15 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (III)


Este relato ya me llamó poderosamente la atención, cuando lo leí por primera vez, y ahora buscaba con su relectura alguna claridad en lo que intuí confusamente entonces. Porque, aunque para mí y para todo el mundo la historia parecía una simple ficción, nacida de la imaginación de mi tío, se dio la circunstancia de que, a partir de aquel viaje, empezó a tener un comportamiento extraño y una actitud diferente frente a la vida.

Siempre fue un hombre peculiar, pero desde entonces parecía vivir en otro mundo, inaccesible y secreto. Se jubiló enseguida, en contra de sus planes anteriores, y estaba siempre metido en la biblioteca de su casa, sin apenas salir. Hablábamos por teléfono algunas veces y me contaba su reciente pasión por el arameo, que estudiaba solo y que llegó a traducir con cierta soltura. Por ello, cuando he visto en un anaquel de su biblioteca el Sefer ha-Zohar, o Libro del Esplendor, de Moisés de León, un judío español del siglo XIII, que nació en Guadalajara o en León, lo he cogido sin vacilar. Este escritor atribuyó la obra a Shimón bar Yochai, un rabí del siglo II, que la habría escrito durante trece años, escondido en una cueva y estudiando sin descanso la Torah. Es quizá el libro fundacional de la literatura mística judía, la Kabbalah, y lo más probable es que se trate de un pseudoapócrifo y lo escribiera el propio Moisés de León, casi todo en arameo. Fue mi tío quien me dio estos detalles y quien me dijo que sólo unas veinte mil personas hablan hoy esa lengua en nuestro planeta.

Es una edición en castellano y dentro he encontrado unas hojas escritas con la menuda letra de mi tío, que conozco perfectamente. En un párrafo escribió:

 Aunque trato de acomodarme a mi nueva realidad, no sé hasta cuándo podré soportar este sentimiento de privación y desamparo. Tras haber visto lo que he visto, no tiene sentido permanecer en el mundo. No lamento mi experiencia en Baviera y lo me pregunto es por qué me sucedió a mí. Conozco bien la tradición mística, del antiguo Israel, de los cuatro sabios que vieron al Paraíso. El primero, Shimón ben Azai, lo contempló y murió en el acto. El segundo, Shimón ben Zoma, miró la ‘Luz Brillante del Ha-Shem’, no pudo resistirla y perdió la razón por completo. El tercero, Elisha Aher, vio la misma luz, comprendió que nada existe sino Dios, que nada vale ante Él, y abandonó para siempre el estudio de la Torah. El cuarto, el rabí Akiva ben Yosef, nombrado en el Talmud ‘cabeza de todos los sabios’, regresó esclarecido e indemne. Murió en Cesarea, mártir de los romanos, recitando la ‘shemá’, lleno de gozo y alegría. Yo también regresé, pero temo volverme loco, como Ben Zoma, y anhelo con toda mi alma revivir lo que viví.

He leído más papeles de mi tío y estoy seguro de que él creyó que había estado en alguna forma de Paraíso: en un lugar inhallable de Baviera, a donde llegó de manera casual; en un perdido monasterio que ni existe, ni existió nunca. ¿Estuvo allí en realidad? ¿Lo contó, veladamente, en la revista local y no quiso decir más entonces? Quizá él pensó que había tenido realmente una visión del paraíso. Después, trabajado por la soledad y la fatiga de vivir, siguió dando vueltas a esa oscura experiencia que se alejaba, cada vez más tentadora, y se adentró en las aguas oscuras y mistagógicas de la Kabbalah, para no retornar ya.

Otra posibilidad: todo fue una ficción, desde el principio, una ficción de escritor. Una historia que imaginó como juego y que luego tal vez lo trastornó, hasta el punto de hacerle cambiar su vida. ¿Puede alguien llegar a creerse tan perturbadoramente sus propias imaginaciones?

El mundo está lleno de misterios. En un libro de texto de mi carrera, leí unas palabras del rabí Akiva ben Yosef a su discípulo: “Hijo mío, por mucho que el ternero quiera mamar, es más lo que la vaca desea darle”. Quedó su nombre en mi memoria, sin más. Ahora, treinta años después, lo vuelvo a encontrar en la casa de mi tío muerto, y me entero de que este rabí pudo haber vislumbrado el paraíso y regresar sin perder la cordura. Esta caprichosa reaparición en mi propia vida también me turba; quizá tiene un sentido, que no sé descubrir. Los griegos no concebían la eternidad y les cautivaba la idea del retorno. Yo estoy solo ahora —con esa soledad que es necesaria para entender a los solitarios— y quiero descubrir hasta donde llegó mi tío en lo que probablemente fue un fatigoso camino de iniciación.
(continuará)

14 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (II)


Alquilé un coche para ir desde Regensburg (la antigua y bellísima Ratisbona medieval) hasta Murnau, muy cerca del lago Staffelsee, al sur de Munich. En la guantera había un mapa de la región, bastante detallado, en el que pude ver, marcado con una estrella azul como monumento interesante, un ‘Kloster’, un monasterio, situado cerca de una ciudad de nombre Bad Tölz. No había ido para hacer turismo, pero como apenas tenía que apartarme de mi ruta, pasando un par de pequeñísimos pueblos, de cuyos nombres me acuerdo perfectamente, decidí acercarme a visitarlo.

Llegué, en efecto, a lo que parecía un pequeño monasterio. Estaba cerrado y llamé, sin que contestara nadie. Cuando ya me marchaba, vi a la derecha una puerta abierta. Era un salón recoleto y lleno de encanto, con altos zócalos de cerámica azul, como la que vi fabricar hace ya muchos años en Iznik, en Anatolia. Dentro había gentes que celebraban algo, no sé exactamente qué, en un ambiente amable, vestidos todos de un blanco inmaculado. Se oía la música de esa cítara popular en Baviera —y en la vecina Austria; como la que toca Anton Karas en la película ‘El tercer hombre’, de Carol Reed— y alguien interpretaba muy lentamente una melodía dulcísima.

Fue uno de esos momentos insólitos que se viven a veces y que justifican, por sí solos, cualquier viaje. Los reunidos me vieron llegar, me invitaron a entrar cortésmente y hablaron conmigo, como si me conocieran de toda la vida. Había una atmósfera de paz y serenidad, como yo nunca había vivido hasta entonces. Era, sobre todo, la luz; una luz limpia y distinta, que parecía ser la única realidad existente. Así debió de ser la del primer día de la Tierra, cuando Dios dijo “Haya luz”, antes de que fuera creado el Sol (Génesis, 1, 3, primer relato de la creación). Venía de arriba, del techo, de una tenue niebla resplandeciente, que aislaba del mundo y que, junto con la música, te hacía flotar en un estado de felicidad imposible de describir. Por desgracia, tenía que seguir mi viaje y me despedí, ya con una anticipada y dolorosa nostalgia.

Lo que ha ocurrido después, ya en España, es de todo punto incomprensible. He buscado en las más completas enciclopedias el nombre del monasterio y no lo he podido encontrar. Lo mismo pasa con los dos pueblecitos que hube de cruzar para llegar al lugar. No existen, no hay constancia de sus nombres en ninguna parte. Es como si se los hubiera tragado la tierra. Estaba tan perplejo, que telefoneé al consulado alemán y tampoco allí supieron darme noticias.

La situación me parecía inexplicable y llamé a la empresa a la que alquilé el coche. Les pedí con todo interés que me dijeran, en el mapa del sur de Baviera —el editado por ellos mismos y que yo había manejado—, en la zona que les indiqué con toda precisión, el nombre del monasterio, que aparece con una estrella azul, y el de los dos pueblecitos que hay que pasar para llegar a él, partiendo de Bad Tölz. Me contestaron que habían estudiado el mapa y no había ninguna estrella azul, ni ningún monasterio en la zona. Quedaron en enviarme el mapa por correo.

Hace una semana me llegó el mapa; idéntico al que yo utilicé durante mi viaje, sin lugar a dudas. Efectivamente, no aparecen en él por ninguna parte, no existen, ni el monasterio que yo visité, ni los pueblos que atravesé. Quizá tampoco eran reales los lugares y los seres que me encontré en mi camino ese día. Parece que nada de eso hubiera ocurrido en este mundo.

También me llegaron las fotos que tomé durante el viaje, con una nota de la empresa encargada del revelado, en la que me dan algunos datos y me piden información. Dicen que una parte del rollo apareció tan intensamente velada, que sugiere la exposición a una luz de extraordinaria potencia. No sólo las sales de plata han sido extremadamente alteradas, sino que la matriz en la que van suspendidas, y hasta el propio soporte, el celuloide, han sido descompuestos y modificados de manera extrañísima. Nunca han visto algo parecido y me preguntan, con gran interés, en qué lugar utilicé la cámara. Se refieren a la parte del rollo entre Regensburg y Murnau, el que corresponde a las fotos que hice en el monasterio, que faltan todas. Ya no sé qué pensar de todo esto y, desde luego, no encuentro explicación para lo ocurrido; ni con la filmación, ni con la insólita desaparición del lugar.
(continuará)

13 de noviembre de 2014

Realidad y fantasía en la literatura (I)


Amigo lector, aquí estoy otra vez, que nunca dije que mi abandono del blog hubiera de ser definitivo y total. Y querría hoy empezar un tema algo complicado y que no puede ser breve, ex necessitate rei: la mezcla de realidad y fantasía en la literatura, que tantas veces intriga a los lectores. Además, al final quiero insertar un video propio, aventura absolutamente inédita en estas lides mías y de la que espero salir airoso. En fin, empezaré y sea lo que Dios, o el demonio, quiera.

Pretendo explicar la génesis de un relato corto mío, de índole fantástica, Viaje a Baviera, de mi libro El misterio de los editores; mostrar los sucesos reales que me sugirieron la trama del relato. En estas historias, la mayoría de las veces todo nace del magín del escritor, pero también hay algún caso en que la realidad es misteriosa y desconcertante y te brinda la urdimbre del cuento. Pensé en resumir este y veo que es imposible. Lo copio, pues, íntegro, dividido en tres partes, y luego comentaré cómo nació. Mi propósito de abreviar las entradas no será fácil de cumplir en muchos casos; lo que sí haré es hacerlas menos frecuentes. En esas estamos.

*** VIAJE A BAVIERA (relato) *** 
 
¡Oh, gentes de Al-Ándalus,
... el paraíso sólo está en vuestra tierra!
Abu Ishaq Ibn Ibrahim Ibn Abu Al-Fath Ibn Khafajah (1058-1139)

Mi tío ha muerto recientemente y ahora sé que nunca llegué a conocerlo bien. Él vivía en su bella ciudad, en la provincia de Jaén, viajaba a Madrid sólo ocasionalmente y era yo el que venía a veces aquí, a su casa, en donde estoy ahora. De joven, me intimidaba un poco, aunque siempre fue cariñoso y afable conmigo. Lo veía lejano y sabio, viviendo solo en este caserón enorme, sin familiares cercanos, eternamente sumido en lecturas e indagaciones a las que le llevaba su trabajo de bibliotecario y su condición de cronista. Hablaba de cosas amenas, pero desconocidas de casi todos y a menudo ligeramente misteriosas o indescifrables.

Los últimos tiempos estaba como perdido. Su muerte, relativamente inesperada, a pesar de sus setenta y nueve años, me entristeció mucho. Vine una vez más a esta ciudad para el entierro y unas semanas después he tenido que hacerme cargo de la casa, porque me la dejó a mí, uno de sus tres herederos, con todas sus pertenencias. He decidido pasar aquí unos días, sumergirme en los muchos papeles y fotos que ha dejado y revisar un poco su nutrida biblioteca.

He vuelto a leer el relato Viaje a Baviera, que apareció en la revista literaria local Bétula, de la que era habitual colaborador, hace ahora unos trece años. Lo transcribo entero, para que se entiendan mis sospechas e incertidumbres respecto a todo lo que contó en el artículo. Hago notar que es de mayo de 1998

Queridos lectores, este mes escribo sobre Baviera. Quizá también sobre algún otro lugar desconocido y oculto —un salón con el color azul cobalto fucilando en las paredes y una luz singular y distinta—, situado en alguna otra dimensión de la realidad. Intentaré explicarme.

Llevaba tiempo sin ir a esa tierra alemana, especialmente querida; seguramente, por tener algún conocimiento de su lengua, gracias a mi madre, que se empeñó en que la aprendiera de pequeño, con doña Hildegard, que me daba también clases de piano. Aunque viajé por motivos profesionales, he gozado otra vez de aquellos hermosos paisajes y de la alegría de sus gentes. Eso de que los alemanes no hacen mucho ruido cuando se reúnen es una de las numerosas ideas falsas que los diversos pueblos tienen unos de otros. Aquí, eso sí, hablamos todos a la vez y allí lo hacen algo más ordenadamente, casi siempre de uno en uno. Luego, las risotadas, las muestras de aprobación o desaprobación, las bromas y las canciones son igual de ruidosas o más que en España.
(continuará)