31 de agosto de 2014

Singular odisea de un alcalde del Maresme (I)


Con asombro, con incredulidad, leo noticias sobre extraños juegos en Cataluña, en los que gana quien arroja más lejos un DNI español; o ingeniosidades para esconder o miniaturizar la bandera española; o bromas en las que se simula el fusilamiento de un concejal. Leo también que, cuando alguien arguyó que la confesión de Pujol podría ser una rémora para el independentismo, una señora, con gran desparpajo, contestó diciendo que no, que “justamente quieren la independencia para evitar esas corrupciones” (sic), implicando que es la pertenencia a España la que motiva esas conductas.
 
En los movimientos nacionalistas no espero encontrar muchos raciocinios, pero tampoco esta mezcla de envanecimiento, puerilidad y planura mental. Y me pregunto qué se hizo de aquella Cataluña laboriosa y seria, educada y serena, en la que la firma de un representante de comercio o de cualquier agente mercantil tenía la misma validez que la de un notario. Tiendo a tomar estos asuntos con cierto humor, más o menos feliz, y he escrito un relato, con esperanza todavía y el cariño hacia la Cataluña que fue, que estoy seguro de que sigue existiendo y que podría resurgir perfectamente cuando se pase esta ventolina de ahora, que espero que se quede sólo en eso. Es un poco largo y vendrá en cuatro o cinco entregas.


SINGULAR ODISEA DE UN ALCALDE DEL MARESME

Las nuevas concepciones democráticas, que han surgido con fuerza en ciertos ámbitos del Estado español, han ocasionado perturbadores problemas al alcalde de una localidad del Maresme interior, en Cataluña, aunque finalmente se llegó a una feliz solución del conflicto. Como la noticia saltó hace tiempo a la prensa general y ha ocasionado un amplio revuelo en todo el país, dedicaré unas palabras a explicar la génesis del problema y sus distintos avatares. Daré detalles que me ha sido dado conocer y que no recogen los medios de comunicación habituales.

Dicho alcalde, de nombre David —en los medios sólo se han dado los nombres de pila de los afectados—, director de una reputada Academia de Comercio en la localidad, se casó hace sólo unos meses, con una señorita del cercano pueblo de Porrosillet del Camp, de nombre Montse. Forman una joven pareja, los dos con menos de treinta años, respetada y querida. David es un hombre serio y trabajador, que ha llegado a dirigir la Academia por méritos propios y le ha dado un gran impulso, convirtiéndola en la más acreditada y valorada de la región. Todos estos logros y dotes personales hicieron que en las pasadas elecciones locales fuera elegido alcalde por una considerable mayoría.

De Montse, con decir que es la mujer más guapa en muchos kilómetros a la redonda podría pensarse que se ha dicho todo o lo más importante. No es así, porque, además de eso, es inteligente, amable, alegre y divertida. Ni siquiera se la podría criticar por una muy ligera y soportable vanidad, porque sería imposible, para quien sea como ella y tenga algún espejo en su casa, no tener conciencia de los dones que le otorgó la Naturaleza. Ocurre también que su belleza no es de esas lánguidas y recatadas, sino de las llamativas y espléndidas, imposibles de ocultar o disimular; cosa que, por otra parte, ella no trata de hacer. Sin ser una descocada, sabe vestirse con las ropas que le van bien y realzan su porte, de forma que no hay cristiano que no repare en ella, en su manifiesta condición de hembra como a punto de explotar, de romper las junturas de los vestidos que le cubren y aprisionan su elástico y túrgido cuerpo.

Pues sucede, lector, que entre los más de doscientos alumnos de la citada academia, había tres mozos, de algo menos de veinte años, que eran del mismo pueblo de Montse y seguramente la llevaban adorando secretamente desde que llegaron al umbral mismo de la pubertad. La adoraron no muy continuadamente, porque Montse cursaba la carrera de Historia en Barcelona, no paraba ya mucho en el pueblo y luego estuvo en Londres haciendo estudios de su especialidad. Al poco tiempo de volver de Inglaterra, los tres mozos se enteraron de que se casaba, justamente con el director de la academia en la que estudiaban, a quien conocía desde los tiempos de la Universidad.

Los tres quedaron estupefactos por la sorpresa. Y decepcionados e irritados. Montse había sido su inalcanzable ídolo en la adolescencia y motivo de orgullo para todos ellos, porque su excepcional belleza era reconocida en toda la comarca. Era de un antigua familia catalana y siempre pensaron que se casaría con alguno de los perseguidores que tuvo en el pueblo, que fueron prácticamente todos los varones en edad núbil y anterior. Y resultaba que se casaba con un forastero, cuyos padres, pobres, llegaron a Cataluña desde un pequeño pueblo perdido en la provincia de Cáceres.

De la manera más espontánea surgió en los tres el deseo de enmendar el injusto y caprichoso destino. Consideraban, con el resto de los vecinos del pueblo, que les habían robado a la moza. Hablaron con el vecindario, promovieron reuniones, manifestaciones, formaron cadenas humanas, escribieron en los periódicos de ámbito local y regional y denunciaron el desaguisado en la cadena de TV local. En un viaje que hicieron a Porrosillet al poco de casarse, David ya vio algún balcón con la pancarta, en letras grandes y rojas: David nos roba.

El presunto ladrón no le dio más importancia al hecho. Hasta que unos días después se presentaron los tres jóvenes en su despacho y le plantearon con crudeza la cuestión. Montse era en cierto modo la patrona terrenal del pueblo, su buque insignia, su tótem ancestral, una especie de bien mostrenco que, de alguna manera, pertenecía a la comunidad entera. No era justa su brusca erradicación del lugar en que había nacido y en el que había vivido bastantes años de su vida. Todo eso, sin que nadie del pueblo pudiera haber gozado de su dulce compañía, de su tierna amistad, salvo cuando era solamente una niña. En fin, dijeron a David que habían decidido, de la manera más democrática y por rigurosa votación, incluso mediante referéndum, solicitar su anuencia para que los tres, como representantes designados de los varones de Porrosillet, pasaran un corto tiempo, un fin de semana, con la divina Montse y nadie más, en un buen hotel de la cercana costa. Sin planes o condiciones previas.

Al principio, David no podía creer lo que escuchaba y pensó que era una broma de mal gusto. Entonces, los tres insistieron en su principal argumento: el carácter estricta y supremamente democrático del acuerdo. Si usted es verdaderamente un demócrata, no tendrá más remedio que aceptar nuestra propuesta, sentenciaron. Piénselo y no se oponga al diálogo. Hablando se entiende la gente; ha sido siempre así y así será por los siglos de los siglos.

Conversaron un buen rato, exponiendo el Director las razones que cualquiera esgrimiría en parecidas circunstancias. Habló de la inviolabilidad del vínculo matrimonial, de la rotunda aceptación social del mismo, de la falta de precedentes, del previsible rechazo de muchas gentes, ajenas a Porrosillet, frente a la componenda, frente a los promotores de la misma y, sobre todo, frente al consentidor último. En fin, les hizo ver la absoluta ilegalidad de la misma y terminó la entrevista sin acuerdo alguno, aunque se quedó en seguir dialogando hasta encontrar una posible solución satisfactoria para todas las partes.
(continuará)

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