3 de enero de 2015

Sobre el amor al pasado


Palabras clave (key words): Robinson, amor al pasado, García Márquez, Leopardi

Ya dije, hablando de las pequeñas frases felices, que mencionaría a una escritora inglesa del XIX, Agnes Mary Frances Robinson. Cito unos versos de su obra An Italian Garden, de 1886, tal vez la cumbre de su producción poética: “In warm or wintry weather / the Siren loves the sea, but I the Past; / upon my rock I sing alone, alone”. Me interesa sólo el segundo verso: la sirena ama el mar, pero yo el Pasado. Encontré la referencia en un escritor francés de ese siglo, Paul Bourget, de la Académie Française, que empezó a estudiar Medicina y la abandonó para dedicarse a las Letras.

Robinson fue una autora famosa, aunque ahora casi nadie la recuerde. Un crítico de la época escribió de ella: “Perhaps no living English poet, after Swinburne, is nearly so well known abroad” (Quizá ningún poeta inglés, desde Swinburne, es tan bien conocido en el extranjero). Así es de fugaz la gloria literaria, como tantas otras famas. Traigo la cita aquí, porque yo también amo el pasado, con algo de apasionamiento.

El amor al ayer, que en casos excesivos puede constituir una patología, no es nada inusual o extraordinario. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, dice que “sólo lo pasado es hermoso” y Anatole France, en La azucena roja, afirma que “el pasado es la única realidad humana. Todo lo que es, es pasado”. Sin entrar en profundos análisis sobre esa realidad y su relevancia vital, es verdad que, cuando se escribe desde cierta edad, muchas veces se abre sin querer la flor nostálgica del pasado, de lo que fue y ya no existe. Hasta las personas más activas, que viven con intensidad su presente, se encaran a veces con los tiempos viejos, se refieren a ellos con frecuencia y se instalan en los recuerdos.

Todo tiene su justa medida; refugiarse en los dulces vestigios de los tiempos idos puede hasta malograr el presente. Pero también puede hacerlo renovado y espléndido. Gabriel García Márquez, en esa obra cenital que es El amor en los tiempos del cólera, cuenta que Fermina Daza, cuando después de casi toda una vida encuentra de nuevo a Florentino Ariza, su eterno enamorado, “sintió pasar el ángel quimérico del pasado, y trató de eludirlo”. “Porque todo ha cambiado en el mundo”, se justificó. A lo que Ariza contestó, tajantemente: “Yo no”. Al final, el nunca soterrado amor triunfa. Una de las muchas claves de la novela es la coexistencia de personas para las que el pasado se desvaneció para siempre, y otras que lo creen capaz de renacer, de volver ubérrimo.

Cuando el futuro se presenta limitado y nos coge ya cansados, encuentro razonable que uno torne su vista a los bellos momentos del ayer. Ese terrible y lúcido pesimista que fue Giacomo Leopardi los interpela muy directamente, en Le ricordanze: Chi rimembrar vi può senza sospiri, / o primo entrar di giovinezza, o giorni vezzosi, inenarrabili… (Quién os puede recordar sin suspiros, oh, primera entrada en la juventud, oh, días encantadores, inefables...).

Algo parecido podría escribir yo. Me ocurre que, al rememorar mi vida, siento un cierto rubor, porque ha sido relativamente amable conmigo, cuando es despiadada para mucha gente. Y eso no me parece justo. Pienso que no he hecho nada especialmente meritorio para haber disfrutado de esa ventaja. Salvo quizá ser poco ambicioso. A Nietzsche le parecía bien la gente así y esto me consuela. En el prólogo de Así hablaba Zaratustra, escribe: Ich liebe Den, welcher sich schämt, wenn der Würfel zu seinem Glücke fällt (amo al que se avergüenza si el dado cae a su favor). 

Lector, el dado cae a favor o en contra por puro azar; las tiradas son sucesos perfectamente estocásticos. Pero la vida no es un juego de dados y hay en ella demasiadas trampas.

29 de diciembre de 2014

De la cambiante Fortuna (fin)


Palabras clave (key words): Yusuf Ibn Tasufin, destierro y muerte en Aghmat

Al-Mutamid accedió al trono sevillano con veinticinco años y creó una corte exquisita, plena de poetas y literatos, entre los que se contaban su visir Ibn Ammar, Abd al-Jabbar ibn Hamdis, Ibn Zaydun, Ibn al-Labbana, Bakr ibn Abd as-Samad, etc. El mundo era todavía un jardín feliz y el rey siguió amando apasionadamente a su esposa, satisfaciendo todos sus caprichos, lo que quizá no es aconsejable, según los expertos. Cierta vez nevó en Córdoba, que había sido tomada por Al-Mutamid, e Itimad quedó tan encantada que pidió al rey vivir en un lugar en donde pudiera ver ese espectáculo cada invierno. Al-Mutamid hizo traer de la vega de Málaga más de un millón de almendros, que se plantaron en la ladera de la sierra, frente a los ventanales del Alcázar, para que su floración anual remedara un campo nevado. Así Itimad estuvo contenta y además hubo almendras para dar y tomar. Le dio al rey seis hijos y varias hijas, una de las cuales, Zubaydah o Zaída, se casó con Alfonso VI y también fue citada en este blog, junto a un Romance de la mora Zaída, lleno de inexactitudes históricas.

¡Cómo puede cambiar tan atrozmente la fortuna de los seres humanos! Todos sus hijos murieron en el campo de batalla, lo que rompió el corazón de los reyes. Ibn Ammar, su mentor y amigo, quizá también su amante en la juventud, lo traicionó y murió a sus manos. En la tercera oleada de los almorávides en Al-Andalus, su caudillo Yusuf Ibn Tasufin se apoderó de varias taifas y, tras seis días de matanzas, envió a Al-Mutamid y su familia al destierro en África, en el año 1091. El pueblo de Sevilla se llegó hasta las orillas del río para ver partir a sus reyes al cautiverio. Ibn Labbana describe la escena: “Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban en las naves como muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban aquellas perlas sobre las espumas del río…”.

Los prisioneros fueron conducidos hasta Meknes y luego a Aghmat, un poblado bereber, primera capital de los almorávides, a unos treinta kilómetros de Marrakesh. Al-Mutamid se refugió en la poesía, recordando a veces su amada Sevilla: “Me pregunto si alguna vez pasaré una noche / con jardines de flores y estanques a mi alrededor, / donde haya verdes olivos plantados, / donde las palomas canten y resuene el suave cántico de los pájaros”. Pobre Al-Mutamid, no habrá otra noche así. Sólo tendrás el recuerdo.

Y la visión de su familia en la miseria. La cambiante Fortuna los arrojó a todos desde la cima del poder y la gloria a la abyección de la pobreza y el sufrimiento. A la vista de su esposa e hijas hilando, se lamentaba: “Ver tus hijas en harapos, hambrientas, / sin dinero, hilando para otras gentes, / pisando la dura arcilla, descalzas, humilladas, / como si jamás hubieran pisado almizcle y alcanfor”.

Todavía una pequeña, última, esperanza: uno de los hijos supervivientes, Abd al-Jabbar, se rebeló en Al-Andalus. En unos pocos meses la rebelión fracasó y el hijo fue muerto. Itimad, incapaz ya de soportar tanto dolor, enfermó gravemente y murió al poco tiempo. En el año 1095, Al-Mutamid, vencido cruelmente por el infortunio, encadenado desde que se conoció el levantamiento del hijo, murió, a la edad de cincuenta y dos años. La rueda de la Fortuna interrumpió ya su girar, consumado el descalabro. El Dios al que Al-Mutamid pidió morir en Sevilla no tuvo en cuenta su ruego y los restos de Itimad y Al-Mutamid se levantarán, tal vez airados, en la tierra de Aghmat, el día de la resurrección. En cambio, el caudillo Yusuf Ibn Tasufin, que desde el 1073 se titulaba ya emir, el que derrotó y desterró a Al-Mutamid, murió en el poder once años más tarde que este, con casi el doble de su edad, en el 1106, a los noventa y siete años, en la cercana Marrakesh. En un reducido espacio del mundo descansan los dos. La Muerte igualó al fin sus destinos.

28 de diciembre de 2014

De la cambiante Fortuna


Palabras clave (key words): Sevilla, rey poeta al-Mutamid, Itimad, poesía andalusí

Escribir un blog, escribir cualquier cosa, no deja de ser un suplicio, aunque pueda revelarse como irrenunciable: uno ha de estar pendiente del tamaño del texto, del tiempo que llevará leerlo. Vuelvo de Sevilla, de visitar los lugares de siempre, adobado todo con la nostalgia con que se reviven las cosas a una cierta edad. Describir someramente mis andanzas me llevaría montones de páginas, pero sólo referiré un episodio triste y sentimental. En mis condiciones todo está ya entreverado: con los recuerdos, la historia, la literatura y, casi siempre, con el desencanto y la compasión.

Iniciaré mi narración en los Alcázares Reales, en uno de sus bellos jardines, el de la Galera, donde hay una columna con unas palabras, una oración, de un rey poeta sevillano del siglo XI, Abu al-Qasim Muhammad ibn Abbad al-Mutamid: “Dios decrete en Sevilla la muerte mía y allí se abran nuestras tumbas en la resurrección”. Nada de eso ocurrió ni ocurrirá. El Destino tenía otros planes y los contaré brevemente.

Ya mencioné yo a este rey en mi blog, entrada del 19 de marzo de 2013, en sus días de vino y rosas, cuando conoció, junto a su amigo y visir Ben Ammar, a la hermosa esclava que sería luego su esposa, Itimad. La llamaban entonces Rumaykiya porque pertenecía a un mulero —sí, lector, un mulero— de nombre Rumayk ibn al-Hajjaj. El rey, que se enamoró nada más verla, la rescató. Tenían los dos diecinueve años. Y todavía hubo más tiempos felices, cuando Rumaykiya le dijo al rey, ya de mayores: “Te amo aún más que en nuestra juventud”. ¡Qué cosas, Dios mío, qué ternezas! ¿Se lo oiría esto don Claudio o se lo inventó también?, me preguntaba yo en aquella entrada, porque leí el formidable piropo en la novela Ben Ammar de Sevilla, de Sánchez Albornoz.

Ibn Bassam al-Shantarini fue un poeta e historiador nacido en Santarem, pero que vivió en Andalucía y murió en el año 1147. Su obra más conocida es la antología Dhakhira fî mahâsin ahl al-Gazira (Tesoro de los méritos de la gente de Iberia). Es muy interesante porque en ella recoge muchas noticias del Kitab al-Matin, de Ibn Hayyan (987-1075), historiador nacido en Córdoba, contemporáneo de al-Mutamid. Ibn Bassam dice del rey sevillano, que su poesía era más dulce que el cáliz en flor de las ‘plantas de olor’ y no tenía rival en cuanto a su ternura. Eran poemas dedicados al amor en general, a la deslumbradora belleza de las mujeres. Refiriéndose a una joven concubina, escribió: “Desabrochó su vestido, para que pudiera ver / su cuerpo, flexible como un árbol. / El cáliz se abrió entonces / y, ¡oh!, qué bella era la flor!”.

Otro poema de amor: “Sus penetrantes ojos partieron mi corazón en dos, / y mis ojos lloraron añorándola… / Besaría sus labios tras el velo, / abrazaría su collar de perlas sobre su chal bordado”. Otro poema, dedicado esta vez a Itimad, su esposa, mientras estaba en una campaña militar: “Desfallezco si estoy separado de ti, / embriagado por el vino de mi anhelo por ti; / enloquecido por el deseo de estar contigo, / de beber de tus labios y abrazarte…”.

Es todavía vida feliz, aunque hostigada por las ausencias, por la imperfección de este mundo. Porque, como el mismo Ibn Bassam advierte a los andalusíes: “Detrás de vosotros sólo están el Océano, los cristianos y los godos”. Todo cambiará después, para dejar paso al infortunio y la desolación, con la Muerte también jugando su eterno papel. Pero esto, lector, te lo tendré que contar otro día.

(continuará)