha sido como la primera vez, cuando era joven. Hay algunas cosas, pocas, que no cambian y nos hacen pensar que vivimos en un mundo eterno. Hice fotos, pero ni las muestro: imposible trasladar ese paisaje. Cuando se separaron las aguas de las tierras, debieron de sobrar algunas piedras enormes, aisladas, que siempre he pensado que son las que están en la sierra de Grazalema, en Cádiz. No sé cómo llegaron allí.

Estuvimos en O Grove, en Illa da Toxa. La leyenda cuenta que un párroco de San Martiño llevó a la isla, deshabitada entonces, un borrico con una enfermedad incurable de la piel, para dejarlo morir. Volvió, pasado un tiempo, para enterrarlo y lo vio vivo, feliz y rozagante, bañándose en unos lodos calientes que brotaban de la tierra. Así se descubrieron esas aguas termales. Galicia es toda leyenda. Un libro de la mítica Austral: Las leyendas tradicionales gallegas, de Leandro Carré Alvarellos. Por si te interesa, lector.