26 de diciembre de 2013

Sobre la literatura que "te coge"


Mis más obvios intereses en este blog son de tipo literario, aunque ciertos temas de actualidad puedan desviarme de la ruta prevista. Trato de reflejar aquí mis gustos y preferencias en literatura, que podrían estar alejados de la corriente general. Una reciente conversación con un amigo, al que yo consideraba persona de buen gusto, remueve esta inquietud. Hablábamos del mar y los peces, hasta que vino a declarar que una obra concreta del autor Tal le gustaba. Cuando finalmente supe —tendría yo unos veinte años— lo de los Reyes Magos, no sufrí una desilusión mayor. ¡Cómo es posible, Dios mío! Charlamos un poco más y ya llegó aquello del “te coge”, “te engancha”.

Mi amigo contó, en esencia, que la obra no le parecía excelsa, pero era de esas que “te cogen”. Comprendí muy bien lo que me quería transmitir, que es lo que cualquiera entiende cuando se utiliza esa expresión en relación con una lectura, película o lo que sea. Se quiere decir que la acción que se narra ha logrado interesar y se está ya dispuesto a seguir hasta conocer el final, el desenlace de la trama. Todo esto se basa en la estructura mental de los seres humanos, que nos lleva a perseguir la solución de los enigmas y ha desempeñado un papel central en el continuado esfuerzo por explicar el mundo y dominarlo de paso. Como se ve, no me duelen prendas a la hora de valorar con generosidad ese afán heurístico tan arraigado. Esa irrefrenable tendencia ha sido explotada hábilmente en la preparación de series televisivas, folletones y sagas de toda índole, en las que se cuenta con la fidelidad garantizada y eterna de los auditorios. Es un fenómeno intemporal, anclado firmemente en lo más profundo de nuestra psicología.

No considero pecado el que alguna lectura te ‘coja’. Lo que ocurre es que la literatura, una de las bellas artes, ha de ser algo más. Mil historias comunes de las que se dan continuamente en la realidad son capaces de “enganchar”, y más si se enmarcan en una peripecia más o menos hábilmente diseñada. Pero, para mí, eso no es suficiente, no basta de ninguna manera. Yo busco también, y sobre todo, una emoción estética. Me resulta difícil continuar con la lectura de una obra, si no aprecio también la pura belleza formal, el juego inteligente, la alquimia interminable de las palabras.

Esa carencia parece que la soporta bien la mayoría de la gente. Los lectores se han acostumbrado a la literatura de evasión, que, en justa contrapartida, elabora retorcidos complots para interesar el lector, para cogerlo bien cogido: cadáveres que se encuentran de la manera más inesperada, manuscritos intemporales, perdidos y aparecidos en algún remoto lugar como por milagro, ambientes exóticos, esoterismos diversos; todo vale y la demanda puede ser infinita.

Y un libro de intriga, ¿no puede ser de bellísima prosa? No es imposible, pero son mundos bien distintos, ideas alejadas de lo que deba ser la creación literaria, que no resulta fácil o inmediato superponer. Los propios escritores conocen bien con qué clase de lectores pueden contar. El que tiene como objetivo previsible un cinco por ciento del público, lo sabe y lo acepta. Ese porcentaje supone todavía una masa considerable y el autor seguramente no tiene interés en llegar a otros lectores, insensibles al concepto que él mismo tiene de lo que deba ser la literatura. No ocurre nada grave.

Lo realmente grave es que, con esta mentalidad entre los lectores —y con los editores persiguiendo denodadamente lo que el público demanda—, se empequeñece el horizonte de temas y estilos y se alimenta un tipo de quehacer literario que empobrece la creación artística y la literatura de calidad. Son imprescindibles críticos inteligentes y sensibles, que traten de promover sin  descanso las obras de auténtico mérito, olvidándose de los detalles o las ventajas comerciales.

Tengo mis dudas sobre cuánta gente comparte estos tajantes juicios míos. Pero los hago públicos, aun entre dudas. Uno tiene la sagrada obligación de dudar. La duda está en el origen de todas las controversias y asiste al nacimiento de todas las verdades. El hombre es hoy lo que es, porque ha dudado. Ha dudado, precisamente, de todo lo que parecía más evidente, más incuestionable, más indudable.

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