4 de septiembre de 2015

Sobre el cardenal Gil Álvarez de Albornoz


Palabras clave (key words): cardenal Albornoz, Cola di Rienzi, Collegium Hispanicum.

Prometí que hablaría de Cola di Rienzi y del cardenal Gil Álvarez de Albornoz, ambos del siglo XIV. Explicaré eso que dije de que comí el pan y bebí el vino de este último. Tengo ya unos años, pero estoy casi seguro de que nací posteriormente al siglo XIV, aunque confieso que hay partes de mi pasado que no recuerdo bien. Lo que sí ocurre es que he sido colegial del Real Colegio de España en Bolonia, fundado por este cardenal mediante donación de todos sus bienes en Italia, incluyendo tierras y viñedos que aún se conservan.

Albornoz nació probablemente en 1302, en Carrascosa del Campo (Cuenca), e inició su educación en Zaragoza, con su tío don Jimeno de Luna, obispo de la ciudad. El historiador Juan Ginés de Sepulveda, que escribió su biografía, De vita et rebus gestis Aegidii Albornotii, en Bolonia, entre 1515 y 1523, asume que siguió sus estudios en Toulouse, aunque es más probable que lo hiciera en Montpellier, donde iban muchos nobles catalanes y aragoneses. Hay otra más antigua biografía del cardenal, de 1506, en latín y aún inédita, de Giovanni Garzoni, médico famoso y catedrático de Filosofía en la universidad de Bolonia, escrita en colaboración con Rodrigo de Bivar.

Vuelto Albornoz a nuestro país, pasa a Castilla, hacia 1325. Su carrera eclesiástica es rápida y en 1338 es ya arzobispo de Toledo y consejero del rey Alfonso XI. Cambia su suerte con la ascensión al trono de Pedro I y se exilia en Avignon, donde el Papa Clemente VI le concede el capelo cardenalicio, en 1350. Desde entonces su vida transcurre fuera de España y es enviado dos veces a Italia, como legado pontificio a látere, para arreglar la situación de los estados de la Iglesia, que, desde el traslado de la sede papal a Francia, están en completo desorden y son prácticamente independientes.

La primera legación comienza en 1353. El nuevo Papa, Inocencio VI, perdona a Cola di Rienzi, un soñador humanista que aspira a restablecer el modelo de la antigua república romana y que estaba preso y condenado a muerte, y lo envía a Italia para que ayude al cardenal español, con el que llega a Roma en agosto de 1354. Una vez allí, las actuaciones de este impredecible tribuno italiano originan un verdadero caos y hay un motín popular. Es entonces cuando, en la novela Bomarzo, se cuenta que huyó disfrazado y fue reconocido por el valioso brazalete que llevaba puesto; se trata, probablemente, de una fantasía de Mujica. Sí es cierto que fue detenido y decapitado, quemado su cadáver y las cenizas arrojadas al Tíber. Superado este incidente, Albornoz logra la casi total reincorporación de los estados eclesiásticos al Papado.

Tras esta dificilísima misión, le sustituye Androin de la Roche, abad de Cluny, que no es capaz de mantener el equilibrio logrado en el complicado tablero italiano, lo que hizo necesaria una segunda legación albornoziana en 1358. Otra vez ha de luchar este en todos los frentes, el militar, el diplomático y el jurídico, para restablecer el poder papal en sus estados. Arreglado todo, el abad de Cluny queda de nuevo al mando y Albornoz permanece como legado en Nápoles. Hay que resaltar que el éxito del cardenal fue exclusivamente mérito suyo, por su tenacidad, su resistencia frente a los vaivenes de la fortuna, su experiencia de los hombres y de las cosas. Por su lungimiranza (clarividencia), para emplear una bella palabra italiana.

Murió en Viterbo, el 24 de agosto de 1367, tras otorgar todo su patrimonio, inmenso por las sucesivas donaciones de los pontífices, para la fundación de un Collegium Hispanicum en Bolonia, en el que los estudiantes españoles pudieran proseguir su formación. Colegio que, salvo cortas interrupciones, durante la invasión napoleónica y la segunda guerra mundial, permanece operativo en la actualidad y es, si no el más antiguo de Europa, el que ha mantenido su actividad más continuadamente.

Es imposible contar la historia de este prelado excepcional, en una entrada o en varias. También tuvo relación con el misterioso, evasivo autor del Libro del buen amor, pero eso da para contarlo en otra entrada.

1 de septiembre de 2015

Inexistente fuga de Clemente VII del castillo de Sant'Angelo


Palabras clave (key words): Bomarzo, Georg von Frundsberg, Cola di Rienzi, Gil de Albornoz.

Confesé ya otra veces que no tenía, al empezar este blog, ningún plan o programa preconcebido con obligación de cumplirlo. Tampoco lo he tenido después. Lo que no quiere decir que no haya una cierta estructura en su desarrollo, alguna escondida lógica que explique la secuencia de las entradas del mismo. En general, derivan de mis lecturas del momento y otras lecturas más antiguas a las que aquellas me remiten.

Estoy releyendo —ahora, como le sucede a otras personas de mi edad, releo más que leo, porque me interesa poco la literatura contemporánea— una extraordinaria novela de Manuel Mujica Láinez, Bomarzo y aquí tengo que intercalar una muy sentida recomendación al lector, por la que pido disculpas: Si no has leído esta novela, deja lo que estés haciendo, abandona tu casa y tu familia —bueno, tal vez esto no sea absolutamente necesario— y vete a la librería más próxima a comprarla o robarla, si estás apurado.

Durante el famoso saqueo de Roma por parte de tropas españolas y alemanas, en 1527, el Papa Clemente VII pudo huir desde el Vaticano al castillo de Sant’Angelo por corredores secretos. En la novela se cuenta que también huyó después del castillo hasta Orvieto “disfrazado de buhonero, con un solo acompañante”, gracias a la ayuda del cardenal Pompeyo Colonna. La situación era como para huir, porque al mando de las tropas teutonas venía Georg von Frundsberg —luterano, para quien el Papa era la encarnación del mal y el verdadero Anticristo— “blandiendo una soga con la que juraba ahorcar al vicario de Cristo”. El irascible perseguidor murió de una apoplejía y no pudo culminar su inocente propósito. Así es la vida, llena de frustraciones.

La novela de Mujica es de las históricas, lo que obliga a ser extraordinariamente cauto a la hora de creerse las cosas que se narran en ella. El autor fue persona muy culta y las inexactitudes en su obra no derivan de ignorancia de los hechos, sino de su intención estética y su designio de relatar la historia de una determinada manera. Lo cierto es que Clemente VII no huyó del castillo de Sant’Angelo, que dicha fuga no existió. En la realidad los acontecimiento fueron como reseño a continuación.

Las habitaciones destinadas al papa y a los cardenales estaban en el segundo piso del castillo y su custodia, educada, respetuosa, fue encargada a veteranos españoles venidos de Nápoles, al mando de Hernando de Alarcón. Había una gran preocupación por evitar cualquier evasión, por las funestas consecuencias que podrían derivarse para los propios evadidos, si caían en manos de tropas imperiales sin control, enzarzadas en el saqueo de la ciudad. Sólo el cardenal Trivulzio intentó escaparse, disfrazado de mercader, pero fue interceptado y reducido sin ulteriores represalias.

No hubo fuga del Papa. Clemente VII abandonó Sant’Angelo sólo tras firmar los pertinentes acuerdos con el emperador. Sí es verdad que salió de incógnito, mezclado con los capitanes españoles, para evitar ser reconocido por los lansquenetes, que no habían recibido aún su soldada y estaban muy agresivos. Pero huyó mediante trato pactado con el Príncipe de Orange, perfectamente conocido y avalado por Carlos V.

De manera parecida, cuenta Mujica, había intentado huir doscientos años antes Cola di Rienzi, con ropas de faquín y un colchón sobre la cabeza, pero fue reconocido por el brazalete de oro que llevaba. Y aquí ya surgió una de esas oscuras asociaciones que vertebran este blog. Porque Cola di Rienzi tuvo relación con un cardenal español que me es próximo: he comido su pan y he bebido su vino. Hablo de Gil de Albornoz, fundador del Colegio de San Clemente de los Españoles en Bolonia —la dotta, la grassa, la rossa—, en el que pasé algún tiempo de mi juventud. Los dos personajes son del siglo XIV y tengo que hablar de ellos en otra ocasión. Aviso ya de que no hay que confundir a este Albornoz con el también cardenal Gil Carrillo de Albornoz (1579-1649), hombre de confianza de Felipe IV y Gobernador unos años del Milanesado.