31 de julio de 2014

El mejor pívot de la historia fue catalán (revisita)


Acaba de saltar a los medios de comunicación la confesión del señor Jordi Pujol, reconociendo que guardaba una cierta cantidad de dinero en Andorra, sin haberla declarado a la Hacienda española. Siento que esto sea así, sinceramente, y hubiera preferido que las sospechas sobre su conducta hubieran resultado totalmente infundadas. No me gusta hacer leña del árbol caído y en un relato mío declaraba firmemente que “no soy de los que condenan por meros indicios, tantas veces falsos y malintencionados, aunque tampoco podría garantizar la inocencia de nadie”.

El relato era de humor, no excesivamente ácido, y no mencionaba expresamente al ex-presidente catalán, aunque estaba claro que me refería a él. Dado que la situación que motivó aquel relato no ha cambiado en absoluto y que mi escrito tenía una clara intención didáctica o polémica, querría recordarlo a mis lectores. Es la entrada de mi blog del día 16 de diciembre de 2013, de título El mejor pívot de la historia fue catalán. El lector puede encontrarlo completo allí y leerlo o releerlo. Responde al tipo de entradas ligeras que planeé para esta tiempo de verano. La semana que viene empezaré a publicar por entregas otro relato mío, Mis antiguos encuentros con la Muerte. Feliz verano, amigos lectores.

30 de julio de 2014

El síndrome de Gervaise


He hablado recientemente de viajes y de gentes y he insinuado que ahora son estas últimas las que espolean más eficazmente mi interés cuando viajo. Estoy un poco harto de las visitas excesivamente circunstanciadas, de los itinerarios demasiado previstos y tiendo más bien a irme por donde el corazón me lleva, a la buena ventura. También los museos muchas veces me abruman, me desconciertan y me agobian un tanto.

Supongo que eso le pasará a otros y hasta sospecho que es una especie de trastorno bastante frecuente. Tan es así, que se podría considerar el conjunto de síntomas que delinearé más adelante, como un nuevo síndrome: síndrome de Gervaise, por lo que contaré. Sería un cuadro en cierto modo opuesto al de Stendhal.

El síndrome de Stendhal, o síndrome de Florencia, toma su nombre del famoso escritor francés, porque este, en su visita a la Basílica de la Santa Croce de esa ciudad,  exactamente el 22 de enero de 1817, experimentó cierto trastorno, que describió más tarde en uno de sus libros, Rome, Naples et Florence, más una crónica de sociedad que un libro de viajes. Parece que le ocurrió justamente en la capilla Niccolini, admirando los frescos de un pintor barroco, Baldassare Franceschini, il Volterrano (1611-1689): “Había llegado a ese punto de emoción en el que se unen las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, tenía palpitaciones, la vida se me agotaba, andaba con miedo de caer”. Todo esto está referido en mil sitios y no me entretendré más. La psiquiatra italiana Graziella Margherini creó el epónimo en 1979 y documentó más de cien casos, en parte ocurridos durante visitas a alguno de los cincuenta museos de la ciudad.

Para el tentativo síndrome de Gervaise, aduzco un texto de otro escritor francés, Émile Zola, de su obra L’assommoir (La taberna). Es algo extenso y he de mutilarlo sin piedad, sin indicar siquiera los cortes. El hecho ocurre en el museo del Louvre, a donde el señor Madinier, un antiguo obrero que llegó a patrón, lleva a los invitados de la boda de Gervaise Macquart, para gozar del arte. Cuenta Zola:

“Siguieron las salas, viendo pasar las imágenes, demasiado numerosas para ser bien vistas. ¡Cuántos cuadros, por Dios bendito! La boda se lanzó a la larga galería donde están las escuelas italiana y flamenca. Más cuadros, siempre cuadros, de santos, de hombres y mujeres con figuras que no se entendían, paisajes, una desbandada de gentes y de cosas y un alboroto de colores, que comenzaban a causar un dolor de cabeza. El señor Madinier ya no hablaba. Siglos de arte delante de su ignorancia aturdida: la fina sequedad de los primitivos, los esplendores de los venecianos, la alegre vida y la bella luz de los holandeses. El señor Madinier se equivocó, extravió a la boda a lo largo de salas desiertas, frías, amuebladas sólo con vitrinas severas, donde se alineaban innumerables vasijas rotas. La novia temblaba, se aburría. Cayeron después en el área de los grabados y dibujos, que no acababan nunca. Los salones sucedían a los salones, con hojas de papel garrapateadas, bajo cristales, contra las paredes. Subieron un piso y llegaron al museo de la Marina y se vieron entre instrumentos y cañones, mapas en relieve, barcos como de juguete. Después de un cuarto de hora de marcha, muy lejos, se encontró otra escalera, bajaron y se hallaron de nuevo en las salas de dibujos. Entonces cundió ya la desesperación, atravesando nuevas salas sin rumbo, las parejas siempre en fila, siguiendo al señor Madinier, que se secaba la frente, fuera de sí. En menos de veinte minutos se vieron en un salón cuadrado con vitrinas, en donde dormían los pequeños dioses del Oriente. Pensaron que jamás saldrían de allí. Con las piernas rotas, abandonándose, los invitados de la boda hacían una batahola enorme”.

En una narración exagerada, humorística, que habla de cefaleas, temblores, aburrimiento, desesperación, cansancio extremo, turpitud. En verdad, puede haber algo de angustioso, de inabarcable en los museos. Lo descrito deslavazadamente por Zola se podría oponer a lo descrito por Stendhal, que tampoco fue un modelo de precisión. Nada hay demasiado científico en todo esto.

29 de julio de 2014

De las gentes en los viajes


Lector, estuve hace poco en Galicia y te hablé de un clérigo de la catedral que confesaba en gaélico. Ahora, recién llegado de Alemania, te muestro una foto de un organillero en Berlín, junto a la puerta de Brandenburgo. Cada vez me fijo más en las gentes, en sus costumbres, en sus diferencias, en sus semejanzas. Me recuerdan a otras gentes y hasta se mezclan con personajes que yo he creado con cariño.

Junto a la foto de este organillero berlinés verás las de otro en Almuñécar, de hace unos seis años. El mundo puede ser muy parecido, de unos confines a otros. Alguien podría pensar que deformo las cosas que cuento para hacerlas más interesantes o curiosas. No es así. Pero sí te diré que una de las músicas del órgano en Berlín era esa canción alemana que ya mencioné en este blog, Wo die Nordsee wellen (entrada del 9/6/2014). En un momento canté algunas palabras de la misma y seguramente el alemán se sorprendió de que un extranjero conociera parte de la letra.

En Almuñécar la músicas eran francesas y una señora belga y yo nos atrevimos a cantar. Estos organillos me han deslumbrado siempre; en algún momento de mi niñez debí de encontrarme con ellos y me encandilaron. Quizá su nombre francés, orgues de Barbarie, que ni se sabe bien de dónde viene, contribuyó después a darles un tinte exótico, que me los hace misteriosos, vagantes y bohemios. Y lo que ocurre ahora es que todos esos confusos sentimientos y emociones cristalizaron en un entrañable personaje de mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Te copio el pasaje, abreviado, en el que reconocerás los rasgos del organillero de Almuñécar.

“Allí, casi enterrado bajo un montón de cosas gastadas y derrotadas por la usura del tiempo, había un organillo de mediano tamaño, uno de esos Strassenorgeln que se ven frecuentemente en toda la Europa central, con un nombre grabado en el frente: Michelle. También había un sombrero hongo, una pajarita blanca y unos grandes y graciosos bigotes retorcidos hacia arriba, notoriamente exagerados.

Marta, dijo el médico, cuando yo vivía en Suiza, conocí a un alemán, de nombre Max. Creo que ha sido la persona más buena y pacífica que he encontrado en mi vida. Había tenido que luchar en las dos grandes guerras mundiales; en la primera, cuando apenas acababa de cumplir los dieciocho años. Estaba obsesionado por la idea de que pudiera haber hecho daño a alguien. Estoy seguro de que yo no maté a nadie, me decía. Si supiera que lo había hecho, creo que no podría vivir ni un momento más. En el frente, hacía justo lo necesario para que los oficiales no tomaran  represalias conmigo. Fui obediente y disciplinado, traté sólo de defenderme y sobrevivir. Prefería que me mataran a que yo tuviera que matar a nadie. Quien no haya estado en una guerra no puede imaginarse lo que es esa locura, esa barbarie.

Conocí a Max en el hospital en el que yo trabajaba; estaba ya muy enfermo. En cuanto se recuperaba un poco volvía a la orilla del lago con el organillo que él mismo había construido y al que había dado el nombre de la que había sido su mujer: Michelle, una francesa, una ciudadana del país contra el que había luchado dos veces, de la que se enamoró perdidamente y con la que se casó en París al poco de terminar la segunda guerra. Era bastante más joven que él, pero murió muy pronto. Desde entonces, Max, siempre con su sombrero hongo y sus enormes bigotes postizos, se dedicó a tocar su organillo, lleno de canciones francesas, de Piaf, de Brassens, de Charles Trenet, de Brel y de tantos otros, en los sitios frecuentados por los turistas. Eran canciones amables y melancólicas, canciones de amor, de recuerdos, de felicidades que siempre duraban poco. Movía el manubrio con su mano derecha, mientras llevaba el ritmo muy solemnemente con la izquierda y cantaba por lo bajo algunas de las canciones. Como aquella de Mon amant de Saint-Jean, de Edith Piaf, que terminaba: Moi qui l'aimais tant, mon bel amour, mon amant de Saint-Jean, il ne m'aime plus. C'est du passé, n'en parlons plus (Yo, que le amé tanto, mi bello amor, mi amante de San Juan, él no me ama ya. Es el pasado, no se hable más).

Vivía con lo que le daban, muy modestamente, pero sin estrecheces; apenas tenía necesidades. Cuando estaba ante el público, se volcaba en lo que estaba haciendo y se olvidaba de todo. Sus ojos eran dos lagos azules y cuando los mirabas atentamente era como si te sumergieras en ellos, como si vieras el mundo desde dentro de él, tal como lo veía él. Era un mundo limpio y alegre. Jamás le oí quejarse. No tenía muchos amigos, gustaba de la soledad. Un poco antes de morir, cuando entendió que era el final, que ya no iba a salir más a la calle, me dijo que el organillo era para mí, que se lo guardara, “por si volvía, quién sabe. Si vuelvo tendré que hacer otra vez lo mismo; no sé, no quiero hacer otra cosa”. Me lo dio, porque quizá se había dado cuenta de que yo, cuando lo veía actuar y lo sabía feliz y ausente, le tenía una secreta envidia. Estoy seguro de que cantaba con Michelle, le cantaba a Michelle, ebrio de soledad y de nostalgia. Murió también sin una queja, sin rebelarse; seguramente, no le importaba ya.

Y desde entonces, siempre pensé que yo podría hacer lo mismo que el buen Max. Las músicas eran conocidas y dulces, el público se paraba a escucharlas. Era bonito hacer que la gente pasara un momento agradable. No sé si acabaré haciéndolo alguna vez, Marta, pero te aseguro que no me importaría probar, que me gustaría intentarlo. Yo también he nacido para la soledad. No total, no para siempre, se entiende. Ese es el tipo de vagabundaje en el que pienso muchas veces, cuando hablo con los íntimos, aunque nunca he contado estos detalles a nadie. Ahora ya sabes el secreto de Michelle”.
 
 
 
 



28 de julio de 2014

De los varios disfraces de la Muerte


Quedé en ir dando por entregas, en estos días de verano, uno de mis relatos cortos, bastante autobiográfico, Mis antiguos encuentros con la Muerte, y eso haré. Antes, querría decir unas palabras sobre las varias formas de la Muerte, sus disfraces. Un acontecimiento reciente me llevó una vez más a una reflexión, absolutamente obvia.

Lector amigo, entiendo que hay muchas formas de morirse. Te daré un ejemplo: la muerte, muy sentida por mí, de una bellísima inglesa, residente en Nueva Zelanda y casada con un médico neozelandés, más bien del tipo deportivo, un bel homme, lo que no resulta infrecuente con estas divinidades. La conocí hace más de treinta años, en Hong-Kong, y al despedirnos supe muy bien que se iba a morir. Contaba un viaje suyo a Inglaterra, llevando como regalo para su familia una canal entera de oveja, debidamente preparada, a la que paseó en el asiento de un taxi por Londres, para sorpresa de más de un viandante. Era una delicia reír con ella. Como lo hubiera sido llorar con ella o, simplemente, estar con ella, contemplándola. La recuerdo todavía porque era graciosa desmenuzando su historia y porque —no sé si lo he dicho ya— era una muy bella mujer. Entonces no había e-mail y lo de andar escribiéndose era relativamente tedioso, aunque nos intercambiamos las inevitables tarjetas. En fin, comprendí claramente que no la vería nunca más. Así ha sido y siempre he pensado que eso es morirse, una de las muchas maneras de morirse.

El acontecimiento reciente al que aludo, es que hemos viajado, mi esposa y yo, a Alemania. Hemos estado muchas veces en ese país, de manera independiente, pero esta vez busqué lo fácil y decidimos enrolarnos en uno de los infinitos circuitos de las agencias de viaje. Todo tiene sus ventajas e inconvenientes, pero no hablaré de ello. Lo que me importa señalar es que viajamos formando parte de un grupo y que al llegar a Barajas, tras haber pasado unos días amables —de modo casi incomprensible y culpable, en un mundo en el que se abatían aviones civiles sobre Ucrania y la interminable herida de Oriente Próximo sangraba a borbotones, por no mencionar otros sitios—, volvieron a producirse esas muertes de las que hablo. Ahora no es exactamente lo mismo y la intercomunicación es mucho más fácil. A pesar de todo, porque hay una cierta mecánica de las cosas que conduce forzosamente a su terminación y porque no es lo mismo encontrarse con alguien, aisladamente, que hacerlo con un grupo en el que, al final, nos conocíamos un poco y sabíamos las gracias de cada uno, todos intuíamos que ese viaje era ya un capítulo cerrado de nuestras vidas, sin retorno posible. Vi a alguna persona tragándose las lágrimas. Los seres humanos también somos así.

Nada nuevo. Esto me ha pasado desde siempre, aunque ahora quizá me resulte un poco más triste, y lo he llevado muy mal toda mi vida, en la que muertes así han sido constantes. Es el precio que hay que pagar por haber conocido a gentes de países lejanos y no me ocurre solamente a mí. Estas separaciones son formas disfrazadas de la muerte, una fuente más de melancolía y reconcomio en nuestra imperfecta existencia.

Mis elucubraciones pueden ser equivocadas, pero son sinceras y sentidas. Hace casi sesenta años, un verano, al final de un encuentro de estudiantes en Cádiz, me encargaron que dijera unas palabras, que serían aplicables ahora y de las que tomo algún párrafo: “Esta es noche de despedida y estamos un poco tristes. Hace poco tiempo, casi ninguno de los que estamos aquí juntos nos conocíamos y, sin embargo, hoy, cuando llega la hora de marchar, nos cuesta trabajo renunciar a esta pequeña y entrañable comunidad que hemos formado”. Y seguía luego: “Pero estamos también muy alegres, porque esta amistad nueva, sincera y honda, que brota por doquier en el cálido hogar de la Patria, cuando unos hombres viven juntos algún tiempo, es el más dulce presagio para nuestro futuro. Estamos alegres, porque, sin hablar, nos sentimos perdonados en nuestras faltas. Porque perdonamos con humildad y pedimos perdón sin soberbia, estamos alegres”. Eran palabras inocentes, de un joven que no podía entender que cualquier desarreglo del mundo pudiera durar. Al fin y al cabo, hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Luego va uno descubriendo que quizá es al revés.

La Muerte, en un sentido amplio y metafórico, adopta, pues, muy diversas formas. En mi relato, que publicaré en los días siguientes, cuento cómo la encontré algunas veces en mi juventud. Fue galante y llegamos a conocernos un poco. Feliz verano.