28 de marzo de 2015

Sobre algunas ideas que influenciaron mi vida


Palabras clave (key words): Ortega, Gómez de la Serna, Romain Rolland, Clérambault.

Después de no pocos rodeos, me adentro ya en las ideas, las creencias, las frases que influyeron en mi vida y que, naturalmente, son muy variadas y numerosas. Me referiré sólo a dos. Si al hablar de las ideas fuerza o de Maledetti Toscani, alguien puede disentir de mis opiniones y pensar, hasta con razón, que estoy equivocado, no podrá hacerlo ahora, en esta entrada, porque hablo sólo de mis vivencias y soy absolutamente sincero. Mostraré dos frases que marcaron mi vida, o ciertos momentos de mi vida. Hablo, pues, de mi propia vida y de mi verdad.

Una de ellas anidó tan tempranamente en mi alma que ni recuerdo exactamente de quien es, aunque estoy casi seguro de que procedía de Ortega: Lo más hermoso de la vida es huir, descomprometerse y sentirse libre. Recuerdo, ya no tan literalmente, algo más, quizá del mismo entorno textual: En la vida hay muchas cosas que son difíciles de conciliar, antítesis que son imposibles de solucionar, pero cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas. Es un canto muy orteguiano al optimismo vital, a la capacidad creativa, fáustica del hombre.

Traté de comprobar si los dos párrafos son de Ortega y escribí parte de ellos en Google, como hago a veces. El segundo sí lo encuentro en un texto del filósofo, pero el primero aparece en un capítulo dedicado a Picasso, de título Picassismo, extraído de la obra Ismos, de Ramón Gómez de la Serna, de 1931. Aun así, creo que el original es orteguiano y que Ramón copió en esto al maestro. Ahora mismo no lo sé, es una conjetura.

Esas ideas, las pensara quien las pensara, dejaron su impronta indeleble en un muchacho de diecisiete años. Creí en su verdad, las encontré ajustadas a mi manera de ser, a lo que quería hacer con mi vida. En algún momento, descubrí también su encanto engañoso. En una carta a un buen amigo de entonces, decía: El Paco Luis (mi nombre de niño y de muy joven), el que pensaba que “lo más hermoso de la vida es huir, descomprometerse y sentirse libre” ha muerto, cuando tenía veinte años de edad. Murió, porque, de repente, comprendió que hay cosas que no se logran con la huida sino con la estancia. Murió, porque se dio cuenta de que, frente a la felicidad del descompromiso estaba la de sentirse ligado a la Tarea por el agridulce yugo de la obligación. Porque entendió que la libertad sólo tiene sentido como un descanso merecido.

No se ha ido a la tumba ni triste ni arrepentido, seguía mi carta, sino alegre. Porque fue feliz huyendo y descomprometiéndose, pues creía que lo espléndido y cegador de la vida era eso. Y huyó y se descomprometió sin herir a nadie, ni hacer daño a ninguno, salvo quizá a él mismo y esto no puede importar a los veinte años. Y porque murió pensando ya en una gloriosa resurrección. Y eso es verdad, en eso ando ahora, más despreocupado que nunca y muy ligero de equipaje.

Podría eternizarme con ejemplos como el anterior y escribir miles de entradas. No lo voy a hacer. Sólo mencionaré otra cita, porque sigo comprometido con ella, aquí sin ningún titubeo y me hace comportarme de manera quijotesca y me crea problemas, sin poder evitarlo: Todo hombre que es un verdadero hombre debe aprender a quedarse solo en medio de todos, a pensar solo por todos y, si fuera necesario, contra todos. Es de Romain Rolland, un escritor francés, pacifista convencido, apasionado por la justicia, premio Nobel en 1915 por su obra llena de idealismo y amor a la verdad. De su libro Clérambault, que trata de Gaëtan de Clérambault, psiquiatra, condecorado por su valor en la primera Guerra Mundial con la Cruz de la Legión de Honor, que se suicidó en 1934. Dio su nombre al síndrome de Clérambault, un trastorno mental del que quizá hable un día.

26 de marzo de 2015

Sobre las ideas fuerza


Palabras clave (key words): Alfred Fouillée, ideas fuerza, Weltanschauung, Ortega.

Lo de las ideas fuerza, término que estaba mucho más en el ambiente intelectual de mi juventud que ahora, viene de un filósofo francés, Alfred Fouillée (1838-1912), creador del concepto. En esencia —no hacen falta muchas complicaciones—, desarrolla la noción de que algunas ideas no son meras representaciones pasivas del mundo, de la realidad, sino que están dotadas de una cierta fuerza o energía, que nos impulsa a conducirnos de una determinada manera. Tienen la potencialidad de convertirse en factores activos, dinamógenos, y condicionar nuestras actuaciones en la vida real.

Que la ideas sean capaces de influir en nuestra manera de percibir la realidad, eso que en alemán se designa como Weltanschauung, parece poco discutible. Esta palabra, atribuida a Wilhelm von Humboldt, aunque fue usada antes por Kant y Hegel, sigue siendo frecuente en los textos ensayísticos y goza de buena salud. Sin precisiones innecesarias, podría reservarse la calificación de ideas fuerza para aquellas que, dotadas de una potencialidad activa, influyen especial y  necesariamente en nuestras acciones y en nuestra manera de actuar en el mundo.

Todo puede complicarse —y los filósofos son gente bien dotada para esta tarea—, pero aun así, parece claro que la idea de que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos ha de influir menos, en nuestra actitud vital global, que la idea de que hemos de morir ineludiblemente. Sin olvidar la importancia de la primera idea para ciertas tareas; como, por ejemplo, calcular el tamaño de una viga para una construcción.

Las ideas fuerza resultan determinantes para que una conducta se establezca o una acción progrese. Están dotadas, en el conjunto de nuestro psiquismo, de una especial trascendencia por su influencia en nuestro pensar y obrar. Otra vez, Ortega arroja luz en el tema, con terminología distinta. Habla él de ideas y creencias, siendo estas últimas convicciones que nos permiten actuar y manejarnos en el mundo.

Cuando Ortega analiza la diferencia entre las dos entidades, insiste en la diferente significación que tienen para la persona. Las creencias operan desde lo más profundo de nuestra mente, contamos con ellas cuando pensamos,  porque son los supuestos básicos de nuestras argumentaciones, y también cuando actuamos, porque son los supuestos básicos de nuestra conducta. Las creencias constituyen la base de nuestra vida, en ellas “vivimos, nos movemos y somos”. Sin embargo, Ortega no olvida señalar su pluralidad: no son sólo religiosas, sino científicas, filosóficas, vitales… Se alojan en nuestra mente como se instalan en nuestra voluntad ciertas inclinaciones. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas.

En relación con todo esto, yo querría contar, de la manera más sincera, algunas de las ideas (ideas fuerza, creencias) que influyeron notoriamente en mi vida. Se trata de cosas en las que creí, en las que creo, y que me hicieron intentar vivir de una cierta manera. Luego la realidad se encargó de embridarme bien y obligarme a seguir las pautas de comportamiento social imperantes, como ocurre casi siempre. Aun así, quedó el intento, la moderada y manejable rebeldía, la afirmación personal más o menos domeñada con el paso de los años. Contaré sólo algunas de estas ideas, de estos credos, en mi próxima entrada.

23 de marzo de 2015

Aún más sobre Maledetti Toscani, de Curzio Malaparte


Palabras clave (key words): santos en Italia, Franco Sacchetti, sobre el pasado, Úbeda.

Tengo que hablar más de Maledetti Toscani; no puedo dejar de hacerlo y estamos en las de siempre. Me fijaré especialmente en aquellos temas que serían trasladables a nuestro país y en aquellas vivencias que son similares a las mías.

Distingue Malaparte entre los santos de Umbria y los de Toscana: È certo una vita difficile, quella dei Santi in Umbria, tanto difficile quanto è facile quella dei Santi in Toscana. Porque los santos en la Toscana, explica, se cuidan de no exagerar y hacen milagros que parecen verdaderos, que todos los pueden hacer, o creen que los pueden hacer, milagros de todos los días. En cambio, los santos en la Umbria hacen milagros de esos que parecen falsos, “tanto son pallottolosi, arzigolati e riccioluti” (aquí sí traduzco, sin extrema exactitud: peloteros, extravagantes y ensortijados), como si se las dieran de que sólo ellos son capaces de hacerlos. En Toscana los milagros no los hacen los santos, que no los saben hacer, sino hombres como Giotto, Arnolfo, Massacio, Donatello, Brunelleschi, Michelangelo… Son miracoli da uomini, voglio dir da toscani.

Es arriesgado ser santo en Italia. En las fiestas, prosigue Malaparte, con el calor y el vino, algunos cofrades se calientan de manera que, si algo sale mal, la emprenden a bastonazos con el santo. Porque los sacan para que llueva, traen la lluvia y resulta que ellos han olvidado los paraguas en casa. O los escopetean, porque llueve demasiado cuando el grano está ya maduro. O porque la cerda ha muerto, o porque no hay pesca en el río. En Nápoles, si la sangre de su San Genaro no se licúa bien y pronto, lo insultan, le llaman cornudo, le tiran los zapatos a la cara. Todo está exagerado, lector, en clave de humor. Historias, bromas, parecidas se cuentan en España.

Cuando Malaparte habla de Prato, donde nació, las añoranzas lo embargan y afirma que todo es gentil allí, todo es antiguo y nuevo. Hay una serenidad ática en el aire. No hay nadie en el mundo que sea más griego que un toscano, más ateniense que un florentino. En la Toscana vive todavía aquel noble espíritu de libertad que floreció en Grecia. Franco Sacchetti, un florentino del siglo XIV, autor de Il trecentonovelle, colección de relatos inspirada en Giovanni Boccaccio, quizá también florentino, se enfrentó al mundo “porque quería ser libre como una mariposa”.

Muchos de estos sentimientos son análogos a los míos, que escribí, hace tiempo: “Revivo mi niñez en Úbeda, esa joya renacentista, y la veo como un trozo verdadero del Ática, preservado por el designio de algún dios benévolo. Siempre la he sentido así, un vestigio olvidado y anacrónico de la Grecia clásica”. Un médico de allí, Pascual Iniesta, a quien traté algo en Madrid, poco antes de que muriera, escribió unos hermosos versos —se refieren a Úbeda y Baeza—, que reflejan el mismo sentir: “Eran las dos hermanas, dos ciudades antiguas, / dos acrópolis clásicas, dos custodias en alto”. Ese ambiente ha de influir en sus habitantes, no se crece impunemente entre tanta belleza.

También recuerda Malaparte el pasado desvanecido en Prato, los ruidos de los telares antiguos, el batir de los martillos sobre los calderos, el silbido de los trenes en la vieja estación, los olores de entonces, el más glorioso de sus mendigos, Bernocchino...

De Úbeda, yo también recuerdo un mundo que se esfumó para siempre. Estaba poblado por seres absolutamente grandiosos y, sin embargo, exquisitos y benéficos. Hacían o reparaban zapatos, trabajaban la hojalata, el esparto, las pieles o el barro y de sus manos salían, como por arte de magia, todas las cosas necesarias para vivir. Los veíamos al asomarnos a sus talleres o directamente desde la calle. No menciono sus nombres, pero los tengo bien guardados en mi memoria, en mi corazón.

He de dejarlo ya. Todo empezó por un anuncio quizá algo gracioso y derivó a lo de las ideas fuerza y a las creencias que influyeron notoriamente en mi vida. Hablaré  pronto de todo eso, que no lo he olvidado. Un peculiar, no muy conocido, Malaparte me entretuvo.