9 de julio de 2014

Sobre vuelos y literaturas


Lector, esta es la entrada ciento cincuenta del blog y te daré un descanso. Es verano y además me voy de viaje. No me gusta demasiado volar. No es por miedo; es el medio de transporte más seguro y yo soy una persona racional y me rijo por evidencias como esa. Te cuento lo que me ocurre, en pocas palabras.

Hice la milicia universitaria en Aviación, en Burgos, y mi primer vuelo fue en una Bücker, legendarias avionetas de doble ala, que ya se utilizaron en nuestra guerra civil. El primero en avión grande, fue en un Douglas DC-3, uno de los modelos más famosos de la historia de la aviación, de Burgos a Madrid. Un coronel del Aire había volado con él desde Cuatro Vientos, para asistir a nuestra jura de bandera, y nos enteramos de que para la vuelta tenía alguna plaza libre. Las ordenanzas no permitían que los pasajeros excedieran el número de paracaídas en el avión y los aspirantes a viajar éramos alguno más. Echamos suertes y nos quedamos dos fuera, plantados allí en la pista de despegue. Qué cara de desolación tendríamos, que el buen coronel al final dijo: Arriba todos, que nos vamos a Madrid. ¡Cuánta felicidad pueden traer a veces unas pocas palabras!

Volar era entonces, en esas primeras experiencias, hacerlo al aire libre, entre compañeros, no entre desconocidos, en un espacio cerrado. Ahí, tengo algo de claustrofobia, me encuentro incómodo. A pesar de todo, he volado en ocasiones en aviones que quizá no eran los más seguros del mundo, con compañías nepalíes o chinas de hace años. No me importó demasiado. Sé que no cabe esconderse de Dios, Él sabe cómo hallarnos y, como recoge la sentenciosidad (no está en el DRAE, en inglés se dice sententiousness; qué cosas, ¿verdad?) árabe, “puede ver una hormiga negra en una montaña negra en una noche negra”. El problema es que, si al que busca Dios es al piloto, los pasajeros hacemos de comparsa, tontamente. Y pienso yo que, si uno tiene que morir, que sea de la muerte que le corresponda a uno, ¿no?

Dije que me atrevería a contar cosas mías y lo voy haciendo. También critiqué ya a escritores famosos, como Virginia Woolf y algún otro, español. Y lo haré alguna vez más. No causaré grandes perjuicios; será siempre a gentes buen atrincheradas en sus puestos y yo soy sólo un ingenuo soñador, que lucha con una espada de madera, sin lorigón o loriga, con un escudo de cartón. De loriga me sirve un antiguo jersey de punto muy grueso, que me hizo mi abuela, que guardo todavía y que pienso que me protegerá un poco de las posibles lanzadas. A mi edad, todo eso me importa bien poco. Más imprudente fue aquel cura que se empeñó en llevar la procesión por la vía del tren.

Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que dediqué una buena parte de mi vida a leer y compruebo que esas lecturas no me instruyeron en cosas que den fama o riqueza, pero me enseñaron a desdeñar a ambas. Al fin y al cabo, como escribió Sir Thomas  Browne, un sabio y erudito médico inglés, a veces de difícil y oscura lectura  —como debe ser en los médicos—, del siglo XVII, en su obra Hydriotaphia, Urn-Burial (1658), la mayor parte de los hombres ha de contentarse con ser como si no hubiera sido, con encontrarse en el registro de Dios, no en las actas de los hombres. También en la tumba romana de John Keats está escrito, según su deseo, el siguiente epitafio: Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua. ¡Qué enorme alivio, qué alegría!, pasar desapercibido. Fernando Pessoa incluye, en El libro del desasosiego, unos versos muy sencillos: No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

He empezado a contar algo de mi vida y espero no aburrir y que se me perdone. El relato más autobiográfico que tengo es quizá Mis antiguos encuentros con la Muerte y se me ha ocurrido que podría ofrecerlo aquí, por entregas, en este tiempo estival. Empezaré a hacerlo a mi vuelta. ¡Feliz verano a todos, lectoras y lectores!

8 de julio de 2014

La comparación o símil en literatura


Estoy llegando a las ciento cincuenta entradas en este blog. Dado que alcancé las cien el pasado veintidós de abril, la frecuencia de estas últimas es de más de una cada dos días. Esto no me gusta, no querría convertirme en un escritor compulsivo, porque no es nada bueno. Lector, es verano, me voy ahora un tiempo a Alemania, y te voy a dar un merecido descanso.

He sido algo prolífico, porque quería escribir sobre distintos temas y ver cuáles eran más aceptados. No he logrado saberlo. Quiero que en este blog las cuestiones literarias estén presentes y hoy hablaré de una figura retórica, la comparación o símil, que relaciona ideas u objetos distintos, pero que tienen algo en común. El enlace se realiza mediante los llamados en lingüística conectores de comparación (como, cual, parecido a, etc.), lo que la diferencia de la metáfora, en la que estos no existen —decimos labios de coral, no labios “tan rojos como el coral”—. Y diré que, a mi juicio, se abusa de ella en alguna literatura moderna. Copio, verbatim et literatim, un párrafo del prefacio de Las olas, de Virginia Woolf:

“Al acercarse a la playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma, rompía y se deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se detenía, y después volvía a retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del durmiente cuyo aliento va y viene en la inconsciencia. Poco a poco, la oscura raya en el horizonte se aclaraba, como si las partículas suspendidas en una vieja botella de vino hubieran descendido al fondo, dejando verde el vidrio. También más allá se aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera descendido, o como si el brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera alzado una lámpara, y planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban en el cielo, como las varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la lámpara, y el aire pareció devenir fibroso y apartarse de la verde superficie, chispeante y llameando, en rojas y amarillas hebras, como el humeante fuego que ruge en una hoguera”.

En 166 palabras —las cuenta Word— hay seis como. ¿No te fatiga, lector, tanta repetición? ¿No resulta cacofónica? ¿Añade alguna belleza o sentido esa insistencia? Claro que no. Para mí, lo único que logra es desviar constantemente la atención del lector y enfarragar (no está en el DRAE) el texto. Que por otra parte, incluso sin los como, resulta bastante insulso y sin especial gracia. No tengo el original inglés y no sé si alguna culpa le cabe al traductor, pero no lo creo.

Te hablaré ahora de un famoso escritor español, cuyo nombre no voy a dar. De unas pocas páginas, tomo: Como un viajero, como si no quisiera, como para no incurrir, como la ilustración, como la que provoca, como un ala, como un río, como si nunca, como si no hubiera, como si nunca, como si aquí, como un espía, como una lámina, como en abanicos, como islas, como el brillo, como intocado, como en las últimas acuarelas, como la sombra, como si no atendiera, como la cama de hierro, como una huella, como un escenario…

Ya se comprende que la mera repetición de una determinada palabra no es el problema; he escogido la palabra ‘como’, pero hay más comparaciones que ‘comos’, porque hay otros conectores para establecerlas. A cambio, la función del ‘como’ no es siempre comparativa. No hay leyes que limiten el uso de cualquier palabra. Lo que ocurre es que esa minuciosidad narrativa es estéril y tediosa, alarga y enlentece el discurso y no es muy fértil a la hora de describir, de modelar un sentimiento o una emoción. A mucha gente no le gusta esta literatura. Aunque, en el caso del autor español, es compatible con otros párrafos espléndidos y con una trama bien construida; en definitiva, con una buena novela. No es el caso de la obra de Virginia Woolf.

7 de julio de 2014

Candaules y Gyges


Cuando hablé de los vientos en mis entradas anteriores, tomé algunos datos de la Historia de Herodoto. En ella, muy al principio, el autor narra lo sucedido a Candaules, rey de Sardis (Lidia, en Anatolia occidental), que es un hecho relativamente conocido. Este rey debió de ser bastante fatuo y también medianamente ‘falto’. Enseguida se verá por qué lo digo.

Candaules estaba enamoradísimo de su esposa, lo que es relativamente normal en algunos casos y durante un tiempo que puede ser muy variable. Y pensaba —todo viene de lo mismo— que era la más bella y perfecta de las mujeres. Y lo andaba diciendo por ahí, por lo menos a un tal Gyges, que era el lancero en quien confiaba más y al que hacía partícipe de sus planes y secretos. Hasta aquí todo relativamente normal.

Un día el rey le dijo a este Gyges que temía que no le creyera, porque “los oídos de los hombres son menos dignos de crédito que sus ojos”. En esto llevaba razón, hay que reconocerlo. Y le pidió que tratara de ver desnuda a la reina, a lo que Gyges se opuso con vigor y dijo que no era necesario, porque él creía en la palabra de su rey. Bueno, pues el rey se empeñó en esa contemplación inocente.

Ten valor, Gyges, y no temas ni de mí ni de ella, porque no se dará cuenta, le dijo. Tú te colocas detrás de la puerta de mi dormitorio y verás cómo se va quitando sus ropas y colocándolas en una silla. Y cuando se venga ya a la cama, tú estarás a sus espaldas y podrás huir sin que te vea.

Por fin Gyges cedió e hizo lo que se le pedía, pero la reina pudo verlo en un momento. No dijo nada, aunque estaba llena de vergüenza —esto lo afirma Herodoto; a lo mejor no fue para tanto— y  al día siguiente mandó venir a Gyges y le dijo: “Hay dos caminos para ti y habrás de escoger. O matas a Candaules y así me poseerás, y al reino de Lidia, o te matas aquí mismo, ahora”. Ya se ve que la reina, en cuanto se le pasó la vergüenza, se puso la pobre a maquinar el asunto y dio con una solución que no le pareció mala, para ella. ¿Que cómo era Gyges? Lector, qué preguntas me haces. No lo sé. Pero los lanceros suelen ser fuertes y aguerridos y entre los reyes hay de todo.

Gyges al final tuvo que aceptar y preguntó a la reina cómo lo harían. Ella contestó que con la astucia que empleó para verla desnuda. Así que, cuando llegó la noche, le dio una daga y lo escondió detrás de la misma puerta de entonces. Y cuando Candaules estaba dormido, Gyges lo mató y se apoderó así de su esposa y de su reino.

Esto es lo que cuenta Herodoto, pero hay otras versiones. Platón en su República, dice que Gyges (murió hacia el 652 a. C.) era un pastor que encontró un anillo que le hacía invisible y con esa ventaja logró seducir a la reina y asesinar al rey. Una tercera versión es la de Nicolás de Damasco, del siglo I a. C., quien afirma, tomando como fuente a Xanthus, historiador lidio del siglo V a. C., que Gyges fue un oficial del ejército que mató al rey cuando la reina le acusó de haber intentado seducirla.

Abandono a Herodoto, que ya he hablado bastante de él. Antes de su época, diversos navegantes habían explorado el mundo (periplos de Hanón, de Necao, de Sataspes, de Scillex, etc.) y descubierto sus maravillas. No puedo hablar de ellos aquí. Sólo querría mencionar lo que leí en una descripción anónima del siglo VII a. C., sobre un pueblo, el de los cornios. Se dice de ellos que “tienen las mismas costumbres que sus vecinos, pues la vida les es indiferente”. De todos los variopintos pueblos que he visto descritos en diversas fuentes, este es el que más me sorprende y me disgusta. Porque se puede ser lo que sea y andar buscando por el mundo las cosas más peregrinas. Pero ser indiferente a la vida, ese don precioso, fugaz e irrepetible, es algo que jamás podré entender. La expresión más idiota que conozco es esa de “estar matando el tiempo”. Y una de las más tristes, en cualquier idioma, la de “ya es demasiado tarde”.

6 de julio de 2014

En recuerdo de Antonio Parra Cabrera


Escribir es muchas cosas y es también, casi siempre, abreviar. En mi entrada anterior mencioné dos poetas amigos, de ámbitos diferentes: Jaime Ferrán y Antonio Parra. Jaime, con el que coincidí en un Colegio Mayor de Madrid, era una persona absolutamente entrañable. En el Colegio, todos sabíamos de memoria uno de sus poemas y cuando nos poníamos estupendos, cosa que sucedía a veces, lo recitábamos coralmente. Era de versos muy cortos y él contaba que lo había escrito durante un concierto, en Tejas, en el estrecho margen del programa: Viento / de / Tejas, / amor / en el / aire. / Jamás / podré / olvidarte. / Y dejo / mi corazón / en prenda. Lo oigo todavía con una acuidad que no tienen las voces y sonidos de ahora. No lo he olvidado; ciertas cosas no se pueden olvidar. Jaime era algo mayor que nosotros y lo admirábamos y lo queríamos. Yo tenía sólo diecisiete años y tener algo de confianza con alguien que publicaba libros y había vivido en Estados Unidos era la pura gloria. Me preguntaba, ¿cómo será, en verdad, Tejas y el viento de allí? ¿Y ese amor que habita en el aire?

Más joven aún era yo, cuando ocurrió lo que cuento en mi libro de ensayos Por si ayudaran, vol. I: “Hay un tiempo en la vida en que las impresiones se fijan de manera indeleble y única, porque el alma es entonces cavadiza y tierna, y quedan henchidas de eternidad. No hace mucho tiempo tuve el privilegio de encontrarme, de manera casual, con un querido paisano, Antonio Parra, y me parece que se quedó al borde del pasmo cuando le empecé a recitar el poema con el que ganó la flor natural en unos Juegos Florales de Úbeda, hace apenas unos cincuenta años.

La explicación es, sin embargo, sencilla. Después de haber trotado un poco por el mundo, de haber asistido a momentos de exaltación de gente muy importante, para mí la gloria sigue teniendo unas coordenadas bastante concretas. Y veo a un joven Antonio Parra, subiendo lentamente al escenario del teatro Ideal desde el patio de butacas, a los acordes de la marcha triunfal de Aída. Yo era entonces casi un niño. Todo el esplendor, toda la gloria del mundo, reventando en esa escena irrepetible. Nada la ha superado después. Por eso me acuerdo tan bien de los detalles”.

Guardo muy pocas cartas. Pero tengo la que me escribió su hijo Antonio, tres días después de la muerte del padre, en la que me contaba que este tenía mi primer libro encima de la mesa del despacho. Hay en ella un párrafo que transcribo, aunque me cuesta trabajo: “Mi padre le profesaba un afecto que se nota en las palabras que se ha cruzado con usted. Me consta del mismo modo, por los comentarios de mi madre sobre los encuentros de Alpedrete”. He decidido hacerlo por una razón: porque me sirve para proclamar que ese afecto era igualmente correspondido por mí, ni una parte de él se quedó sin la oportuna respuesta.  

No conozco su obra literaria en profundidad, pero lo que he leído siempre me pareció correcto, sincero y brillante. Y tuve la inmensa suerte de conocer a la persona. No he encontrado en este mundo nuestro mucha gente como él. Siempre estaba sonriente, incluso en medio de su grave enfermedad, siempre encontraba algo que alabar en los demás. Inspiraba una confianza que muy pocos son capaces de comunicar. Era —ya sé que esto suena a viejo y trasnochado— un auténtico caballero, un antiguo hidalgo, como aquel otro inmortal, inocente y bueno, que conocemos bien todos los que amamos las buenas letras. Pude asistir a su funeral en una iglesia céntrica de Madrid y había mucha gente. Si en Úbeda tenía grandes amigos, también supo hacérselos aquí.

¿Será cierto aquello que escribió el ingenioso dramaturgo norteamericano, Philip Barry —escribió su primer relato a los nueve años—, de que “todo lo que nos sucede después de los doce años carece de verdadera importancia”? Con las debidas cautelas, con la pertinente flexibilidad en la edad, podría tratarse de una gran verdad.