17 de mayo de 2014

Un confesionario en la bella Galicia


He estado en la dulce Galicia y regreso con la inevitable saudade. Ya contaré mis impresiones, sin referirme mucho a las cualidades del paisaje, a la infinita gama de sus verdes, a los brillantes colores de la jara y la retama en primavera; o al rojo pulido y sangrante de la digital (la Digitalis purpurea), que ya había visto otras veces allí. Lo que siempre sorprende a mis ojos es la práctica desaparición del suelo, de la tierra, ocultada por la ubicuidad lujuriante de los brezales y praderas, de los altivos árboles. Hablaré de otros temas, porque no me fue dado el don de la descripción sabia y minuciosa de las cosas; me desenvuelvo algo mejor en ámbitos más apartados de lo concreto.

Contaré, por ejemplo, lo que me ocurrió en la catedral de Santiago, tras el casi imprescindible vuelo del botafumeiro. Fue un impulso instantáneo e incontrolable. Después de tanto tiempo alejado de los confesionarios, una extraña fuerza me volcó sobre uno de ellos. Me acerqué hasta él, movido por una atracción invencible. El humo del incienso todavía difuminaba levemente los contornos de la portentosa fábrica y había una extraña paz. El sacerdote estaba sentado, desocupado, aislado de la multitud agitada y ajena, todavía estremecida por el espectáculo, esperando algún penitente. Me vio llegar y me sonrió. Yo había visto ya que confesaba en inglés y en gaélico —estaba muy claramente escrito en un cartel— y no puede contenerme. De la manera más delicada, aunque no exenta de un cierto grado de acucia, le pregunté sobre algunos temas que me interesan.

En un relato mío reciente, El reino de Ta, menciono a un caballero irlandés del siglo XII, Tnugdalus (Tondolus o Tundale, en las traducciones al inglés), cuya historia o leyenda  se cuenta en un texto latino escrito hacia el año 1149, Visio Tnugdali (Vision of Tnugdalus), extremadamente popular en la Edad Media. En mi relato, digo de él: “Fue un caballero que vivió en el siglo XII en Cork, en Irlanda, y que tenía costumbres no recomendables. Estando una vez en casa de una amiga (una amiga íntima, se entiende), enfermó y quedó inconsciente durante tres días y tres noches y todo el mundo lo creyó muerto. Durante ese tiempo, un ángel guió su alma por el  cielo y el infierno y le hizo experimentar, en este último lugar, alguno de los tormentos a que son sometidos los condenados; para que se fuera haciendo una idea. El caballero recobró finalmente el conocimiento y, como consecuencia lógica del asunto, cambió de manera de vivir y se hizo pío y cumplidor”.

El caballero contó toda esta historia a un monje itinerante, también irlandés, el hermano Marcos, que luego la escribió en latín, en el monasterio benedictino de San Jacobo, en Ratisbona, traduciendo todo lo que Tundale le había contado en gaélico. La obra, más de ciento cincuenta años anterior a la Divina Comedia del Dante, mezcla elementos de leyendas célticas respecto al mundo de ultratumba y otras propias de la tradición cristiana. Tuvo muchas traducciones a diversas lenguas vernáculas y luego perdió notoriedad. La literatura es así de pendona, si se me permite la expresión.

Hablé unos pocos minutos con el atildado y elegante sacerdote. Al principio en español y luego en inglés. Quería yo saber si había muchas diferencias entre el gaélico irlandés y el escocés —el tema de las lenguas goidélicas, las insulares descendientes del protocelta, es complicado y lejano para mí— y le hice alguna pregunta. Luego quise también saber si había confesado a muchos en gaélico. Se rio francamente y me contestó que sólo dos. ¿Cómo se confesará uno en gaélico? ¿Y cómo se pecará en gaélico? El asunto tiene su intríngulis, su morbo.

No me confesé, perdí esa oportunidad. No me ocurrió lo que a Paul Claudel, mientras oía el Magnificat en la iglesia de Notre-Dame, en la Navidad del 1886, como él mismo contó muchos años más tarde. Pero pasamos un ratito agradable: el confesor estaba seguramente un tanto aburrido de esperar inencontrables penitentes gaélicos, y yo últimamente pego la hebra con quien sea. Es por la edad, lo sé bien. Resulta agradable. No entiendo a la gente que tiene dificultades para hablar con el prójimo. Resumiendo, que me acerqué a un confesionario en Santiago. Todo lo que me sucede en Galicia me parece bien. Me tiene namorado, enmeigado.

15 de mayo de 2014

¿Es bueno recordar el pasado?


Hablaba en mi anterior entrada de cómo una cierta aura de felicidad puede hacer deslumbrantes nuestros recuerdos. Hasta el punto de que, para algunos, el pasado se convierte en un modelo o reclamo de cualquier paraíso ultramundano (ultraterreno no está en el DRAE; qué cosas, ¿verdad?). Este hermoseamiento del pasado puede ocurrir particularmente en los mayores y no ser siempre beneficioso. Paul Léautaud, en su obra Palabras efímeras, hizo notar que “los recuerdos de las cosas felices envenenan la vida, cuando estas ya no se pueden tener. El amor, por ejemplo”.

Yo no sé si hay una época de la vida en la que ya no se pueda tener el amor; ese amor concreto al que se refiere, sin duda, el autor. Lo que me importa resaltar ahora es que, como en tantas ocasiones, lo de refugiarse en el pasado —en la infancia, en la adolescencia, en la juventud— hay que saber dosificarlo. Un francés lúcido de casi noventa años, ha escrito: Adultes oublieux, ne dites point que l’adolescence est temps merveilleux. Et si vraiment la vôtre vous paraît telle, c’est qu’alors vous avez fait bien peu en votre maturité (Adultos olvidadizos, no digáis que la adolescencia fue un tiempo maravilloso. Si verdaderamente la vuestra os parece así, es que habéis hecho bien poco en vuestra madurez).

La historia de siempre: la verdad se insinúa y escabulle entre proposiciones contrarias y resulta siempre difícilmente asible (asible no está en el DRAE, pero sí inasible; qué cosas, ¿verdad?). Somos nosotros los que tenemos que ordenar el mundo y hacerlo nuestro. Sin excesos, para que los demás puedan también habitarlo. Si uno se fabrica un mundo demasiado personal, corre el riesgo de quedarse solo.

Tengo que copiar ahora un fragmento de un escrito mío, para dar una idea de estas vaharadas entrañables que nos vienen del pasado: “Y todo enredándose, enzarzándose, con los recuerdos; con los más bellos, los de la infancia. Veo todavía aquellos campesinos de mi tierra, que vendían los chumbos por las calles. Llevaban una minúscula navaja y con extraordinaria maestría cortaban los dos extremos del chumbo y los separaban, como dos opérculos, para luego hacer una incisión longitudinal a lo largo del fruto, muy poco profunda; lo justo para despegar, con la misma navaja, en un momento, la corteza y descubrir, ante nuestros asombrados ojos de niño, la roja y sangrante pulpa, carnosa y resbaladiza, que recogíamos ya con la mano.

Lo hacían todo con gran habilidad y precisión, porque el chumbo no debe tocar la piel, pues tiene unas espinas, muchas casi invisibles, que pican y son muy molestas. Era todo tan fácil, tan bonito de ver, tan dulce y rico de comer. Aquellos hombres rudos, sencillos, te ofrecían en un minuto la felicidad, el milagro de una pequeña felicidad”.

¿Volcarse en el pasado? ¿Huir de él? Todo viene de que no sabemos en realidad qué es la vida y cada uno trata de vivirla a su manera. Un escritor español, cuyo nombre no hace al caso, medita sobre esto y escribe: “La vida es un largo ensayo hacia la nada, un rumor de siglos devastados, el naufragio de las ideas, la angustia de la palabra deshuesada. No existe la verdad y la juventud se disuelve entre la alucinación y el júbilo de la ceniza”. Bueno, lector, quizá ya me conoces. Si pones todas las frases al revés, la verdad del párrafo —lo que haya de verdad en él— se transforma en otra verdad distinta, igualmente válida. Es evidente que con una prosa así no se persigue la verdad. Se busca sólo la eufonía, el juego, el malabarismo de las puras palabras. Pero ese juego me gusta, no lo puedo remediar.

Sin embargo, el mismo Paul Léautaud, el famoso crítico literario que citaba antes, está en contra: “No me gusta la gran literatura. Sólo me gusta la conversación escrita. […] La búsqueda de una palabra, incluso si es necesaria, es un atentado contra lo natural. Debe escribirse con las palabras que uno conoce, que uno tiene en la cabeza”.

Dios mío, ¿por qué resulta tan bello y elusivo el mundo de las ideas?

14 de mayo de 2014

El pasado y la felicidad


Hablé del pasado y, casi sin darme cuenta, me dirigí al mío, a mi pasado. Yo creo que esto es bastante inevitable. Hablo de mí porque soy el hombre que tengo más a mano, se excusaba Laín Entralgo cuando abría los pasadizos del alma a los demás. Lo mismo podría decir yo y cualquier lector de este blog. Pero son esos hombres que tenéis todos a mano los que me interesan, porque son los que existen sólo para vosotros, si no los sacáis a la luz. Son los que fuisteis en algún momento, que ya nadie recuerda, los que soñasteis ser, los que quisisteis ser, los que no pudisteis ser, porque en la vida no siempre vienen bien las cosas y mucho de nosotros se queda sin volcarse al mundo.

Tengo ahora la retina llena de amarillos, de blancos, de verdes, de violetas. Estoy en Galicia y apenas puedo entrever el color de la tierra, que parece esconderse pudorosa por mostrar tanta belleza; todo está cubierto por una vegetación amable e infinitamente relajante. Esto lo contare otro día; ahora quiero terminar las líneas que empecé sobre el pasado.

Ese pasado que a menudo se reviste de algo muy parecido a la felicidad. E importa poco si fue más o menos real; el pasado no es como fue, sino como se recuerda. Tan es así que puede convertirse en un refugio acogedor, cuando se extravía nuestra vida, nuestro presente. Ampliaré un poco más las palabras del escritor francés que ya cité, Maurice Bedel, que recomienda con ardor visitar nuestro pasado. Traduzco: “Hay cuentos en donde se ven Aladinos y Alicias internarse por arte de magia en mundos rebosantes de maravillas. ¡Pero tú tienes la lámpara de Aladino! ¡Se abre a ti el país de Alicia! ¿Por qué te quedas dudando en el umbral de tus riquezas? Entra, franquea el rastro de silencio que separa lo que es de lo que ha sido”.

La belleza del pasado puede hasta condicionar nuestra idea del cielo, del paraíso. Fernando Pessoa, el gran escritor portugués, añora la casa de su niñez y un pasado de té y tostadas servidas en la tarde, cuando las mujeres acababan por fin sus tareas de coser y hacer punto, con el reloj del salón midiendo, o creando, el tiempo. Una añoranza bien terrestre y familiar que le hace exclamar, dirigiéndose confusamente a alguien que fuera encargado de administrar la verdad y el tiempo de la eternidad en otra vida: “Me veo aquel que fui en la infancia... Dame esto otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti todos los dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no me sabe a las tostadas del pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo? Restitúyeme el pasado y guárdate la verdad. Dame otra vez la infancia y llévate contigo a Dios.” Sí, lector, todo puede ser excesivo. Pero para eso está uno, para matizarlo, para suavizarlo, para adaptarlo a nuestro pensamiento o nuestro corazón.

Sin tanta acritud, un escritor español, Andrés Trapiello, imagina también una eternidad bien mundana: “Nuestra vida, si se sabe vivir, es como la misma gloria, y yo diría incluso que no quiero más eternidad que una hecha de estas mismas cosas, con todas nuestras cuitas y afanes, sólo que sin dolor y sin muerte”. Yo quitaría algo de todo esto. Las cuitas, a veces muy urentes. Los afanes, a veces vehementes e insensatos. Y no querría un mundo con los tontos que uno se encuentra por aquí. Ni con vanidosos. En realidad, los tontos y los vanidosos son los mismos. Para mí, y lo digo con absoluta convicción, si alguien es vanidoso es también tonto. Por eso, una de las palabras más reveladoras y profundas de nuestra lengua es la de tontivano. En fin, yo querría un mundo libre de turpitud y, por supuesto, de agresividad.