5 de abril de 2014

De los amores tristes


Hablé de amores que fueron y luego desaparecieron, arrasados por el vendaval maligno del tiempo. Como aquel que añoraba el trovador Raimbaut de Vaqueiras en su reino de Salónica, cuando escudriñaba el mar cada día, soñando arribadas imposibles. Amores que anidan en el recuerdo y siguen embelleciendo la vida, porque causan una clase de tristeza muy dulce. Lo entiendo muy bien: sé desde hace tiempo que el más preciado poso de la experiencia de una vida entera es el refugio en la nostalgia.

La verdad es que puede haber mucho de triste en los amores. Lancelot de Voiron era un paje de Alix de Orange, la más rubia, hermosa y alegre de las princesas del Delfinado, según el parecer y testimonio de todos los juglares. Para ambos, el paje y la princesa, fue el primer amor. No hay luna como la de enero, ni amor como el primero, dice la sabiduría popular. Un día, los sorprendió el padre de Alix, el príncipe Renault, cuando se besaban y el pobre Lancelot tuvo que huir más que deprisa. Cabalgó hacia Valence y se fue Ródano abajo hasta Marsella, lugar en que se embarcó para Jerusalén, en donde hacían entonces la cruzada los francos. Los azares de la guerra y el destino lo retuvieron quince años hasta que pudo regresar. Y cuentan las viejas crónicas que, justamente cuando entraba el caballero Lancelot en Valence, por la puerta que llaman del Imperio, oyó tocar a agonía las campanas de San Martín. Le hicieron saber que tocaban por su enamorada, por la bella Alix de Orange, que se moría con la misma tos de su hermana Beatriz, en la terraza de su palacio, el de los Tres Donceles. Llegó tarde; no pudo verse reflejado en sus ojos. ¡Tantas penas que pasó, tantos años esperando, para ser derrotado al final por la muerte!

Don Leonís de Arantes se enamoró de una princesa bizantina, hermosísima, pero con la salud quebrantada; tenía que tomar, mandadas por los médicos, unas raras hierbas de javaleño, que se dan sólo en Indias. Hasta aquel lejano país fue Don Leonís y peleó allí con un gigante y una serpiente, jugándose la vida y ganándola. Y realizó muchas otras hazañas, que no son para referir ahora, hasta que dio finalmente con las salutíferas hierbas y las trajo, ilusionado y feliz, a Constantinopla. Cuando entraba en la ciudad, por la puerta que nombran de las Abejas, un paseante, que lo reconoció por sus armas y sabía de sus amores pendientes, se dirigió hacia él y le avisó de que la princesa había muerto, hacía ya dos años, de una alferecía. O sea, que Don Leonís hizo en balde el viaje, salvo que echó fama de buen enamorado y eso quizá le sirvió luego de algo, en la vida que siguió, que no siempre las cosas acaban tan rematadamente mal.

Por la misma excepcionalidad del amor, por su delicada naturaleza, anida en él muchas veces la tristeza, en ocasiones muy sutil, apenas perceptible. Como la que destila ese verso de un poeta gaditano, Ángel García López: “Confieso que te quiero como nadie me quiso”, que no deja de ser una queja, aunque muy tenue e íntima.

Otras veces el amor es tan fulgurante que hasta puede matar. En Bretaña, en la dulce Francia, una doncella murió el primer día que bailó con un galán. Era su baile inaugural, recién llegada a la mayoría de edad y no pudo soportar la emoción y la felicidad. Esa es región de mujeres sensibles y, ante el temor de que esto pudiera ocurrir en más casos y poner en riesgo incluso el mantenimiento de la población, se decretó, en la ciudad, que las damas no bailaran hasta que hubieran tenido por lo menos un primer hijo. Y uno se pregunta, si podían morir por un baile, ¿cómo soportaban las maniobras necesarias para traer niños al mundo? Claro que esto está más enraizado en la naturaleza, me digo, y se tolera bastante bien, en general.

4 de abril de 2014

De los breves amores que fueron


Terminé mi entrada anterior diciendo que el vuelo de la felicidad era casi siempre corto, o algo así. Conté que Beatriz, su marido y su amante eran felices… hasta una sonochada de estío, cuando los imprudentes enamorados —el marido no entra en esto, claro; se entiende que estaba de caza— reparaban sus dulces fatigas sobre un oculto pradillo del jardín, embriagados con el aroma de la hierba recién cortada y durmiendo dulcemente, cubiertos con el manto del trovador. El marqués, Bonifacio de Monferrato, quizá arrepentido de haberse traído al insistente provenzal a palacio, los sorprendió y, con delicadeza y tacto, quitó la ropa del amante sin despertarlos y los cubrió con su propia capa, en la que estaban bordadas muy claramente las armas del marquesado. Al despertar, los dos se dieron cuenta de lo ocurrido, que volvían por veces al mundo, después de muy largas y felices ausencias. Algo parecido ocurrió cuando el rey Marc encontró yaciendo juntos a Tristán e Isolda e intercambió su anillo con el de ella y su espada con la de él. Son estas, ocurrencias que tienen a veces los engañados y que encierran ya, seguramente, un principio de comprensión, de absolución.

Después del suceso, el marqués Bonifacio no tuvo grandes problemas para convencer al trovador de la cabal conveniencia de peregrinar a Tierra Santa y dejar los entretenimientos. Los dos, el marqués juicioso y el trovador enamorado, se fueron de palmeros. Te contaré, lector, porque sé que estas cosas te interesan, que muchos otros pecadores arrepentidos iban en la misma nave, camino del perdón y de la aventura. Iba, encerrado en jaula de plata y amparado por un salvoconducto de los duques de Saboya, aquel monje de Chieri que quedó convertido en faisán por haber comido carne de ave en Viernes Santo. Iba aquel caballero de Mandovi, que intentó raptar a una monja en Fossano. Cuando estaba a punto de conseguirlo, ella pidió a Dios que le mandara la lepra para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió en un instante, haciendo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa mudanza. Viajaban entonces hacia Jerusalén gentes de toda condición, en busca de la gloria, de la muerte, del amor, del olvido, de sus respectivos e ignotos destinos.

 Monferrato, tras sólo un par de batallas, ganó el reino de Salónica, hizo a Raimbaut duque del mismo y lo nombró príncipe de Orfani. ¿Os dais cuenta? El pobre trovador hecho príncipe y gobernador de un reino. ¿Se puede pedir, se puede ambicionar más? Pues, fijaos lo que es el amor. El nuevo y flamante príncipe era víctima insalvable de la melancolía, olvidaba todas sus ventajas y conveniencias y sólo soñaba con Beatriz y le escribía sin cesar las más tiernas baladas, todas dirigidas al Bel Cavalier, declarándose prisionero en ultramar, herido de amor, infeliz e incurable. Mientras tanto, Beatriz le dio once hijos al Caretto, quien sabe si con pasión por medio, que esto es muy complicado de averiguar en las mujeres y es sabido que hay mil formas de fingimientos.
 
— ¿Y usted no cree, fray Gerundio, que en los momentos más desgarrados e íntimos, Beatriz quizá pensaba en su amante ausente, en su dulce trovador.
— Pues eso no lo sé, que en ciertas circunstancias los sentidos se descomponen, uno no rige muy bien y está como sonlocado. Sobre todo en los momentos del inmundo y breve placer.
— Fray Gerundio, qué duro e injusto es usted en sus calificativos. Tal vez usted, por su condición, no conoce bien… El juego no es tan aburrido y la prueba es que…
— No, si yo lo digo porque lo he leído así en una obra de Hanri Barbusse, un escritor francés hoy prácticamente olvidado.
— No me extraña que lo hayan olvidado.
 
Lector, perdona esta interrupción de mi interlocutor invisible, al que apenas estoy dejando hablar en este blog. Te diré que este tipo de digresión es el que odian algunos que me leen y cuentan que rompe el flujo narrativo. A mí es que el flujo ese me trae bastante sin cuidado y confío en la rapidez mental del lector. Esto es sólo un juego: hoy escribo yo y tú me lees y mañana puede ser al revés. Pero volvamos ahora a mi narración. Ponte ahora un poco malencónico (sic) para lo que sigue.
Raimbaut murió en su principado, añorando aquel lejano y perdido amor; entreviendo a su Beatriz, por siempre inalcanzable, en la distancia, en el horizonte engañoso e impasible del mar, que se divisaba desde la blanca terraza de mármol del palacio. En ocasiones, cuando los vientos eran mareros, creía oír su voz, que le llamaba con los nombres tiernos y secretos que se habían inventado y confiado tantas veces, juntos, en las tierras del marquesado de Monferrato, en la dulce Lombardía inolvidable. Ni un día dejó de pensar en ella, ni un día pudo desprenderse del infortunio, de la desesperación y de la nostalgia. Para lo bueno o para lo malo, nada sería lo mismo en el mundo sin el amor. Incluyo una canción que hizo por entonces: ¿De qué me valen, pues, conquistas ni riquezas? Porque yo me tenía por más rico cuando era amado y leal amigo y Amor me nutría. Prefería un solo placer que aquí gran corte y gran hacienda. ¡Ah, mi pobre Raimbaut, cómo puede ser de triste amar!

3 de abril de 2014

De los breves amores cumplidos


Hablé del amor de Juan el Bueno hacia la condesa de Salisbury, cuando el amor deambula ya por esa incierta penumbra en la que el amante no tiene la gozosa seguridad de ser correspondido; cuando se vuelve a la frágil y mudadiza felicidad, a la locura de los comienzos. Creo sinceramente que hay formas excesivas y malignas del amor, frente a las que los infortunados amantes se encuentran indefensos, dispuestos a sacrificios o servidumbres más allá de lo razonable. Quizá por las extremas cualidades de la persona amada, quizá también por la desgraciada personalidad del amante.

Hay amores imposibles que incapacitan para cualquier otro. En Cuentos de Eva Luna, un personaje de Isabel Allende al que ya mencioné se queja, impotente y desolado: “Me has perseguido sin tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti”. Incluso un amor logrado, cumplido y feliz, puede terminar así, nimbado de tristeza. Lector, te voy a contar la historia de un trovador de finales del siglo XII y muy principios del XIII, Raimbaut de Vaqueiras. De sus momentos felices; de su final, envuelto en añoranzas y tremante aún por la viveza e intensidad del recuerdo.

Raimbaut fue hijo de un pobre caballero de Provenza, del castillo de Vaqueiras, en Provenza. Se hizo juglar y estuvo mucho tiempo al servicio del príncipe de Aurenga, un tal Guilhem dels Baus, que le hizo mucho bien y lo prosperó. Se convirtió en el trovador más famoso de toda aquella tierra, en donde estaban entonces inventando cuidadosamente la cálida y dulce fermentación del amor. Cantó una vez ante un noble italiano, el egregio marqués Bonifacio de Monferrato, y tanto le gustó al visitante su arte, que logró convencer al trovador para que le acompañara en el regreso a su patria y así se lo llevó a su palacio, en Italia.

Allí, un día, Raimbaut, quizá añorando todavía su dulce Provenza ―¿un día feliz, un día aciago, quién puede juzgar estas cosas?― vio inesperadamente, a través de los altos ventanales de una de las afiligranadas galerías del edificio, a una doncella, como esas que se ven casi sólo en los sueños: esbelta de cuerpo, de piel blanca, como de marfil pulido, y un pelo negro brillante que le llegaba hasta la cintura. En la intimidad de la estancia, sin saberse observada, la doncella se quitaba sus ropas de seda, se ponía una reluciente armadura milanesa y era capaz de esgrimir y manejar una espada, como en un juego, delante de un gran espejo colgado en la pared. Luego, graciosamente, pasado este inocente fingimiento, volvió a vestir sus ropas femeninas, pero el trovador, que se enamoró perdidamente de ella tras esa visión fugaz, la llamó ya siempre, en sus trovas y cantos, el Bel Cavalier. La dama, que esta vez no era soñada, como ocurre en otras ocasiones, sino de esa arrebatada realidad que supera a los sueños, se llamaba Beatriz. Era la hermana del marqués y estaba prometida al caballero Arrigo del Caretto, un noble también, que era señor de Savona.

El trovador moría de amor cada día y escribió como nadie había escrito hasta entonces, aunque tantos enamorados habían sentido lo mismo. Tenía ese don el buen hombre. Y se acercaba tan derechamente a la muerte que Beatriz se ablandó al saberlo, lo amó con todas las consecuencias y le regaló, embellecida y multiplicada, la vida. Se casó luego con Caretto, eso sí, para no complicar tontamente las cosas, pero el trovador fue mantenido en palacio y siguió gozando de todos sus privilegios. Sí, lector, de todos sus privilegios; estos arreglos juiciosos han existido siempre. Don Arrigo era amante de la caza y cazaba; el trovador amaba la trova y trovaba; Beatriz lo comprendía todo, absolutamente todo, y se sacrificaba, la pobre. El mundo seguía rodando incansable y ciegamente por su camino de siempre. Y yo no sé ahora de otros, pero los mencionados eran felices, como quizá lo fueron nuestros primeros padres, desde que comieron la fruta prohibida hasta el momento en que fueron tan inmediata y bruscamente expulsados del paraíso.

Hasta que un día, todo se torció, porque el viento que porta la felicidad es corto y mudable. Pero esto lo contaré otro día, para no alargarme.

2 de abril de 2014

Juan II el Bueno y la bella condesa de Salisbury


¡Ah, mi pobre Joan de Kent, condesa de Salisbury, mi pobre rey Juan II, el Bueno! Prometí hablar de vosotros y lo hago. Pero antes quiero recordaros que ocupáis un lugar privilegiado en mi viejo y gastado corazón.

Hay que situar a la condesa. No fue aquella Catherine Montacute (1304-1349), condesa de Salisbury, amante del rey inglés Eduardo III —y para algunos sospechosa de brujería—, en cuyo honor se creó la Orden de la Jarretera. Tampoco fue la infortunada Margaret Pole (1473-1541), también condesa de Salisbury, ajusticiada por orden de Enrique VIII. Tenía sesenta y siete años y se defendió con tanta energía antes de posar el cuello en el bloque que el verdugo erró varias veces el golpe, hiriéndola en la espalda, el cuello y la cabeza.

No, mi condesa fue Joan de Kent (1328-1385), princesa de Gales y de Aquitania,  condesa de Salisbury, condesa de Kent, etc., conocida como la Fair Maid of Kent, que se casó, secretamente al principio, con el Príncipe Negro, hijo de Eduardo III, en 1360. ¡Huy, lector, qué bonito queda todo esto! Fair es un adjetivo que puede tener muchas traducciones, todas buenísimas. Yo diría “la bella, la pura, la blanca, la rubia doncella de Kent” y podría seguir. Pero no se crea que son cosas mías: el cronista francés Jean Froissart, autor de Chronicles, dijo que era “la mujer más bella de todo el reino de Inglaterra y la más cariñosa”. ¡Por Dios, qué combinación! Yo no sé si Froissart hablaba por sí o copiaba de las Vrayes Chroniques, de Jean le Bel, otro cronista flamenco, en las que se inspiró tanto. Jean le Bel, Juan el Bello; qué nombres se gastaban las gentes de estos tiempos. Así da gusto.

Todo esto es deslumbrante; la leyenda que cuento ahora es tierna y embriagadora. El rey Juan II de Francia (1319-1364) era un excelente jinete, muy generoso con los suyos, lo que le valió el sobrenombre de ‘el Bueno’, y valentísimo en la guerra. En la batalla de Poitiers, en 1356, fue derrotado por el rey inglés Eduardo III y su hijo el Príncipe Negro, y su idea del honor le impidió huir, por lo que fue hecho prisionero. Fue llevado a Londres al año siguiente y tratado allí como un cortesano más. Liberado tres años más tarde, quedaron como rehenes dos hijos suyos, Juan y Luis. Al escapar Luis en 1363, el exigente código de honor del rey le exigió volver a Londres y entregarse.

Juan II había conocido a la bellísima condesa de Salisbury durante su estancia en la corte inglesa y se había prometido volver alguna vez a Inglaterra, sólo para verla una última vez antes de morir, irse del mundo con su imagen en los ojos. Se acercó el rey a caballo, solo, sin escolta, a su castillo y la divisó a lo lejos, asomada a una ventana, con una rosa en la mano derecha, mientras metía la otra mano en un vasito de agua y salpicaba la colorada flor con sus largos y gráciles dedos. Juan el Bueno, enmudecido por el amor y por la desgracia, mecido ya por el viento aún tenue de la muerte, se aproximó hasta que pudo ser visto por la dulce condesa. Se quitó entonces, lentamente, como en un rito ensayado o soñado durante mucho tiempo, la birreta adornada con una pluma de faisán y antiguas monedas de oro e inclinó la cabeza en señal de respeto y sumisión y quién sabe si de renuncia y despedida. Tampoco se sabe si la condesa lo reconoció y recordó o lo tenía ya en uno de esos olvidos de los que jamás se vuelve. Eso, en el fondo, no importa tanto. El caso es que el rey cumplió su sueño, su promesa, y una vez que hubo visto a la hermosa señora y entendió que el corazón no podría aguantar mucho más, no esperó ninguna respuesta, volvió la grupa de su caballo y cabalgó muy lenta y calladamente hacia una posada cercana, en donde se fue a morir.

Me duele decirte, lector, que todo esto quizá no pudo ser. O que tuvo que ser de otra manera. No queda constancia exacta de los viajes y fechas entre Burdeos y Londres de Joan de Kent, que harían posible o imposible el encuentro. Entre nosotros, qué más da. Mira, si tienes problemas para aceptar mi historia, quédate sólo con los últimos párrafos de mi entrada y olvida todos los demás. Habrás conservado lo importante, lo que de verdad cuenta en la vida de los seres humanos. Tengo que cortar; te hablaré otro día de otros amores.

1 de abril de 2014

El amor de oídas, el amor lejano


Mencioné no ha mucho el ‘amor de oídas’ y querría seguir un poco. Este amor —hay muchas clases de amor, lector, y seguramente quedan más por inventar— también conocido como amor de lonh, amor lejano, se dio siempre entre los seres humanos, aunque más frecuentemente en la sociedad medieval, en el mundo de la lirica trovadoresca. Es el amor que se despierta por lo que se ha oído hablar de una persona, de su belleza física, de sus cualidades, sin haberla visto jamás. Se comprende que hoy, con los poderosísimos medios de comunicación e intercambio de imágenes, sea casi imposible que se dé este tipo de amor.

Uno de los casos más representativos fue el del trovador Jaufré Rudel, príncipe de Blaya (la actual Blaye, en la Gironde). Se enamoró tan perdidamente de una princesa —sólo por lo que había oído a las gentes, por las alabanzas que hacían de ella los peregrinos que regresaban de Antioquía— que le escribió los versos más apasionados y se metió a cruzado para poder verla; sólo por eso. Pasó la mar y sus peligros, llegó por fin a tierra, muy enfermo, y murió en el momento de contemplar a la amada. Se trataba de Melisenda, una princesa de Trípoli. La princesa se acercó hasta el lecho del moribundo, pudo todavía abrazarlo, y él recobró al punto el sentido y agradeció a Dios que le hubiera permitido verla, aunque fuera sólo un instante, encaminado ya hacia la aniquilación y la nada. Murió entre sus anhelados brazos y ella lo hizo enterrar en la casa del Temple. Ese mismo día se metió a monja. Algunas decisiones no conviene demorarlas, que luego el mundo está llena de arterías, nos vuelve a engañar otra vez y vienen los olvidos. ¡Qué triste puede ser a veces la  vida, qué cruel el destino!

Dejé escrito que se enamoró de la princesa Melisenda, sólo por razones eufónicas, porque es nombre de hada y de leyenda. En la realidad, pudo ser la hija de Raimon II, conde de Trípoli. Hasta podría tratarse de la esposa del conde e incluso de la mismísima Leonor de Aquitania, que con su primer marido, Luis VII de Francia, había partido para Oriente, por tierra, en Pentecostés del año 1147. Nada más se sabe, históricamente, del trovador. Desde luego, parece que Rudel amó a una dama a la que no había visto nunca. En una canción suya declara que ama a cela qu’ieu anc no vi (aquella que nunca vi).

El tema de la persona que se enamora de oídas, que no de vista, es muy viejo y de presencia ubicua. Existe en casi en todas las culturas, con posibles antecedentes incluso en San Agustín. Aparece, en términos muy similares a los utilizados por Rudel, en Las Heroidas, de Ovidio, en la carta de Paris a Helena. En El collar de la paloma, de Ibn Hazem de Córdoba, se cuenta el amor que nace al contemplar la pintura del amado, sin haberlo visto jamás. Este amor de lonh está tan delicada y tiernamente abordado en Rudel, que Salvatore Battaglia afirma que este trovador es el primer poeta moderno de la pura nostalgia. Petrarca se refirió a él en su Triunfo del amor (IV, 523): “Giaufré Rudel ch’usò la vela e’l remo / a cercar la sua morte” (Jaufré Rudel, que utilizó la vela y el remo para buscar su muerte). El tema —la vida destrozada y perdida por el amor— inspiró a Heine, Swinburne, Browning, Carducci, Rostand y tantos otros.

En el romance de Montesinos y Rosaflorida, la enamorada es ella, como pasó con Zaida y Alfonso VI: En Castilla está un castillo, / que se llama Rocafrida. […] Dentro estaba una doncella, / que llaman Rosaflorida; / siete condes la demandan, / tres duques de Lombardía; / a todos les desdeñaba, tanta es su lozanía. / Amor ha por Montesinos, / de oídas, que no de vista. Y de oídas era también el amor de aquel loco sublime, que le insistía a Sancho: ¿No te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y por la gran fama que tiene?

El amor, obviamente, no es siempre de oídas. De la General e Grand Estoria, de Alfonso X, que hojeo ahora, tomo el encuentro de Dido y Eneas, sin alterar la grafía, para que la conozcan los no habituados: “E ella (Dido), quando vio a Ascanio, su fiio, tan fermoso, touo en su coraçon que padre que tal fiio fiziera muy fermoso deuie ser; ca Eneas venie armado e non lo podie ella asy ver, pero que lo veye de otra guisa muy bien façionado de cuerpo e de miembros, asi que fue luego enamorada de Eneas”.

Dido no vio a Eneas del todo, pero vio lo suficiente, y además vio a su hermoso hijo, Ascanio, de lo que dedujo que el padre también sería un hombre guapo. En esto se podría haber equivocado, que la herencia no siempre es tan cumplidora. Seguramente pensó que ya tendría tiempo de ver el resto de Eneas y conocer bien todas sus partes, antes de adoptar una decisión irrevocable, que para eso siempre ha habido ocasiones en todos los tiempos y lugares.

¡Tantas historias de amor! Cómo me gusta la de aquel rey de Francia, Juan II, a quien llamaban el Bueno, y la bellísima condesa de Salisbury. Casi todo es mentira, ¡pero es una mentira tan delicada y hermosa! La contaré otro día.