27 de septiembre de 2014

El holandés y su carro


He estado algún tiempo fuera, en Bélgica y Holanda, huyendo de la barahúnda nacional. No lo hago a menudo por este motivo, sólo cuando el nivel de irracionalidad de la tribu supera cierto generoso dintel. No me gusta hacerlo, aunque también creo que uno tiene derecho a un poco de paz. Lo grave es que no hay un sitio en donde encontrarla. Lo único que uno puede hacer es aislarse en lo posible y esperar. Lo aún más grave: está claro que no hay mucho bueno que esperar.

Siempre ha sido así, lector amigo. Te contaré un secreto: Algunos escritores hebreos afirman que entre los cielos y la tierra vive un gallo salvaje, que tiene uso de razón y puede hablar. Se ha encontrado un pergamino antiguo, escrito con letra hebraica y lengua entre caldea, targúmica, rabínica, cabalística y talmúdica, con el título Scir detarnegòl bara letzafra —la traducción, por si alguien no lo entiende, Cántico matutino del gallo silvestre—, que se ha logrado descifrar, con infinito esfuerzo. De él son estas palabras que canta el gallo al amanecer y dirige al Sol: ¿Viste tú alguna vez a uno solo entre los vivientes ser feliz? ¿Viste nunca la felicidad dentro de los confines del mundo? ¿En qué campo mora, en qué bosque, en qué montaña, en qué valle, en qué país habitado o desierto, en qué planeta de los muchos que tus llamas iluminan y calientan? Y tú mismo, que velozmente, día y noche, sin sueño ni reposo, corres el desmesurado camino que te está prescrito: ¿eres feliz, o infeliz?

Lo de huir a otro país tiene la ventaja de que, al conocerlo menos, uno puede en algún momento arriesgarse a pensar que la vida en él es algo mejor, que algunas estupideces de los humanos les han sido perdonadas, condonadas. Uno se inventa así más fácilmente historias o vidas felices. Quizá yo me he inventado una en este viaje. Estábamos mi esposa y yo en el hotel, cerca del lugar en que había varios ordenadores para conectarse a Internet, cuando un señor mayor, pulcro, atildado, con pinta de ser quizá miembro de alguna de esas academias ilustres que hay en todas partes, se acercó y pidió ayuda para su mujer, que estaba luchando con uno de los monstruos y a punto de ser vencida y humillada. La ayudamos en lo que se pudo y luego charlamos un poco.

Lo poco que se puede charlar con alguien que habla sólo holandés y un poco de alemán. El señor resultó educado, algo dicharachero y gracioso. Y sincero y sencillo, esas divinas cualidades que cuesta tanto trabajo adquirir. Se excusaba por haber pedido ayuda. No sé nada de ordenadores; es mi mujer la que sabe un poquito. Yo me he pasado toda la vida de un lado para otro con mi caballo y mi carro y no sé nada de eso, nos contaba riendo. Y ya se me disparó a mí la imaginativa, como decían los antiguos, y lo veía en aquella plácida, aunque vulnerable, tierra, haciendo su trabajo diario, con uno de esos gigantescos caballos percherones que se ven por allí, ganándose con alguna holgura la vida, para acabar, al llegar la jubilación, bien vestido, con un aspecto envidiable y sin perder su simpleza de campesino. Me lo imaginé ya así y así quedará en mi memoria. Y envidié ese país, seguramente irreal, en el que un campesino al final de su vida puede parecer un académico y no al revés, como puede suceder en otros sitios.

Como me interesan sobre todo las personas, enseguida pensé que me gustaría contar esta historia, antes que cualquier otra, cuando hablara de este viaje. Y eso es lo que estoy haciendo y hasta quizá le ponga a esta entrada el título que pensé entonces: El holandés y su carro. Aunque si él pudiera leer esto, quizá me corregiría: Le aseguro que la vida no fue fácil para mí. Por no hablar de la tragedia de 1953, aquellas inundaciones terribles que dejaron casi dos mil muertos en mi país. Yo era entonces un niño y todavía inquietan mis sueños. Pero la vida es eso, ¿qué podemos hacer?

Se pueden hacer muchas cosas, contestaría yo. Esos problemas son solucionables con esfuerzo e inteligencia. Como han hecho ustedes, los holandeses. Otro día contaré algo más de todo esto.