17 de enero de 2014

Sobretarde, de Abel Fleury

      Tenía ya ganas de hacer una entrada corta, sencilla. El azar —siempre el azar, o muchas veces el azar— me ofrece la ocasión ahora. Resulta que este modesto blog tiene su música… ¡y yo sin saberlo!

      Buscando un día en el inagotable Google con la palabra Sobretarde, me encuentro con una composición musical que lleva justamente ese título. Es de un virtuoso de la guitarra y compositor argentino, llamado Abel Fleury, fallecido hace más de cincuenta años. Leo que casi sólo se le puede conocer a través de su música impresa, ya que grabó pocas cosas, siempre en discos de pizarra, aquellos que giraban a 78 rpm.

       Nació en Dolores, en la provincia de Buenos Aires, en 1903, y murió en la capital en 1958. Era de origen humilde y ni siquiera pudo terminar los estudios primarios. Pero tenía talento para la música y encontró discretas ayudas para su formación. También le apasionaban el ajedrez y los libros.
     
      Establecido en Buenos Aires actuó en Radio Belgrano y en los años treinta empezó a tratar artistas prestigiosos argentinos, actores, poetas, escritores, músicos y pintores. Se encontró con García Lorca, en el viaje de este a Argentina. Más tarde viajó por Brasil, Chile y Uruguay. Finalmente, en 1952 llegó a España y Francia. En nuestro país su arte fue reconocido y un musicólogo y crítico, Eduardo López Chavarri, le llamó “el franciscano de la guitarra”, por su carácter sencillo y humilde. Fue amigo de Andrés Segovia.
     
      No lo conocía y me gustan esas rasgos que se destacan de su personalidad. Su canción, recogida de uno de esos antiguos discos de 78 rpm, suena algo triste, ligeramente melancólica. Quizá por todo ello escogió el título, que ahora coincide con el de mi blog. Lector, te doy el vínculo para que la escuches, cuando tengas algo de tiempo: http://youtu.be/GgOpUTZQQIE.
     
     Y eso es todo por esta vez. Se trata sólo de una casualidad, una coincidencia, que relaciona dos países separados por miles de kilómetros, unidos por la palabra, por la lengua común.

16 de enero de 2014

Más sobre Jorge Luis Borges


No es un secreto que me gusta Borges; afecto delimitado, y realzado, eficaz y profusamente por el odio. Un odio genuino y auténtico, cuando al leerlo comprendo  lo que la literatura, el arte de la literatura, puede tener de inalcanzable y me pregunto qué hago yo escribiendo nada.

Pero también ocurre que alguna vez mis ideas coinciden con las suyas o con las que cita de algún tercero. Y entonces, lector comprensivo, me alegro muchísimo y la reconciliación es como una fiesta. Comentando hace poco un discurso de Muñoz Molina, no compartía yo su idea de que la creación artística hubiera de ser forzosamente laboriosa. Ahora encuentro en Borges, en mi permanente relectura de su obra, lo siguiente: “Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (Cervantes, Shakespeare…) no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain —un escritor apócrifo de los muchos inventados por Borges, aclaro—, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas hay dialogo callejero que no la logre”. O sea que en esto coincidimos Quain, Borges, gentes del siglo XVI y yo, todos más o menos de la misma edad.

El estilo de Borges es, para mí, siempre una delicia: “Cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla. […] La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, las simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad. […] Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. […] Prefería el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte. […] Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo. […] Más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde. […] A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios”.

Es muy difícil describir en qué consiste el buen estilo. Alguien ha dicho que “la literatura es el adjetivo” y, en efecto, el ayuntar con acierto, originalidad y sentido las palabras —todas las palabras, no solamente los adjetivos— es un mérito incontestable. También la musicalidad, el ritmo, el engarce de los distintos párrafos. Cuando pretendo mostrar la riqueza de un autor escogiendo líneas de texto de especial belleza, lo hago como si para describir una formidable cordillera señalara sus picos más importantes. Si son de imponente altura, la cordillera en conjunto también tiene que serlo; no es fácilmente imaginable una llanura salpicada por cimas extraordinarias, aisladas.

Por supuesto, no basta mostrar las palabras; juegan además, las ideas, los conceptos. Las ideas son más complicadas de analizar, la belleza del texto es más inmediata y asequible. Citaré, por ejemplo, una idea borgiana sobre los laberintos —con este autor hay que estar preparado siempre para el vuelo intelectual—. Frente a los habituales, todos esencialmente complicados, Borges habla de “un laberinto griego que es una recta” y nos deja perplejos por un momento.

Si se le sabe seguir, si se está atento, nos conduce así, insensiblemente, al curioso mundo de las aporías o paradojas de Zenón de Elea, un filósofo griego del sigo V a. de C. La más conocida postula que el veloz Aquiles no puede alcanzar a una tortuga que le ha precedido en la carrera. La experiencia nos muestra, sin duda alguna, que esto no es verdad; todo viene de la aceptación de la divisibilidad infinita, de uno de los muchos posibles extravíos del pensamiento. Para los de mentalidad más matemática, todo deriva de que la suma de una serie infinita, si es convergente, es una cantidad finita. Esta explicación requiere algún tiempo y esfuerzo. En cambio, juzgar sobre la oportunidad, la belleza de una imagen o metáfora es instantáneo.

Hay también maldades en Borges, la admiración no me ciega. Con unas pocas palabras, Borges puede hacer una crítica demoledora de cierto mundo editorial: “uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro”.  O ser extremadamente cáustico con algún autor: “los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas”. Son maldades puramente intelectuales, inocentes casi siempre, perdonables.

14 de enero de 2014

Carta a Serrat y Raimon


Últimamente, me imagino a veces, en la sonochada, escribiendo una carta a Serrat y Raimon. Podría ser algo como lo que sigue:

Queridos amigos: Perdonad que me dirija a vosotros y os tutee. Si supierais lo que habéis supuesto para mí, cuando era joven —somos, más o menos, de la misma edad; Joan Manuel tiene algún año menos—, no os extrañaría esta carta. Vosotros habéis influido grandemente en muchos de los que éramos jóvenes hace unos cincuenta años; esto tenéis que saberlo; es demasiado obvio, demasiado evidente. Resulta además, Raimon, que uno de mis compañeros de Colegio Mayor era también de Xàtiva y amigo tuyo, y siempre pensé que llegaría a tratarte personalmente alguna vez. Luego la vida se encargó de que esto no ocurriera y ya va siendo un poco tarde para eso, para todo.

Yo era entonces bastante feliz, recién asomado al mundo, pero me daba cuenta del ambiente cerrado y turbio de mi país. Por eso me refugiaba en vosotros, y en otros integrantes de lo que se llamó la Nova Cançó, y soñaba que un día todo cambiaría y se podría ya ser feliz, sin limitación alguna; sólo había que saber esperar. Todavía, a mi edad, cada vez que oigo aquellas músicas, me viene una vaharada de juventud, de esperanza nueva y aún no defraudada, de nostalgia casi insoportable.

¡Cómo las amé! Y también las palabras y la lengua en que venían escritas. Al vent, la de Raimon, era sencilla y fácil de entender. Y tierna, valiente, esperanzadora. Lo tenía todo, pensaba yo muy sinceramente. Y estaba también aquel amigo mío, catalán, que nos recitaba versos de Salvador Espriu. Y algún viaje a Cataluña, en donde la gente, me parecía a mí, hablaba de la situación de nuestro país —entonces nuestro país era España, sin más— con una libertad y soltura que en Madrid no se daba.

Y luego fue aquella primavera que nació en un momento preciso, que explotó incontenible, en el aire ya definitivamente tibio de un atardecer de marzo, en Barcelona, en el claustro de la catedral, entre velas encendidas de muchos colores y el graznar de algunas ocas, en un ambiente feérico. Esto fue una casualidad y podría haber ocurrido en otra parte. Pero ocurrió allí; en la vida cuentan estas cosas, estas trivialidades, más de lo que uno piensa. Con esos hilos caprichosos se teje la biografía de las gentes.

Ahora me siento un poco rechazado por algunos que hablan esa lengua catalana y no acabo de entender por qué. Y veo que quieren separarse de los que no la hablamos —hay siete mil lenguas en el mundo, os dais cuenta; uno no puede hablarlas todas— y queman unas banderas que podrían ser, perfectamente, las comunes, las de todos, sin perjuicio de que cada uno pudiera tener luego la suya, la más íntima, quizá hasta la más querida, la de su tierra. No pensaba yo, en mi juventud, que se iba a dar tanta importancia a esto de las banderas, los hechos diferenciales y las mil historias.

De aquel Al vent eran estos versos: buscant la llum, buscant la pau, / buscant a Déu, al vent del món. Dejando un poco aparte a Dios, que tendrá cosas más importantes de las que preocuparse que estos asuntos relativamente insignificantes y tribales, no veo yo ahora que en toda esta historia catalana reciente se busque demasiado la luz o la paz. Y el viento que sopla por esas tierras no es el ancho, múltiple y libre viento del mundo, sino que tiene cierta apariencia de ventolina o ventolera, muy terral, aunque ya sé que es difícil juzgar sobre los sentimientos.

De Joan Manuel Serrat, tengo que citar las bellísimas palabras dedicadas a su madre, aragonesa, en esa incomparable cançó de bressol:  D'una terra que mai no has pogut oblidar, /malgrat el llarg camí que et van fer caminar/ els teus germans de sang, els teus germans de llengua, en la que canta la imposibilidad del olvido, los lazos de la sangre y de la lengua, que atan el corazón de los humanos de cualquier país o idioma, incluso a pesar de las ingratitudes y las injusticias. ¡Qué bonitas palabras, qué bella lengua! Como la castellana o española, como otras de tantas partes del mundo. ¿O piensa alguien que la lengua catalana, o la vasca, es la más bella de todas? Hay que saber embridar los sentimientos, los atajos mentales, las ilusiones engañosas.

Vivo ya con un cierto cansancio y, aunque sigue asombrándome la inaudita belleza del mundo, también me doy cuenta de su extrema sordidez. Todas las facultades de los humanos pueden llegar a ser siniestras, excepto la razón, la sensatez, el famoso seny, que a veces se va, Dios sabe dónde. Es en lo único que todavía confío. Cuando las cosas van por otros derroteros, por intereses o por alguna ensoñación, más o menos irresponsable, me temo lo peor. El barón Cósimo Piovasco de Rondó recordaba a menudo: “Si vas a construir un muro, piensa en lo que queda fuera”. Porque lo que queda dentro no es lo importante, aunque de momento pueda resultar tranquilizador o ventajoso. Es lo que queda fuera lo que se pierde para siempre, lo que nos empobrece fatalmente, aquello a lo que se renuncia sin necesidad, sin justificación.

Joan Manuel y Raimon, necesitamos otra vez canciones que hablen de paz y de luz, de las cosas que no se pueden olvidar, porque anidan en la misma raíz del alma. Que hablen de un mundo surcado por infinitos caminos, de la rica variedad de los seres humanos, de ese viento fuerte y cambiante, que es la esencia misma de la libertad. Me dirijo a vosotros, porque confío menos en los políticos; esos políticos profesionales a los que no se les conoce otra dedicación y que llevan demasiado tiempo, sus enteras vidas, en esa actividad. Y de las manifestaciones multitudinarias, qué os voy a decir. En ellas la inteligencia y el buen sentido se deslíen como un azucarillo en agua quemante.

13 de enero de 2014

De la memoria y la inteligencia


Hace ya algún tiempo, en la tercera entrada de este blog, hablaba yo sobre Cómo leer y sugería marcar en los márgenes de cualquier libro —con un simple trazo de lápiz, no con el lento y penoso subrayado— los fragmentos más bellos o enjundiosos del mismo, con la idea de releerlos al final o pasarlos a algún bloc de notas personal, para recordarlos o citarlos en el futuro. Para mí, decía entonces con las debidas cautelas, el número de marcas que hacemos en un libro da una idea incluso de su valor último.

Aun con estos pequeños trucos, olvidaremos después, desgraciadamente, buena parte de lo leído y perderemos con el tiempo lo aprendido. Es inevitable; la memoria de los seres humanos está muy alejada de la perfección y este es un inconveniente serio para la mayoría de los estudiosos de cualquier tipo. El hombre, ese “débil junco que piensa”, ese “bicho de la tierra tan pequeño”, ha ideado sistemas que funcionan infinitamente mejor en este aspecto. Una buena memoria —se citan algunos casos portentosos de la vida real y en la ficción está aquel “Funes, el memorioso”, de Borges— es una bendición de Dios. No es la inteligencia, pero tiene mucho que ver con ella. En términos informáticos, para quien sepa algo de programación elemental, se podría decir que la memoria proporciona los DATA sobre los que operan las instrucciones del programa. Sin instrucciones, no hay programa; sin datos, tampoco.

Mucha gente tiene una idea banal y poco respetuosa de la memoria. Se la considera como una facultad menor, poco o nada relacionada con la inteligencia, repartida caprichosamente y de la que no somos responsables. Yo no he oído jamás a nadie, en mi entera vida, quejarse de ser poco inteligente, de ser más bien simple o discretamente tonto. Y, sin embargo, mucha gente confiesa tener mala memoria. En algunos casos, se les adivina pensando: “¡Ah, si yo tuviera mejor memoria, con lo inteligente que soy!”. Vuelvo a lo que escribía antes: la memoria proporciona los datos y sin ellos no hay elaboración inteligente de nada. En el proceso intelectivo, están muy relacionadas las dos cosas, las dos capacidades. Cualquiera que haya estudiado un poco los mecanismos cognitivos y su deterioro lo sabe perfectamente.

Te digo, lector amable, que esto de escribir tiene sus problemas. Intercalo ahora el párrafo que sigue porque, un poco después de haber escrito lo que antecede, leo Les caractères ou les mœurs de ce siècle, de Jean de La Bruyère, en una edición con notas. Pues bien, en una de estas se cita a La Rochefoucauld, que dice: tout le monde se plaint de sa mémoire, et personne ne se plaint de son jugement (todo el mundo se queja de su memoria, y nadie se queja de su buen juicio). Bueno, es casi lo que decía yo más arriba.

Pero es que un poco más adelante, en el texto, el propio La Bruyère escribe: ainsi l’on se plaint de son peu de mémoire, content d’ailleurs de son grand sens et de son bon jugement (así, se queja uno de su poca memoria, contento por otra parte de su gran sensatez y su buen juicio). Esto es ya lo mismísimo que contaba yo. O sea, que uno puede estar plagiando constantemente, sin darse cuenta; corremos el riesgo de estar plagiando sin querer.

Las combinaciones de las palabras, en cualquier idioma, son muchísimas, pero no infinitas. A veces pienso que en algún momento de un lejano futuro, no habrá expresión que no haya sido utilizada o metáfora que no haya sido inventada. Quizá entonces los hombres renuncien a escribir literatura —a repetirse, a plagiarse inadvertida y continuadamente— y se limiten a servirse del lenguaje sólo para las necesidades de la vida cotidiana, para describir escuetamente los hechos.

Nota: no me esforzaré mucho —no me esforzaré nada—  en las traducciones y tenderé a hacerlas literales; las hago porque entiendo que, desgraciadamente, es necesario.

12 de enero de 2014

Viaje del Parnaso, de Miguel de Cervantes


Lector amigo, ya he expresado otras veces mi propósito primordial en este blog: exponer mis preferencias literarias e incitar ingenuamente a seguirlas o rebatirlas. Todo lo razonadamente que sea posible, que ya se sabe que en materia de gustos no siempre se está en el terreno de lo lógico e indiscutible. Yo no tengo la Verdad, ni en esto ni en nada, y lo que sí hago es urgirte a que vengas conmigo a buscarla, como pedía Antonio Machado en su cantar famoso: ¿Tu verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela. Y a mí sí me la puedes contar que, cuando el poeta escribió aquello de “la tuya, guárdatela”, estoy seguro de que se refería a sujetos que tienen su verdad como intocable y pretenden imponerla de alguna manera innoble.

Muchas de mis ideas sobre este tema están en mis Apuntes sobre Literatura, ya mencionados en alguna ocasión y que me llevaron algún tiempo. En su Introducción digo: “Estas notas son para mi uso personal, pero están escritas con la idea de que pudieran ser leídas, algún día, por un lector poco avisado o imprudente. Esto último no debe confundir o desvirtuar su principal objetivo o hacer injustificables las licencias que me tomo. Estas licencias se resumen, en la práctica, en una: no tengo ninguna intención —y por lo tanto ninguna obligación— de ser absolutamente completo, meticuloso o académico”.

En mis Apuntes no quise dar nombres de obras o autores de los que no tengo una buena opinión y así lo manifesté desde el principio: “Es difícil, y para mí creo que imposible, estar completamente seguro de la verdad, de la exactitud, de lo que uno piensa u opina; y esto es aplicable, naturalmente, a todos los juicios o valoraciones que seguirán en estas páginas. Por otra parte, no me gusta expresar críticas negativas, que puedan molestar a alguien y, si lo tengo que hacer, querría que fuera con la máxima discreción y contención. Estos dos factores, juntos, me llevan a no citar por sus nombres a los autores de los que tengo una impresión no buena, aunque esta se refiera sólo a una parte de su obra, la expuesta o mencionada aquí, dejando indemne el resto”.

He tratado de indagar cómo actuaron otros autores en trances parecidos. Cervantes escribió su Viaje del Parnaso en el año 1614. No es una obra que te recomiende para pasar un buen rato. Yo me obligué a leerla por las razones que cuento y no la aconsejaría sin más. Es un largo poema en tercetos encadenados (la rima, consonante, es aba / bcb / cdc / ded…) en el que poetas conocidos por el autor, con sus nombres, son calificados como buenos, y se narra su lucha contra los malos poetas. Vencen los buenos —se trata de una obra de ficción— y de los malos no se dan nombres, con alguna excepción.

En un caso, se da sólo el nombre de la obra, La pícara Justina, pero no el del autor. En realidad, no se sabe si fue Francisco López de Úbeda, un médico toledano, o Andrés Pérez, un dominico leonés, o Baltasar Navarrete, un dominico vallisoletano. También se nombra a Antonio de Lofraso (1540-1600), poeta sardo, autor de la novela pastoril Los diez libros de Fortuna de Amor, que es uno de los veinte que, en el fragor de la batalla, se pasaron al ejército de los malos poetas, según cuenta Cervantes. En el famoso escrutinio (Don Quijote, I, 6) el cura dice del libro del sardo que “es el mejor y más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo”. El elogio es tan desmesurado que los críticos piensan que es irónico. Conté el número de los buenos poetas en el poema y resultaron unos ciento veinte. También está entre los malos poetas Jerónimo de Arbolanche, autor del poema épico Las Abidas, al que otros califican como hábil versificador y humanista de gran cultura. También entre los malos vates se cita a un tal Pedrosa, del que no he averiguado nada más.

 Cervantes ya había escrito y publicado en 1585, como parte de La Galatea, un Canto a Calíope, en el que mencionaba a cien poetas españoles, de manera laudatoria. En La casa de la memoria, Vicente Espinel (1550-1624) cita a poetas españoles, entre músicos y otros personajes notables.  El Laurel de Apolo es de 1630 y en él Lope de Vega elogia a los poetas de su tiempo. En diez silvas, aparecen unos trescientos españoles y portugueses y otros de diversas nacionalidades.

Muchos de estos datos se encuentran recogidos en una obra posterior, Parnaso español, antología en nueve tomos de poesía castellana, de Juan José López de Sedano (1729-1801). En el tomo VIII de la misma (1774), encuentro una lista de unos seiscientos poetas, de la que dice el autor: “No deja de ser asombrosa en el número y no faltan en ella los poetas más clásicos de la Nación; sin embargo podemos asegurar que no comprende ni aun la tercera parte de los que hasta hoy conocemos y conocerá el Público en su lugar”. Se refiere, entiendo, a los muchos poetas de ámbito local, no conocidos en el conjunto del país. La lista puede ser consultada allí.

Lector, ya ves que hay muchos libros similares y no te los recomendaré para tu solaz. Los menciono porque, aun tratándose de un sencillo blog sin pretensiones, a veces uno tiene la obligación de informarse un poco y trabajar en lo no gratísimo.