11 de diciembre de 2014

La impotencia del poder (II)


Palabras clave (key words): poder, Savonarola,  Federico II Hohenstaufen, muerte

El de Lorenzo era sólo un poder terrenal frente a otro infinitamente más fuerte, tocado de eternidad, el de Savonarola, que lo maldijo en vez de absolverlo y lo dejó inconfeso en los mismos umbrales de la muerte. Sin el consuelo del perdón, justamente cuando le llegaba la hora de dar cuenta de todos los actos de su vida, incluida la masacre de Volterra, ante el severo tribunal de Dios.

Poder terrible, el de Savonarola, que no le sirvió a él tampoco cuando, seis años más tarde, fue hecho prisionero por orden del Papa, declarado hereje y condenado a morir. Savonarola se había amparado en el poder de Carlos VIII de Francia; poder que se esfumó, en un momento, cuando el rey murió, con sólo veintisiete años, tras un accidente en un partido de pelota. El ejército del Papa Alejandro VI entró en Florencia y el monje hubo de esconderse en el convento de San Marcos. Lo hicieron prisionero y lo torturaron durante cuarenta y dos días, hasta que firmó una confesión de la que se arrepintió enseguida. El veintitrés de mayo en la Piazza della Signoria, fue estrangulado por garrote vil y luego llevado a la hoguera, en la que, según testigos, tardó en quemarse varias horas y se le sacó y devolvió al  fuego varias veces hasta convertirlo en cenizas, que fueron arrojadas al río Arno. Ese fue el fin del poderoso dominico.

¡Ah, los Papas, el terrible poder de los Papas! Sobre todo esto meditaba yo el otro día, cuando recordé el libro del senador Fulbright, La arrogancia del poder, y me perdí por esos caminos. Pero ya conté hoy las pesadillas que asediaron a Lorenzo en su muerte. Para comprobar, una vez más, que nada hay más inestable y engañoso que el poder; ni siquiera el amor, ese brillante fuego de artificio creado por la Naturaleza para asegurar la perpetuación de los humanos. Hace tiempo que descubrí esa característica del poder y lo plasmé en un relato histórico, La Fortuna y el Tiempo.

Otro grande del mundo, Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), al que se llamó stupor mundi (pasmo del mundo), rey de Sicilia, Chipre, Jerusalén y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se quejaba de ese poder de los pontífices, contra el que batalló toda su vida. Por su atuendo y costumbres parecía uno de los sultanes de Oriente a los que había conocido y tratado durante su participación en la sexta cruzada. Refiriéndose a ellos decía, cargado de ironía: “¡Que felices son por no tener delante a ningún Papa!”. Federico II murió en Castel Fiorentino, el trece de diciembre de 1250, en su cama, vestido con el hábito cisterciense. No tomó parte en la última campaña contra Inocencio IV, porque probablemente estaba ya cansado de batallar, de intrigar, de tratar de convencer, de pactar, de amenazar, de castigar. Estaba cansado de vivir y decidió refugiarse en esa paz que trae siempre la Muerte.

Era inteligente, culto, soñador y escéptico; hablaba nueve lenguas y era capaz de escribir en siete. Tenía sólidos conocimientos de astronomía, medicina, matemáticas y filosofía. Seguramente compartiría el espíritu del epitafio en versos latinos que un famoso escritor francés, hacia el fin del siglo XIX, pudo ver en Brindisi, la ciudad portuaria situada en el extremo final de la Vía Apia. Estaba inscrito en la tumba de un navegante y decía: “Caminante, detente. He recorrido muchas veces los mares con las velas al viento, he pisado tierras desconocidas y aquí he llegado a mi fin. Ahora no temo ni los vientos, ni las tormentas, ni el mar cruel, ni los piratas. A ti, oh, Muerte, que me has liberado de mis preocupaciones, te saludo, Diosa bienhechora”.

(continuará)

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