19 de noviembre de 2013

Una noche en Nueva York


Ya dije antes que estoy empezando con este blog y cada poco descubro nuevos aspectos del mismo, nuevas maravillas, que aumentan mi interés por la literatura y el mundo digital. Mirando en su detallado apartado de Estadísticas, encuentro que donde más me leen es, como era esperable, en España. E inmediatamente después en Estados Unidos, lo que me anima a traer aquí el principio de un relato mío, Una noche en Nueva York. Me es particularmente querido, porque apareció en mi primer libro de ficción, que lleva ese mismo título, y es una recreación apasionada y nostálgica de la ciudad en la que viví unos años y en la que fui muy feliz.

Todavía dudo sobre qué cosas ofrecer al lector; siempre con la idea de explicarme, de exponer mis ideas, de ser quizá útil. Más arriba he hablado, por ejemplo, de “mi interés por la literatura y el mundo digital”. Si esto fuera un artículo científico, pondría el adjetivo en plural, ‘digitales’, para indicar, sin ambigüedad, que me refiero a la literatura digital, la no impresa. Aquí me decido por el singular porque es más eufónico, suena mejor y también se entiende. ¿Razonable?

En mi entrada anterior, El pescador y el genio, mencionaba yo la “arena de la playa que se roseaba en el atardecer”. Lo hice porque quería recoger ese hermoso verbo, rosear —mostrar color parecido al de la rosa (DRAE)—, que no es muy utilizado. Y leyendo un libro encuentro la expresión “me mezo”, que me hizo dudar: ¿me mezo, me mezco? Es, naturalmente, me mezo. Porque el verbo mecer es regular, aunque con cambio ortográfico. En cambio, se dice crezco, pertenezco, etc. Pues a lo mejor esto le sirve a alguien. Hay que mimar las palabras; son más bellas que la luz, dijo Goethe.

Y ahora, sin más preámbulos, el principio del relato que anuncié: 


UNA NOCHE EN NUEVA YORK

It is such an amazing fantasy of stone, glass, and
iron, a fantasy constructed by crazy giants,
monsters longing after beauty, stormy souls full
of  wild energy. All these Berlins, Parises, and
other "big" cities are trifle in comparison with New York.
(de una carta de Máximo Gorki a Leonid Andreev, sobre sus
primeras impresiones de Nueva York, once de abril, 1906)
 
Eran ya algunos años de desgana y hastío. Había venido a Nueva York como una etapa obligada en su aproximación racional al problema, porque quería tener todos los datos, con toda la exactitud posible. Ahora ya no venía a esta ciudad tan a menudo como antes, pero siempre había pensado que, enfrentado a una enfermedad amenazadora y seria, le gustaría tener otra opinión médica precisamente aquí, aprovechando la relativa facilidad para venir y los amigos y conexiones que todavía  tenía.  Luego,  una  vez  en  la  ciudad, había decidido no ponerse en contacto con nadie, hasta conocer ya con toda seguridad el resultado de las pruebas y las exploraciones. Pero esto no fue algo planeado, fue una decisión de última hora.

Y luego estaba el otro deseo, larga y turbiamente acariciado: el de venir a morir aquí, sin molestar a nadie, lejos de su reducida familia y de los amigos de siempre, en la ciudad en la que había sido tan feliz y en la que, en cierto sentido, había conseguido todo. Y a la que, sin embargo, había abandonado después. Siempre había vivido su vuelta a España como una especie de traición a esta Nueva York en la que se habían cumplido sus mejores sueños. ¿Por qué no se había quedado, por qué no había gastado la vida aquí? ¡Se sabe por qué hacemos las cosas que hacemos!

Muchas veces se había imaginado esperando serenamente a la muerte, durante la noche, en algún lugar tranquilo y aislado de la inmensa urbe, contemplando una vez más el fascinante espectáculo de la ciudad nocturna, el que había visto tantas veces al acercarse a Manhattan, o al regresar, cruzando alguno de los puentes que utilizaba normalmente, el de Queensboro o el de Brooklyn. Nueva York es una ciudad de luz, de actividad, de noche y de ensueño. Todavía recordaba sus primeros viajes en el ferry de Staten Island, en algún día laborable — “Hay más luces entonces”, le habían dicho—, con los rascacielos ardiendo, solo o en compañía de otros amigos, de otros extranjeros como él, en las visitas organizadas por el club internacional de estudiantes en el que se inscribió recién llegado, situado en el centro mismo de Manhattan, el Midtown International Center.

En estas excursiones, el guía, un voluntario judío de origen alemán, pero nacido ya aquí, preguntaba siempre, feliz por haber podido mostrar por primera vez tanta belleza a aquellos grupos heterogéneos: ¿qué os parece, qué os recuerda, qué os sugiere? ¡Y tantas respuestas! Todas entrecortadas por la emoción, resaltando todas el glorioso espectáculo de la ciudad inundada de luz, explotando en luz, como unos fuegos artificiales imperecederos, surgiendo incontenible de las aguas, plantada allí por el esfuerzo de indudables titanes, cargada de energía y de vida. Era un visión mágica que evocaba a ocultos gigantes poderosos, a hombres capaces de mirar cara a cara a los dioses, a hombres que valían tanto como los dioses, que quizá eran dioses y habían robado para siempre el fuego a los dioses.

Aquella maravilla terminaba lenta y no completamente cada noche, pero te quedaba la certeza de su eterna y cotidiana renovación. Y lo mismo al pasar por los innumerables puentes o al subir al Empire State o al delicioso bar del último piso del número 666 de la Quinta Avenida. Verdaderamente, sería un privilegio tener esa imagen en los ojos al despedirse del mundo, llevarla en la retina cuando se hubiera acabado todo.

 

17 de noviembre de 2013

El pescador y el genio


En esta entrada voy a continuar con mis cuentos y te voy a contar, lector, otro de mis preferidos: uno muy viejo, de la tradición sufí islámica, que tiene quizá más de mil años. Ahora me tienes que ayudar un poco, tienes que olvidarte de que me estás leyendo e imaginar que me oyes. Y tienes que acertar además con el tono de mi voz, que ha de tener la calidad obligada para narrar historias. Sobre todo, historias sabias, como la que vas a oír —porque entiendo que ya me estás oyendo—, que son para desgranarlas casi al oído, junto al fuego, como yo las he escuchado de niño, en una pequeña ciudad andaluza. O para gritarlas a una multitud atenta y entregada, como las he visto narrar en una plaza con olor a jazmín y el sol desangrándose en el horizonte, en alguna ciudad del norte de África.

La historia que voy a referir tiene muchas variantes. La que más me gusta a mí, personalmente, es la que cuenta cómo un pobre pescador cogió con su red una vieja botella de cobre, cerrada con un tapón de plomo. Hoy sabemos muy bien, porque todos hemos leído ya mucho, las graves y extrañas cosas que pueden ocurrir al abrir una botella en estas circunstancias. Pero este modesto pescador no lo sabía y además era, como casi cualquier otro hombre, imprudente. Abrió la botella. El ser humano está hecho para conocer, para indagar, para explorar el universo y para sufrir en ocasiones por ello. No podemos ser de otra manera.

En cualquier caso, no sólo hay genios malos; también hay muchos genios buenos y el genio que tú, lector, sí sabes que estaba encerrado allí, resultó ser de los buenos. Tan pronto como el humo que salió de la botella se elevó en el aire, el genio tomó forma —una forma amable, imagínatela como quieras—, se dirigió al maravillado pescador y le dijo: “Me has liberado, pescador, y te estoy agradecido. Puedes pedirme tres deseos, los que tú quieras, aunque a ti te parezcan imposibles, y te los concederé. ¿Has entendido bien? Haré realidad esos tres deseos, los tres. Así que dime ahora, ¿cuál es tu primer deseo?”.

El pescador era humilde, prudente y despierto. Quizá, y espero que no te ofendas por lo que te digo, quizá más despierto que tú y que yo juntos. A pesar de no tener ninguna carrera, ni ser profesor de nada; eso pasa a veces. El hecho es que, sin pensarlo demasiado, le contestó al genio: “Mi primer deseo es que me des la inteligencia necesaria, para hacer una elección perfecta de los otros dos deseos”. Bueno, era una estrategia inmejorable la de este pescador sencillo, pero también sagaz, ¿no te parece? “Otorgado”, dijo el genio, “dime ahora cuáles son tus otros dos deseos”. El pescador reflexionó un momento, miró a su alrededor y vio la arena de la playa que se roseaba en el atardecer, en la sobretarde, y el mar que se oscurecía muy lentamente y cambiaba del brillante azul al azul turquesa —¡atención ahora, porque el pescador está aquí jugándose su destino, su vida entera, entiendes, lector!— y respondió: “Gracias. No tengo más deseos”.

¿Te sorprende el final del cuento? ¿Estás de acuerdo con lo que pidió, con lo que no pidió, el pescador? Ten presente que el genio lo había dotado ya con la inteligencia necesaria para hacer una elección perfecta. Yo pienso que, a la hora de estar contentos o no con nuestros logros, nos ayudaría ser como este pescador del cuento. Yo querría ahora ser como él. No sé si, a lo largo de mi vida, he querido siempre ser como él. Uno comete muchos errores y de unos se cura y de otros no. Muchas veces, por muy diversas razones, pretendemos demasiado, no nos acaban de salir las cuentas y podemos sentirnos frustrados. Si alguien no está muy contento con lo que ha logrado, con lo que ha conseguido, si le preocupa mucho no estar entre los primeros, quizá debería recordar aquellos espléndidos versos de León Felipe: “Voy con las riendas tensas/ y refrenando el vuelo,/ porque no es lo importante/ llegar solo ni pronto,/ sino llegar con todos/ y a tiempo”. Es muy difícil ser el primero, o ser de los primeros, y se va perdiendo demasiado en el camino.