1 de junio de 2014

¡Viva la bagatela!


En mi entrada anterior pedía que se perdiera el excesivo respeto a los críticos. Esto hay que entenderlo bien. Cuando leo algunas ediciones anotadas y comentadas de obras literarias y compruebo el ingente trabajo que suponen, mi aprecio del crítico es inmediato. Sin embargo, no todos los críticos son iguales y, sobre todo, queda siempre un amplio reducto donde el profano, sin recurrir a estudios o investigaciones, guiándose sólo por su sensibilidad y su experiencia, tiene derecho a opinar. Me referiré, por citar un caso, al grito, bastante literario, de ¡Viva la bagatela!

El DRAE define la bagatela como “cosa de poca sustancia y valor”. Según esta definición, la expresión “¡Viva la bagatela!” sería una apoteosis de lo insustancial, de lo nimio, de lo poco valioso. Se podría decir que es una proclama desdeñosa, anarquista e iconoclasta. Si se la encuentra en una obra literaria, cualquier lector puede juzgar de su trascendencia, de cómo encaja en el texto, de cómo evidencia el carácter del personaje que la pronuncia, de qué sentido tiene en la situación, de su pertinencia o no. Para eso, no hace falta una formación determinada o conocimientos especiales.

He encontrado esta expresión en Valle-Inclán y en algún otro autor. En Valle, en su Sonata de invierno, cuando el ya viejo Bradomín interrumpe al obispo, con palabras que hace tiempo suscribí en mi corazón: “Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase ¡Viva la bagatela! Para mí haber aprendido a sonreír es la mayor conquista de la humanidad”. Aunque se la puede oír en la conversación corriente, a mí me parece bastante literaria. En una novela corta mía  —Desaparición en el túnel, en la que se narra la misteriosa y sorprendente aventura de un médico de Úbeda— la utilizo, no como grito, sino como descripción, en un párrafo que me atrevo a copiar, porque es una muestra de esa prosa algo cargada y barroca, con palabras no de uso común, que, con la debida contención, me gusta que aparezca de vez en cuando en un texto literario:

“Todo se había trastrocado. La ciudad se había convertido en un inmenso zoco en el que se intercambiaban sin tregua los discursos, los dineros, los augurios, las esperanzas, los engaños y las placenterías. Apenas hubo, sin embargo, jaleos, peleas o trifulcas. Se vivía la bagatela, se actuaba al desgaire, se alimentaba sin descanso la farsa, reinaba imparable la albórbola y resucitaban en el alma de cada uno los más olvidados y reprimidos ensueños. La luna brillaba en un cielo sin nubes y su fulgor encandecía a las criaturas. Parecía como si la flauta del dios Pan sonara por todas partes, enloqueciendo a las gentes. Las mujeres, núbiles y casadas, alindaban sus figuras, vestían sus mejores galas y enmelaban su trato, como presintiendo o anticipando dulces y escondidos romances habitualmente imposibles; deslumbrantes aventuras que, por la naturaleza de la situación, se entendía que habrían de ser forzosamente efímeras, lo que no las hacía menos deseables. Los hombres, los de la ciudad y los forasteros, donjuaneaban incansables, en busca de amores nuevos, persiguiendo ilusiones pretéritas, que habían parecido dormidas por mucho tiempo. Las calles se poblaron de noctívagos, porque ninguno quería quedarse encerrado en la casa y perderse así el raro e inusitado espectáculo”.

Frente a ese empleo espontáneo de la expresión —el lector juzgará luego si es apropiada, si el párrafo es consistente, eufónico—, un crítico, en otro nivel, puede rastrear su presencia en diversos autores, investigar su origen prístino, su transmisión sucesiva, etc. Es el caso de un estudio sobre este tema, de un poeta y filólogo madrileño, Pablo Cabañas, que me gustará comentar un poco. Pero tendrá que ser en otra entrada, la próxima, que esta se ha hecho ya suficientemente larga.

Al César lo que es del César. El crítico expone sus sesudas investigaciones y el lector opina libremente, dentro del terreno de lo que es opinable.

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