15 de febrero de 2014

La dote del Sultán (final)


Llegó el momento de hablar de la dote del Sultán. Este sultán tuvo el capricho de casar a una de sus cien hijas con alguien que no fuera noble, con ciertas condiciones. El pretendiente iría viéndolas una a una y en ese momento conocería la cuantía de su dote. Así, hasta decidirse por una de ellas. Las dotes eran diferentes, no sé yo ahora por qué. Quizá el sultán quería ser muy justo y las repartió de acuerdo con las cualidades personales de su prole. ¿Y qué cualidades? Lector, a veces me apuras con tus preguntas. Tampoco lo sé. Estos asuntos no son fáciles de enjuiciar. Imagina que fuera de acuerdo con su inteligencia. ¿Y a quién debería dar más?, ¿a la más lista, a la más tonta? No está nada claro. Yo le daría más a la más tonta, para tratar de compensar. Digo yo.

Había una puñetería más: el matrimonio sólo tiene lugar si el pretendiente escoge a la de mayor dote (la verdadera razón para la diversidad de dotes es que el problema la exige). Esta generosidad extrema del sultán complica las cosas. La mecánica era la siguiente: Se presenta una hija y se proclama su dote. Si el pretendiente no la escoge, se pasa a la siguiente y ya no hay vuelta atrás posible. Cuando ya elige una, termina la presentación. Si no es la de máxima dote, del total de las cien hijas, no hay boda; es lo único que cuenta. Si el pretendiente se deja arrebatar por la belleza de alguna y luego no es la mejor dotada, adiós mi amor. Hay que intentar descubrir la dote mayor y punto. Aparte de que todas las nenas eran muy guapas. ¿Hay alguna buena estrategia para ello?

Lector, ¿escogerías la primera? Es muy poco probable que sea la de mejor dote, aunque la probabilidad es la misma que para la posición 17, 56 o cualquier otra (1/100). ¿La segunda? No quiero que te rompas la cabeza: hay una estrategia óptima. Hay que dejar pasar unas cuantas hijas, fijándose, eso sí, en la cuantía de sus dotes. Después de eso, se escoge la que tenga una dote mayor que todas las anteriores. Puede que ya no exista una dote mayor  —porque estaba entre las que se dejaron pasar— o que, una vez escogida, no sea la más grande, que correspondería a una hija que no llegó a presentarse. Pero también puede ser, efectivamente, la dote más alta; no es imposible.

¿Y cuántas conviene dejar pasar, antes de escoger? Eso está claro. Lector, multiplica 100 por 1/e, lo que da 36,787 y deja pasar, sin escoger, las 37 primeras hijas. Con esa estrategia óptima, la probabilidad de escoger a la de mayor dote es 0,371, o 37,1 %, si prefieres. Como es habitual, te ahorro los cálculos, que son correctos, aunque no inmediatos ni fáciles. Obviamente, son idénticos para cualquier número de hijas. En el ordenador he simulado el proceso —lo he hecho con dos mil sultanes y cuarenta hijas— y los resultados hallados coinciden con los esperables teóricamente.

Si yo fuera soltero, haría lo siguiente. Iría a un sitio en donde hubiera muchos sultanes. Y les contaría este cuento con pasión y los pertinentes adornos, diciendo que es muy divertido, etc., a ver si alguno se animaba. Si lograba uno, ya tenía un 37,1 % de probabilidades de casar bien. Si lograba convencer a dos, ya tenía 74,2 % (la suma de 37,1 + 37,1). Con tres, 111,3 %.

Por Dios, lector, si calculas así, te aconsejo que no te dediques a esto. No puede haber una probabilidad mayor de uno, mayor del 100 %. Estas cuentas hay que hacerlas con las probabilidades inversas. La de no conseguir la novia con un sultán es de 0,629 (o sea, 1 – 0,371). Probando con dos sultanes es 0,629 al cuadrado (0,396); con tres, 0,629 al cubo (0,249). Por lo tanto, la probabilidad de conseguir novia, de tener un final feliz, es 37,1 %, 60,4 % y 75,1 %, respectivamente. Por muchos sultanes que haya, la probabilidad nunca llega a uno; sólo lo hace con infinitos sultanes.

¿Qué estrategia escogería el buen abad de Montserrat, que opina sobre tantas cosas? Me gustaría saberlo, porque seguramente será digna de atenta consideración. Tal vez tenga una estrategia aún mejor. Se trataría sólo de una elucubración teórica; por sus especiales circunstancias, no tendría que cargar con ninguna de las sultanitas, aunque pudiera hacerlo tan bien como cualquier otro. No me permitiría ninguna liviandad en mis palabras, que las quiero de la máxima corrección. Josep Pla escribió de una tostada aliñada: Parece un trozo de casulla de cardenal teñida por un sol moribundo. ¿Era irreverente Pla? De ninguna manera. Yo tampoco.

La dote del Sultán


Iba a dejar por ahora estos temas matemáticos, pero luego pensé que era mejor machacar en caliente y hablar de un sutil problema que llamó mi atención hace tiempo, el de la dote del Sultán. Está relacionado con el número e, un irracional trascendente, base de los llamados logaritmos naturales o neperianos. Aparece muy a menudo en el cálculo, como el número π en geometría. Su descubrimiento se atribuye a uno de los Bernouilli suizos, Jacob, cuando estudiaba un supuesto de interés compuesto continuo, hacia finales del siglo XVII. Explicaré esto algo más. Su designación con la letra e minúscula, se debe al matemático, también suizo, Leonhard Euler, en el año 1727.

Repárese en los dos calificativos anteriores del interés: compuesto y continuo. Se habla de interés compuesto cuando la renta generada se reinvierte y empieza también a producir ganancia. Para calcularlo hay que conocer forzosamente el período temporal, la frecuencia, de reinversión. Lector, supón un capital de cien euros colocado al 100 % anual (los bancos muchas veces son muy generosos). Con interés simple, al año se tendrían doscientos. Pero si es compuesto, con un período de seis meses, se tendrán 225 —en el primer semestre 150 y en el segundo 225—. Si el período es mensual, se tienen 261,3035… Si es diario, 271,4567… (los decimales siempre infinitos).

Cada vez más euros. Si fuera cada segundo, 271,8281… Haciendo el período cada vez más corto, infinitesimal (interés compuesto continuo), se podría llegar, Dios sabe dónde. Tal vez a trescientos, cuatrocientos euros. ¡Ah, eso no! Las cantidades son progresivamente crecientes, pero crecen cada vez menos y hay un límite para esa progresión. Ese límite al que converge la serie y que no se puede sobrepasar, es justamente el número e. Y así lo encontró y calculó Bernouilli. Como ocurre con π, el número de decimales es infinito y en el 2010 se conocía un billón de ellos. Mostraré aquí sólo los nueve primeros: 2,718281828… En términos matemáticos, e es el límite de la expresión (1 + 1 /n) n , cuando n tiende a infinito.

Otro asunto relacionado. Si una cierta cantidad, por ejemplo, 20, la dividimos en dos y multiplicamos las dos partes, tenemos 100. Si la dividimos en cuatro, y las multiplicamos todas, tenemos 54 = 625, que es mucho más. Si la dividimos en diez partes, tenemos 210 = 1024, más aún. El máximo se tiene cuando se divide de manera que el tamaño de cada una de las partes se aproxime al número e. Curioso, verdad.

No es sólo eso. Si se cuelga una cadena de sus extremos, adopta una forma, que se puede describir con una fórmula en la está el número e. El crecimiento de poblaciones muchas veces es exponencial, lo que equivale a decir que en su estudio surge el número e. La llamada espiral logarítmica, la spira mirabilis, tan querida por Jacob Bernouilli, que quiso que fuera dibujada en la lápida de su tumba —lo que no logró, porque los canteros se equivocaron y esculpieron otra espiral, la de Arquímedes—, está presente en la naturaleza y en la fórmula que la describe también aparece el número e. Hay muchas espirales (la de Fermat, la hiperbólica, etc.); la logarítmica había sido descrita ya por Descartes, en 1638. Para terminar, incluso a la hora de resolver el problema de la dote del sultán, también hay que contar con el número e. Por eso me he permitido este preámbulo sobre dicho número.

Lector, este último problema, el de la dote del sultán, te interesa, porque te podría ayudar quizá a hacer un estupendo casamiento —matrimoniar con la hija más rica de un sultán—, lo que sería muy conveniente en estos tiempos de crisis. Y en todos los tiempos, para qué lo vamos a negar. Pero eso lo dejamos para la próxima entrada, para no hacer esta demasiado larga.

13 de febrero de 2014

Matemática, la bella desconocida


Como amenacé, hablaré del método de la ‘aguja de Buffon’ para calcular el valor de π. Siempre me recordó un juego de mi niñez: había que clavar una pequeña barra de hierro terminada en punta en unos cuadrados dibujados en la tierra y que se extendían hasta una cierta distancia del lanzador. Era más difícil cuanto más lejano estaba el cuadrado; si el hierro no se clavaba, quedaba tendido en la tierra.

El modelo de Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, consiste en el lanzamiento al azar de una aguja sobre el dibujo de unas rectas paralelas equidistantes y es sobre todo una construcción teórica. El sabio francés demostró que la probabilidad de que la aguja cruce a alguna de ellas es igual a 2 / π. Por lo tanto, π = 2 * N * L / A * D, donde N es el número de lanzamientos de la aguja, A el número de veces que cruza alguna recta, L la longitud de la aguja y D la distancia entre las paralelas (el asterisco denota multiplicación). Es un problema clásico de probabilidad geométrica. Ahorro al lector, la deducción de la fórmula (más fácil si L≤ D), que puede encontrarse en cualquier libro. Todo deriva de que la probabilidad de que la aguja cruce alguna de las rectas es proporcional al seno del ángulo que, al caer, forma con ellas.

Decidí fijarme en este modelo porque es muy conocido en la historia de la Matemática y relaciona realidades o conocimientos de campos dispares y aparentemente ajenos. También porque, con un PC y el programa apropiado, cualquiera puede simular en segundos el lanzamiento de la aguja un millón de veces y encontrar el valor de π. En realidad, la simulación no sirve para calcularlo, pero sí para validar el modelo y la llamada ley de los grandes números en la teoría de la probabilidad.

El número π está presente en muchos cálculos de áreas y volúmenes. Pero aparece en muchas más circunstancias. La probabilidad de que dos enteros positivos escogidos al azar sean primos entre sí es 6 / π2, por ejemplo. Π está presente en la integral de Gauss, en la constante cosmológica, en el principio de incertidumbre de Heisenberg, etc. (omito las fórmulas). Finalmente, está en esa famosa identidad de Euler, que no deja de maravillar e inquietar a muchos: e i*π = -1. Parece que tuviera un sentido esotérico y mágico esta relación entre dos irracionales trascendentes y el imaginario i. Sobre π quedan abiertas todavía muchas incógnitas. No se sabe si alguno de los dígitos, del cero al nueve, puede dejar de aparecer en la serie de decimales de la constante. No se sabe con certeza si todos los dígitos tienen la misma probabilidad de aparecer en dicha serie…

Hay también geometrías que son perturbadoras, que tienen algo de misterioso e incomprensible. Entre las más curiosas está la de una superficie con una sola cara, como la ideada por el matemático alemán Augusto Fernando Moebius (1790-1868), que no es fácil de ser entendida o concebida por nuestro cerebro. O el llamado problema de los cuatro colores, planteado por Francis Gutrie en 1852. O el propuesto por Euler, conocido como el problema de los puentes de Königsberg (hoy Kaliningrado).

Lector, no quiero extenderme más y quedan muchas cosas en el aire. Pretendo decirte que la matemática no es aburrida y describe muchas realidades del Universo como no puede hacerlo ninguna otra ciencia; es el pensamiento en estado puro. El creador hizo el Cosmos more geométrico, ciertamente. Hay un conocido pasaje de Galileo, en Il Saggiatore, año 1623, donde expresa este convencimiento: el Universo está escrito en lenguaje matemático; sus letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible comprender una sola palabra.

No puedo terminar sin citar a Sir Francis Bacon: Pure mathematics do remedy and cure many defects in the wit and faculties intellectual; for if the wit be too dull, they sharpen it; if too wandering, they fix it; if too inherent in the sense, they abstract it (Las matemáticas remedian y curan muchos defectos de la inteligencia y facultades intelectuales; porque si el ingenio es demasiado romo, lo afilan; si demasiado movedizo, lo fijan; si demasiado pegado a los sentidos, lo hacen abstracto).

Tengo que terminar. He hablado de cosas en las que creo y a las que amo y de las que conozco sólo los principios más generales. Que no haya aburrido mucho, mi intención es buena.

11 de febrero de 2014

De las clases de números y de π


Escribí hace poco que “la Matemática es la más bella de las artes”; así, sin más explicaciones. Es sólo una frase. Pero es verdad que la matemática es la ciencia de la exactitud, de la certidumbre, de la perfección. En realidad, no siempre; hay regiones en las que esta verdad no es absoluta. Un matemático contemporáneo, Gregory J. Chaitin, habla así de sus descubrimientos: I have discovered an area or constructed an area where mathematical truth is completely random or structureless and escapes the power of reasoning, and will forever escape the power of reasoning. […] I work completely on the basis of intuition… The act of creation in mathematics is just as magical and mysterious as the act of artistic creation. I would also say that mathematics and art are much more similar than people realize (abrevio: He descubierto un área donde la verdad matemática escapa al poder del razonamiento. […] Trabajo por intuición… El acto de creación en matemáticas es tan mágico como en el arte. Diría que las matemáticas y el arte se parecen más de lo que la gente cree).

No puedo entrar en detalles. En el volumen II de mis ensayos, Por si ayudaran, hay uno, La Matemática, esa bella desconocida, en que dedico más tiempo a este tema. Ahora me limitaré a recordar las distintas clases de números y hablaré un poco más de uno de ellos, un trascendente, el designado con la letra griega π (pi).

Comprendemos bien los números racionales, no en balde se llaman así; son perfectamente asequibles a la razón… con un poquito de entrenamiento. Dentro de los racionales, hay diversas clases, pero todas participan de esa cualidad. Son naturales el uno, los primos y los compuestos. El cero ya supone un avance en el simbolismo de los números y la humanidad tardó siglos en entenderlo, en diseñarlo, en operar con él. También hay números  [que son negativos y esto tampoco es inmediatamente entendible para los recién iniciados. Ni el cero ni los negativos son números naturales, pero todos son números enteros. Los fraccionarios (propios e impropios) no son enteros y con estos forman el conjunto de los números racionales.

Los números irracionales son ya otro asunto.  No se pueden expresar mediante una fracción de dos enteros con denominador no nulo y tienen infinitas cifras decimales aperiódicas. Hay dos tipos: algebraicos y trascendentes. No importa ahora distinguirlos y sólo he llegado hasta aquí para colocar en su debido lugar al número π. Junto a los racionales integran el conjunto de los números reales. Hay otros números, los imaginarios, que son bastante más incomprensibles. Estos, junto a los reales, forman el conjunto de los números complejos. Se suele decir que, de todos estos números, sólo los naturales fueron creados por Dios, los restantes son obra de los hombres.

¿Son entonces los hombres más listos que Dios? No, padre. Ocurre que el buen Dios nos dio un cerebro portentoso para que jugáramos; eso es todo. Por eso alguna gente piensa que aquellas verdades a las que se llega con él, con el cerebro, son las únicamente exigibles. ¿Y lo de las verdades del corazón, de las que habló Pascal? Eso, padre, entiendo yo que hay que saber cogerlo, restringirlo, moderarlo.

Ya sabemos que el número π es un irracional trascendente; tiene infinitas cifras decimales, sin un período que se repita incansablemente, su parte decimal es aperiódica. ¿Y se conocen muchas de esas cifras? Muchísimas. Hace unos cuatro mil años ya se tenía una idea aproximada de π. En el papiro egipcio Rhind, el escriba Ahmes sostiene que el área de un círculo es similar a la de un cuadrado cuyo lado sea igual al diámetro del círculo menos su novena parte; es decir, 8/9 del diámetro. Esto da un valor de π de 3.1604938… Ha habido muchos cálculos posteriores. Hay muchas reglas mnemotécnicas para recordar los primeros decimales de π. Todo está en los libros.

Con los computadores, las cifras decimales de π crecieron desmesuradamente. En 1949 se calcularon 2037. En el 2009, con una supercomputadora, integrada por 640 computadoras de alto rendimiento, con velocidad de 95 teraflops —flops: floating-point operations per second—, se llegó a los dos billones y medio de decimales de π.

Yo quería hablar de una de las muy diversas formas de abordar el cálculo de π, diseñada por Georges Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, y que se conoce como el método de la ‘aguja de Buffon’. Desde que lo leí por primera vez, me recordó un juego que practicábamos de niños, lanzando un cincel o cortafrío, que no sé de dónde lo sacábamos, para clavarlo en terreno no muy duro, en unos cuadrados que dibujábamos previamente. Todo lo que antecede no es sino una introducción que me pareció pertinente. El asunto de la aguja lo dejaré para la siguiente entrada. Esto me pasa. No se olvide que de lo que trato es de mostrar cosas e incitar a recordarlas, a completarlas.

9 de febrero de 2014

Love makes the world go round


Alguien escribió que nadie es responsable de lo que hace una tarde de domingo. Si además llueve, como sucede hoy, la irresponsabilidad deviene absoluta. Amparándome en esto, querría pergeñar hoy una entrada sencilla, amable, evocadora para algunos.

Mencionaré el término generación, pero no me detendré en abstrusas sociologías. No se sabe cuánto dura una generación; depende mucho más de los cambios externos que de los biológicos. Pero cuando yo invite a ahora a oír una cierta música, se podrá deducir inmediatamente que, en relación con la mayoría de mis posibles lectores,  pertenezco a una generación anterior, quizá bastante anterior o muy anterior.

Y sin embargo… Yo creo que hay músicas que gustan siempre, que son intemporales. No me refiero a la música clásica, de la que muchos piensan que lo mejor pertenece al pasado, sino a la música más habitual, a la que oímos casi constantemente. Hablaré un poco de un musical americano, de una canción y de dos intérpretes y nos instalaremos en los años sesenta del siglo pasado.

Carnival (Carnaval) fue un musical de Broadway de 1961, de Bob Merrill, basado en una película americana de 1953, Lili, con la actriz Leslie Caron, a su vez una adaptación del relato de un escritor americano, Paul Gallico, de 1950, The man who hated people (El hombre que odiaba a la gente). Está claro que uno puede complicar las cosas en un momento.

Anna Maria Alberghetti, nacida en Italia en 1936, fue la protagonista del musical y ganó por ello un Tony Award. Había actuado con catorce años en el Carnegie Hall. La canción de más éxito fue seguramente Love makes the world go round (El amor hace girar el mundo), que fue luego cantada también por Jane Morgan, nacida en 1924.

Las dos eran guapísimas, tenían voces espléndidas, dulces y con dicción perfecta; las dos viven todavía. La canción —para mi gusto y el de gente de mi generación— era una delicia. ¿Cómo les sonará a los más jóvenes? Estás músicas ya no se oyen más, pero dejo un vínculo en el que esta concreta se puede escuchar, cantada sucesivamente por las dos artistas. Hay una introducción al musical de casi un minuto, con una musiquilla lejana; hay que esperar. Subí las fotos, en el orden que menciono arriba.

                                                          http://youtu.be/QWyQOh27r5c