28 de diciembre de 2013

Versos alejandrinos


Con respecto a mi entrada sobre los endecasílabos, un amigo se maravilla de la relativa complejidad del asunto y confiesa que él no estudió estos detalles durante su bachillerato. Yo tampoco lo recuerdo, pero quizá no fue siempre así. Casualmente, leyendo la minuciosa biografía, publicada por una amiga mía, de un escritor de mi ciudad, nacido en 1918, que alcanzó cierto reconocimiento nacional, leo lo escrito por él mismo, recordando sus tiempos de estudiante: “en el examen final de Preceptiva Literaria no me dieron nada más que aprobado. Porque me preguntaron en qué sílabas se acentuaban los versos de catorce y esto yo no lo sabía... ni lo sé. En fin, no fui brillante, porque, aunque nunca me suspendieron, nunca me dieron tampoco ninguna Matrícula de Honor”. No cito nombres, pero conocí a la persona y digo que era verdaderamente, como se puede vislumbrar por este corto párrafo, un hombre sabio, aunque no supiera lo de los acentos de los dichosos versos de catorce, humilde y encantador.

Me ha llevado esto a estudiar algo estos versos, los alejandrinos, que toman su nombre de un poema francés del siglo XII, Roman d’Alexandre. Son versos de catorce sílabas, divididos por una cesura en dos hemistiquios de siete, y con acentos en la sexta y decimotercera. Fueron típicos de la llamada ‘cuaderna vía’ (estrofas de cuatro versos con rima única), del mester de clerecía, y han sido utilizados sin interrupción a lo largo de la historia y quizá especialmente entre los modernistas. Estos compusieron sonetos con estos versos, sustituyendo a los endecasílabos.

Los acentos en estos alejandrinos se colocan según diversos patrones. El más corriente es el que lleva los acentos en las sílabas 2ª, 6ª, 9ª y 13ª y la distribución es la misma en los dos hemistiquios. También pueden ir los acentos en las sílabas 3ª, 6ª, 10ª y 13ª, como en el conocidísimo verso de Darío: La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?, en el que también el esquema rítmico es el mismo en los dos hemistiquios. Pero esto no es obligatorio.

Como muestra de la cuaderna vía, de Gonzalo de Berceo tomo una estrofa de El ladrón devoto, uno de los Milagros de Nuestra Señora:

Entre las otras malas avié una bondat,
que li valió en cabo e dioli salvedat:
Credié en la Gloriosa de toda voluntat,
saludávala siempre contra su magestat.

Hay algún otro patrón de alejandrino, algo diferente, pero con lo dicho es suficiente. Trato simplemente de mostrar las complejidades de los estudios métricos, referidos a la poesía española, que quizá puedan ser desconocidos para algunos de los lectores.

26 de diciembre de 2013

Sobre la literatura que "te coge"


Mis más obvios intereses en este blog son de tipo literario, aunque ciertos temas de actualidad puedan desviarme de la ruta prevista. Trato de reflejar aquí mis gustos y preferencias en literatura, que podrían estar alejados de la corriente general. Una reciente conversación con un amigo, al que yo consideraba persona de buen gusto, remueve esta inquietud. Hablábamos del mar y los peces, hasta que vino a declarar que una obra concreta del autor Tal le gustaba. Cuando finalmente supe —tendría yo unos veinte años— lo de los Reyes Magos, no sufrí una desilusión mayor. ¡Cómo es posible, Dios mío! Charlamos un poco más y ya llegó aquello del “te coge”, “te engancha”.

Mi amigo contó, en esencia, que la obra no le parecía excelsa, pero era de esas que “te cogen”. Comprendí muy bien lo que me quería transmitir, que es lo que cualquiera entiende cuando se utiliza esa expresión en relación con una lectura, película o lo que sea. Se quiere decir que la acción que se narra ha logrado interesar y se está ya dispuesto a seguir hasta conocer el final, el desenlace de la trama. Todo esto se basa en la estructura mental de los seres humanos, que nos lleva a perseguir la solución de los enigmas y ha desempeñado un papel central en el continuado esfuerzo por explicar el mundo y dominarlo de paso. Como se ve, no me duelen prendas a la hora de valorar con generosidad ese afán heurístico tan arraigado. Esa irrefrenable tendencia ha sido explotada hábilmente en la preparación de series televisivas, folletones y sagas de toda índole, en las que se cuenta con la fidelidad garantizada y eterna de los auditorios. Es un fenómeno intemporal, anclado firmemente en lo más profundo de nuestra psicología.

No considero pecado el que alguna lectura te ‘coja’. Lo que ocurre es que la literatura, una de las bellas artes, ha de ser algo más. Mil historias comunes de las que se dan continuamente en la realidad son capaces de “enganchar”, y más si se enmarcan en una peripecia más o menos hábilmente diseñada. Pero, para mí, eso no es suficiente, no basta de ninguna manera. Yo busco también, y sobre todo, una emoción estética. Me resulta difícil continuar con la lectura de una obra, si no aprecio también la pura belleza formal, el juego inteligente, la alquimia interminable de las palabras.

Esa carencia parece que la soporta bien la mayoría de la gente. Los lectores se han acostumbrado a la literatura de evasión, que, en justa contrapartida, elabora retorcidos complots para interesar el lector, para cogerlo bien cogido: cadáveres que se encuentran de la manera más inesperada, manuscritos intemporales, perdidos y aparecidos en algún remoto lugar como por milagro, ambientes exóticos, esoterismos diversos; todo vale y la demanda puede ser infinita.

Y un libro de intriga, ¿no puede ser de bellísima prosa? No es imposible, pero son mundos bien distintos, ideas alejadas de lo que deba ser la creación literaria, que no resulta fácil o inmediato superponer. Los propios escritores conocen bien con qué clase de lectores pueden contar. El que tiene como objetivo previsible un cinco por ciento del público, lo sabe y lo acepta. Ese porcentaje supone todavía una masa considerable y el autor seguramente no tiene interés en llegar a otros lectores, insensibles al concepto que él mismo tiene de lo que deba ser la literatura. No ocurre nada grave.

Lo realmente grave es que, con esta mentalidad entre los lectores —y con los editores persiguiendo denodadamente lo que el público demanda—, se empequeñece el horizonte de temas y estilos y se alimenta un tipo de quehacer literario que empobrece la creación artística y la literatura de calidad. Son imprescindibles críticos inteligentes y sensibles, que traten de promover sin  descanso las obras de auténtico mérito, olvidándose de los detalles o las ventajas comerciales.

Tengo mis dudas sobre cuánta gente comparte estos tajantes juicios míos. Pero los hago públicos, aun entre dudas. Uno tiene la sagrada obligación de dudar. La duda está en el origen de todas las controversias y asiste al nacimiento de todas las verdades. El hombre es hoy lo que es, porque ha dudado. Ha dudado, precisamente, de todo lo que parecía más evidente, más incuestionable, más indudable.

24 de diciembre de 2013

El maestro Ciruela sobre 'captcha' y 'bots'


Te digo, lector, que esto de escribir un blog es una fuente inagotable de sorpresas; para mí, y para ti mucho más, claro. Es la realidad la que manda. ¿Sabes lo que quiere decir captcha? ¿Sabes que sirve para salvaguarda de los bots? Pues sigo y voy a hacer de maestro Ciruela, aquel que no sabía leer y puso escuela. Probablemente, el dicho es una corrupción de “el maestro de Siruela, que no sabe leer y pone escuela”, referido a Siruela, un pueblo de la provincia de Badajoz. Pero a veces pienso que lo de Ciruela pudo derivar del doctísimo maestro Ciruelo, con el cambio pertinente para la rima. Quizá el pueblo creó como antónimo este maestro Ciruela, atrevido e ignorante. Una variante del dicho reza “el maestro del Campillo, que no sabía leer y tomaba niños”.

En efecto, Pedro Sánchez Ciruelo (1470-1548), fue un matemático español del siglo XVI, que vivió en París unos diez años y fue profesor en la Sorbona. A su vuelta a España se ordenó sacerdote y enseñó teología, quizá también matemáticas, en la Universidad de Alcalá, en la que gozó de gran prestigio. Más tarde fue preceptor del príncipe Felipe, hijo del César Carlos, y su sabiduría fue tan reconocida y proverbial que se acuñó el dicho de “saber más que Ciruelo”. Otro reconocidísimo sabio de la época fue el dominico Domingo de Soto (1494-1560), algo más joven que Ciruelo y discípulo suyo en Alcalá. Se le consideró un modelo de sabiduría y erudición y en la España del siglo XVI se decía: Qui scit Sotum, scit totum (el que conoce a Soto, lo conoce todo).

Lo del maestro del Campillo enlaza con otra expresión popular: “el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo”. En realidad, en este último caso debe de ser del cantillo, como se lee en el Quijote: “y vendré a ser el sastre del cantillo”. Cantillo vale como esquina o cantón y el dicho sería “el sastre del cantillo, que cosía de balde y ponía el hilo”. Tiene que ser así, porque en los Proverbios del Marqués de Santillana ya aparece “el alfayate del cantillo, facía la costura y ponía el hilo”.

Esta introducción es para justificar que trate aquí una materia que desconozco ampliamente, pero que ha llamado mi atención. Es algo que conoce cualquiera que navegue por Internet: me refiero a esas letras y números distorsionados, que aparecen en un recuadro y que uno ha de descifrar a la hora de registrarse en ciertas webs. Constituyen lo que se conoce como ‘captcha’, un acrónimo, acuñado en el año 2000, de “Completely Automated Public Turing test to tell Computers and Humans Apart”. El Turing test es una prueba para comprobar la capacidad de una máquina de mostrar un comportamiento inteligente, ‘humano’. Fue desarrollada en 1950 por Alan Turing. Turing, uno de los precursores de la Informática, fue declarado culpable de conducta homosexual y despedido de su trabajo. Se suicidó con cianuro en el 1954, con 41 años de edad. Da vergüenza sólo recordarlo.

La identificación de los signos de tales recuadros cumple la función de distinguir entre los seres humanos y las computadoras. Por eso se pide la respuesta —“para que se sepa que se trata de un humano”, se explica a veces—, lo que no se entiende nada de bien y se suele tomar como una broma. Lo que se persigue es que el texto sea ilegible para los bots y fueron ideados hace tiempo para que ciertas palabras clave no pudieran ser detectadas por los sistemas automáticos de rastreo.

Un bot (aféresis de robot) es un programa informático, que imita la conducta de un ser humano. En los forums on line, algunos bots fueron utilizados para simular una persona, intentando hacer creer al ‘ciberinterlocutor’ que chateaba con alguien real. La misma Wikipedia ha sido víctima de bots maliciosos, creados para atacar y destruir de forma masiva los artículos de la misma. Así que los ‘captcha’ son una manera de luchar contra los bots. ¿Claro ahora? Espero.

18 de diciembre de 2013

Relato monovocálico de Rubén Darío


Lector, en una entrada no tan reciente, escribí que no me gustaba jugar con las palabras, porque eran sagradas. Pues, como se dice ahora, me pasé dos o tres pueblos, porque tampoco se ha de ser tan estricto y la verdad es que se ha jugado mucho con ellas en la historia de la literatura, como se muestra en detalladas obras de la llamada por algunos Ludolingüística. Y a esto me voy a referir, recuperando así lo que, en principio, intento que sea la temática más frecuente en este blog.

Se pueden escribir textos, por ejemplo, en los que falte consistentemente una de las vocales y se llaman lipogramas. O en los que figure una sola, monovocalismos. Los palíndromos, bastante más conocidos, son aquellas palabras o frases que se pueden leer indistintamente hacia delante o hacia atrás. La más famosa es quizá la de Dábale arroz a la zorra el abad, pero hay muchas otras, como La turba bajaba brutal, por citar alguna. Los tautogramas agrupan palabras que empiezan por la misma letra: ¡Cielos! ¿Cómo canciones cantaremos con corazones casi consumidos? O el de un soneto de Francisco de Quevedo: Antes alegre andaba; agora apenas alcanzo alivio...

El fecundísimo y precocísimo Enrique Jardiel Poncela (escribió su primera novela con once años), tiene un relato monovocálico de un par de páginas, Un marido sin vocación, en que no aparece la vocal E. Este trabajo forma parte de una serie de cinco (sin la E, sin la A, sin la O, sin la I y sin la U) que el autor publicó en la sección de cuentos del diario La Voz, en 1926 y 1927. Es muy breve y un lector inadvertido puede no notar siquiera que en el mismo falta una vocal.
 
         El famoso e influyente escritor francés Georges Perec, judío con ancestros polacos, en su novela La disparition, tampoco utiliza la E, la vocal más frecuente en francés. Alguna traducción al castellano de esta obra respeta esa restricción, cambiando la vocal E por la A, más frecuente en nuestro idioma.

         Hay ejemplos mucho más antiguos. Francisco de Navarrete y Ribera, fue un escritor español del Siglo de Oro, autor de una novela que es un lipograma en la que falta la letra A,  La novela de los tres hermanos. Esta novela está incluida en un curioso libro de rarezas titulado Flor de Sainetes, del año 1640. Contemporáneo es el autor hispano-portugués Alonso de Alcalá y Herrera (Lisboa 1599, Alcalá de Henares, 1682), autor de una pentalogía de novelas de carácter ludolingüístico, que incluye Los dos soles de Toledo (sin la letra A), La carroza con las damas (sin la E), La perla de Portugal (sin la I), La peregrina eremita (sin la O) y La serrana de Sintra (sin la U). La edición de estas novelas es de 1641, en Lisboa, sólo un año posterior a la de Navarrete y Ribera.

         De todas ellas, la única que conozco es La carroza con las damas y es, como se supone, una novela muy corta. Así deben de ser las otras, que no es llevadera la tarea de andar escribiendo con cortapisas y prohibiciones. De esta novela copio un fragmento, escrito con el barroco estilo de la época, pero perfectamente inteligible: ¿Cómo sin pintar paso la gran Lisboa, mi patria, su gallardo sitio, su grandiosidad, su aparato, su adorno, su brío, su concurso, su primor, su valor, su hidalguía? Gran ocasión, por Dios, a dar lugar la prisa, mas no faltará otro día. Volvamos a San Francisco.

Aun así, nada equiparable a lo de escribir utilizando sólo una vocal, que es mucho más difícil, obviamente. Frases cortas en las que figure una sola vocal son relativamente hacederas. Utilizando sólo la O, estaría: ¡Socorro! Los olorosos osos con los ojos rojos son horrorosos. Pero escribir un relato entero, aunque sea corto, con sólo una de las vocales, se adentra para mí en el terreno de lo numinoso.

Me voy a referir a uno de estos monovocalismos, que siempre me llamó poderosamente la atención. Es un texto de extensión no demasiado breve, escrito por Rubén Darío. Tan poco seriamente que incluso pretendió fingir que el autor era otro, “un joven desconocido de América Central o de Colombia”. El relato tiene el título de Amar hasta fracasar y en él la vocal que se repite, única e incansablemente, es la A. Lo veo en un libro impreso en 1922 y seguramente estará en la edición de sus Obras completas, en veintidós volúmenes (1917-1919).

El tristísimo relato de Darío es realmente prodigioso, aunque también entiendo que para muchos no será el adjetivo más apropiado. Hay en él ternura, a veces cierta belleza bien que extraña, secuencias de gran sonoridad y revela un gran conocimiento del idioma. No deja de ser una curiosidad, que quiero compartir con mis lectores. Para ellos hago esta somera introducción y copio el texto íntegro del relato, con las notas correspondientes, que no me he preocupado de confirmar: 

AMAR HASTA FRACASAR

La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala.1

Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban, mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan.

  La plaza llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas.2 ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala? Nada, ¡ca!, ¡nada basta a atajar la llama aflamada!3

16 de diciembre de 2013

El mejor pívot de la historia fue catalán


Este blog nació con el designio de no atender demasiado a temas de actualidad. Sin embargo, a veces la realidad del presente es tan quemante que obliga a desdecirse y a cambiar la singladura prevista. Lo que está ocurriendo ahora en Cataluña, me preocupa, como a tantos otros. Un recurso en tales casos puede ser el humor y no es la primera vez que recurro a él en situaciones parecidas. Humor que querría amable y punzante sólo lo imprescindible. También esperanzado, porque creo que la sensatez acabará imponiéndose más pronto que tarde.

Este relato está escrito desde hace meses y decido hacerlo público ahora. Cuando ya algunos de los amigos que lo han leído me aseguran que es leve y soportable en su crítica y no es capaz de oscurecer mi afecto hacia ese bello país que es Cataluña, ejemplar en más de un sentido, pero no siempre.

 EL MEJOR PÍVOT DE LA HISTORIA FUE CATALÁN

Hace ya unos años, un profesor de filología catalana empezó a descubrir que muchos de los españoles estábamos viviendo en el error desde hacía siglos; que estábamos, por decirlo así, como rebozados permanentemente en la ignorancia. Porque es obvio, sostiene dicho filólogo, que el autor del Quijote fue un catalán, lo mismo que el descubridor de América; por no hablar de Marco Polo, de los autores del Lazarillo de Tormes o La Celestina. Y otros grandes hombres y mujeres que no fueron catalanes, hubieran debido serlo, si hubiera un poco más de sensatez y justicia en el mundo. Por no hablar de los muchos, en realidad todos, que hemos querido y queremos ardientemente ser catalanes, sin darnos cuenta, sin saberlo. Y que ahora, tras conocer estos detalles que nos da el avispado filólogo, nos vemos inconsolablemente abocados a la desesperación o a la melancolía, dependiendo del temperamento de cada cual. En relación con todo esto, hablaré ahora de una intuición mía, cuya verdad me parece cada vez más probable.

Empecé a sospechar hace mucho que también el mejor pívot del mundo de todos los tiempos quizá fue catalán. Y no me refiero a ese gran jugador de ahora, Pau Gasol, sino a alguien más antiguo y aún más brillante, Rick Erving, de los New York Knicks de los años cincuenta del pasado siglo. Siempre me he preguntado cómo es posible que, tras haber alcanzado una fama tan notoria y excepcional, su nombre haya caído en un olvido tan absoluto y desconcertante. Es verdad que estuvo menos de tres temporadas en el equipo y que cuando lo dejó se apartó totalmente del baloncesto y se retiró a su vida privada, sin que se supiera nada más de él en el mundo deportivo, pero aun así.

Yo andaba por aquellos tiempos en Nueva York haciendo mi especialidad de medicina y me aficioné a los partidos de baloncesto. Había tantas cosas curiosas en Rick que no sé por dónde empezar. Ya me llamó poderosamente la atención en aquel tiempo, y luego, con lo que fui sabiendo de su vida, mi interés no hizo más que crecer y el empeño en identificarlo se convirtió en una obsesión. De acuerdo con mis sospechas, ahora tengo la casi total evidencia de que vive en nuestro país, como explicaré más tarde. Estoy casi seguro de haber desvelado su identidad oculta y trato de seguir investigando, hasta recoger las pruebas finales, que no dejen ningún género de dudas.

Rick era —conviene dejarlo claro desde el principio— una persona compleja y enigmática. Cuando se presentó, sin informes de nadie, ante el coach del equipo, enseñó sus papeles de residente en USA en regla, en los que aparecía con otro nombre, y ahí tendría que figurar su país de origen. Pero él no comentó después nada al respecto y, por las razones que fueran, nunca se hizo pública más detallada información. Para el mundo del deporte, había escogido llamarse Rick Erving y nunca mencionó su pasado. Hablaba poco y siempre en un inglés, que había empezado a aprender por entonces. Muy pocas veces habló con un utilero del club, de origen alemán, en esa lengua que dominaba perfectamente. Pero Rick no era alemán, de eso estoy seguro. Su acento en inglés no se parecía en nada al de otros alemanes que conocí en esos años.

Tenía una ilimitada capacidad para convencer. El entrenador del equipo creyó que se trataba de una broma cuando le pidió que le hiciese una prueba en el campo. Su estatura no era la de un jugador de baloncesto; de hecho, era un poco más bajo de lo normal. Sin embargo, algo le hizo confiar en él, lo puso a entrenar y, a pesar de esa notoria desventaja, se ganó sin duda un puesto en el equipo titular. Nadie sabía cómo lo hacía. Los jugadores contrarios se quejaban a menudo de que, de alguna manera, trepaba sobre ellos para encaramarse hasta el aro de la cancha; hablaban de un roce apenas perceptible, que duraba una fracción de segundo, pero jamás se pudo probar nada de esto. Si verdaderamente lo hacía, habría que reconocer su extrema habilidad. Nunca se pudo evidenciar esta maniobra, ni, por supuesto, ninguna foto o película la reveló en el campo.

Ya dije que no era muy hablador y se limitaba a esforzarse siempre al máximo en cualquier partido, fuera de la trascendencia que fuera. Su tenacidad a la hora de luchar por el balón, su incapacidad para rendirse en las más adversas circunstancias, se hicieron proverbiales y le valieron el respeto y la admiración incondicional de sus compañeros y de los espectadores. Hasta que un buen día, sin ningún tipo de aviso previo, cuando su contrato expiraba ya, dejó de aparecer por el Madison y se supo que había abandonado los Estados Unidos. Rick era soltero, vivía solo en un apartamento del West Side, relativamente modesto para sus posibilidades, no lejos de la calle 34, y allí se terminaron para siempre todas las pistas. Durante muy cortas temporadas compartió la vivienda con otro jugador de los Knicks, Patrick Barkley, un americano de ascendencia irlandesa, un poco más joven. Esto sí se había comentado y se sabía.

A mí me tenía completamente  encandilado, porque estaba además convencido de que era español. Sólo era, entonces, una nada fundamentada suposición mía y no habría podido aducir ninguna prueba que la sustanciara. Una vez, en un entrenamiento al que pude asistir, le voceé algo en español y se volvió, como sólo se hace cuando se entiende lo que se ha oído. Yo había gritado, lleno de entusiasmo, “Rick, eres el mejor”, y él me miró y estoy seguro ahora de que comprendió perfectamente mi grito de admiración. De hecho, al terminar el entrenamiento pude acercarme un poco más y me miró con una cierta fijeza; contrajo rápida y repetidamente sus ojos, en un tic que ya le había observado otras veces y le era peculiar. Yo creo que era un joven bastante nervioso.

Era una persona muy agradable, que siempre me pareció ordenada y limpia. De hecho en algunas ocasiones se le veía, cuando el balón se ensuciaba a lo largo del juego, como es normal, pasándole las manos para tratar de quitarle el polvo adherido a la superficie. Esto era un gesto casi automático que, años después, como contaré a su tiempo, contribuyó a que mi cerebro empezara a forjar una intuitiva hipótesis sobre su identidad, que me parece cada vez más plausible.

Otro de estos indicios, al que no presté atención en su día, proviene de una entrevista que le hicieron en una emisora de radio local, hacia el año 1953. Era una entrevista amable y se notaba que el propio locutor había sido ya seducido por la espontaneidad y desenvoltura del personaje, casi recién llegado a la ciudad y al país. Por eso sonreía indulgentemente cuando el jugador, respondiendo a una de las preguntas, contestó con su incipiente inglés, de manera un poco brusca: “This doesn’t touch now” (literalmente, eso no toca ahora). El periodista no podía entender el significado de la frase en inglés y, de la manera más cortés y risueña, trató con gran paciencia de comprenderle, hasta concluir que lo que Rick quería decir era algo así como “this doesn’t matter now  o “it’s of no concern to us now” (esto no importa ahora, no nos concierne ahora). Este recuerdo ha sido uno de los que, retrospectivamente, me han afianzado más en mis sospechas sobre su misteriosa identidad.

La verdad es que esa frase, la traducción literal al inglés de lo que Rick pensaba evidentemente en otro idioma, no me llamó la atención entonces. Ha sido sólo después, al oírla en castellano, cuando se me reveló inesperadamente su trascendencia para mi investigación. En castellano la expresión “eso no toca ahora” indica tajantemente la inoportunidad de una pregunta o de una preocupación, y no es que la emplee todo el mundo. Pero algunas personas —incluso podría escribir, un político determinado— sí lo hace y hasta la popularizó, tras años de aparecer en los medios de comunicación. Hasta el punto de que ya otros, para cancelar una pregunta o cambiar el curso inconveniente o inoportuno de una conversación, empezaron a decir lo mismo, “eso no es lo que toca”. Sin más razones, eso sí; o sea, willy-nilly, como se dice en inglés, por narices.

Lector, te pido tu ayuda, tu colaboración. Tienes que imaginarte a un conocido político catalán, hace años, pronunciando un discurso de pie ante un atril. De repente, sin interrumpir su perorata, saca un inmaculado pañizuelo de su bolsillo y limpia con esmero una pequeña parte del atril. Te digo, lector, que a mí me gustó ver eso. Yo no sé qué fue lo que limpió; si era algo que estaba ya allí o esas gotitas que expelemos involuntariamente al hablar —las hay de diferentes tamaños y algunas hasta tienen sus nombres: de Pflügge, de Wells, etc.—. Lo cierto es que no pude dejar de pensar que alguien así de limpio, de ordenado, quizá no esté mal para conducir una política, para presidir un gobierno. Piensa uno que también tendrá que ser igualmente limpio en su moral, en sus compromisos. Fue un detalle que me resultó simpático, que se me quedó en la cabeza y que no he olvidado. Y que me recordó al bueno de Rick aseando el balón en la cancha de Nueva York, tantos años atrás.

Luego después, porque las cosas se van hilvanando lentamente, recordé también que Rick tenía algunos tics característicos. Bueno, pues ocurre que el político al que me refiero también los tiene. Es algo muy discreto, sobre lo que sólo los muy malévolos podrían tratar de ironizar. No es mi caso. Lo que me importa señalar ahora es que, en este insignificante rasgo, coinciden los dos personajes.
 



Sé muy bien que las razones para sustentar mi hipótesis no son definitivas. El político en el que pienso, tiene algunos tics, como Rick, y también pasión por la limpieza. Sin embargo, no es nada alto, lo que es un serio inconveniente para jugar al baloncesto, y siempre quedará el problema de explicar cómo con su envergadura pudo triunfar precisamente en ese deporte. Para entender su facilidad para saltar y encestar, elaboré hace tiempo una hipótesis que la explicaría y que me parece absolutamente verosímil: el presunto Rick Erving podría haber participado desde niño en alguna colla de castellers, tan numerosas en Cataluña, y haber desarrollado así una extraordinaria habilidad para trepar sobre los cuerpos de otros, como piensan algunos que hacía Rick en la cancha. Esas capacidades adquiridas en la niñez no se pierden nunca.

Me apasionó tanto el misterio, tan arraigada quedó en mí la necesidad de desentrañarlo, después de estos progresivos barruntos, que me hice el propósito de indagar algo más en la vida de Rick, durante algún próximo viaje a Nueva York. Porque descubrí entonces, con toda certeza, que aquel amigo suyo, que había compartido con él ocasionalmente su piso, Patrick Barkley, vivía en una residencia para Seniors fuera de Manhattan, pero no lejos de la ciudad.


Finalmente, pude cumplir mi anhelo de visitar a Patrick Barkley. No fue nada difícil encontrar la residencia en la que estaba, en una zona amable y tranquila al norte y no lejos de la gran urbe, en Scarsdale. Lo llamé por teléfono y le expliqué las razones por las que quería hablar con él. No tuve necesidad de insistir y al día siguiente nos encontrábamos cómodamente sentados en una de las enormes terrazas del edificio. Inevitablemente, todo me recordaba aquella entrevista entre Jerry Thompson y Jedediah Leland (Joseph Cotten), el mejor amigo de Kane, en la película Ciudadano Kane, de Orson Welles. Barkley parecía en buena forma y con una memoria bastante intacta.

De joven había medido cerca de dos metros y sus ojos eran todavía limpios y de un azul casi hiriente. Yo había leído algo sobre él y sabía que al terminar su carrera deportiva se había interesado profesionalmente en temas de etnología e historia y hasta había escrito algún libro sobre esos temas. El más conocido en su tiempo, descatalogado e inhallable en la actualidad, fue Irrationality and Politics. Tuvo fama de constante perseguidor de mujeres, que, soit dit en passant, se dejaban atrapar por él muy frecuentemente. De hecho, en un momento distendido de nuestra entrevista me confesó que le habían gustado tanto las mujeres que decidió quedarse soltero. Fue él quien dijo las primeras palabras cuando nos encontramos.

— Así que quiere saber algo del viejo Rick. Lo recuerdo perfectamente, pero no creo que le pueda ayudar mucho.

Charlamos casi dos horas. Rick era un hombre amable, aunque muy reservado, me confesó enseguida. Jugaba como yo creo que no ha jugado nadie en toda la historia del baloncesto. Estaba siempre corriendo, cambiando sin cesar de posición; desconcertaba no sólo a los contrarios sino a los propios compañeros, pero su eficacia para encestar era contundente y terrible. Parecía estar en todas partes y en ninguna, como una ardilla. Era todo un poco inexplicable. Yo medía casi medio metro más que él y, sin embargo, a veces, cuando llegaba una pelota, me lo encontraba, de repente, alzado sobre mí, recogiéndola y encestándola. No sé cómo lo hacía, créame. Nadie se lo explicaba.

Siempre hablábamos en inglés, continuó. Rick empezó a aprenderlo al llegar aquí y lo dominó en muy poco tiempo. Tenía una gran facilidad para los idiomas. Hablaba alemán perfectamente, eso sí lo sabíamos. Además leía cosas en ese idioma. Recuerdo perfectamente un libro que manejaba muy constantemente, de un tal Ernst Mach, ya muerto entonces, del que me contaba que había sido físico, matemático, filósofo y luego fue elegido para el Parlamento de su país, en el que estuvo doce años. Rick le tenía una especial devoción y me dijo que hasta Einstein se declaraba seguidor suyo; me hablaba mucho de él, por eso recuerdo todos estos detalles. El libro que leía era Erkenntnis und Irrtum (Conocimiento y Error, traduzco yo) y lo tenía en las manos a menudo. Espero que le haya servido a lo largo de su vida.

Por esto del alemán, algunos pensaron que Rick era judío y que había abandonado Alemania, hacía años, huyendo de la persecución nazi. Yo no lo creo, aunque no podría aportar ninguna razón para mi descreencia. El evadía hablar del tema. En una ocasión le pregunté que de dónde era y me contesto que su verdadero país tenía todavía que inventárselo. Tengo un país, pero lo quiero mucho más grande y glorioso. Se le iluminó la cara al hablar; nunca le había visto esa mirada radiante. Y ya no añadió nada más.

Si lo hubiera conocido ahora, me habría gustado hablar más sobre lo que me dijo entonces, con una convicción y firmeza que hoy, con la experiencia de toda una vida, me resultarían sospechosas. Señor — Patrick utilizó la palabra española para dirigirse a mí—, esos amores ardientes a las patrias, que pueden llevar hasta la theosis, esas grandezas soñadas, me dan miedo. Hay muchas tragedias y desgracias, muerte y dolor, a su alrededor. Todo no deja de ser una simpleza, o algo peor, pero anida en regiones del cerebro a las que la razón llega con dificultad. Son emociones que se contagian con facilidad y es muy complicado controlarlas después, porque no se dejan tratar racionalmente, son inmunes a cualquier lógica. Apenas tienen efectos positivos, son el mal casi en estado puro.

Hizo una breve pausa como para enfocar sus recuerdos y prosiguió. Al expirar su contrato con los Knicks, Rick anunció, de manera inesperada, que se iba, que dejaba los Estados Unidos. No dijo a dónde y ya no supimos más de él. ¡El bueno de Rick, le digo que era un sujeto peculiar! Quiera Dios que todo le haya ido bien. Si sabe alguna vez algo de él, si está vivo, no deje de decírmelo, se lo ruego. Fue un buen compañero y, para mí, el mejor pívot de todos los tiempos. Ha sido agradable recordar todo esto; le estoy hablando de hace sesenta años.

Seguimos charlando, con la ternura brotando tal cual vez entre los recuerdos, y Patrick Barkley me dijo que, en efecto, convivió en algún momento con Rick, en su piso del West Side. Me confirmó su pasión por la limpieza y el orden, casi excesiva, según él. Se acostumbró bien a la vida americana, a sus usos, sus costumbres, su alimentación. Sólo echaba de menos algunas comidas de su tierra, especialmente una cuyo nombre le repitió mil veces y por eso lo recordaba perfectamente, aunque no sabía qué idioma era y no estaba seguro de pronunciarlo correctamente: botifarra amb mongetes. Para hacerla, esperaba con ansiedad que le enviaran de su país un embutido especial, que decía que era imposible encontrar aquí.

Le enseñó a la asistenta que tenía, una puertorriqueña, excelente cocinera, a preparar el plato, tal como le gustaba a él. Era muy feliz cuando lo podían cocinar aquí, que no era siempre, que no era todos los días. Yo hasta he llegado a creer que se fue de Estados Unidos sólo por eso. En esas ocasiones parecía un Buda inmensamente feliz. “Patrick, me dijo una vez, emocionado, en alguna zona de mi país puede soplar fuerte el viento; un poeta nuestro la calificó como ‘el palacio del viento’, ¡qué bella metáfora! A veces me veo en mi tierra, en lo alto de algún risco amable, con mi equipo de senderista, mecido por ese viento bravío, montaraz y libre, casi siempre con el mar cercano en el horizonte y apurando hasta la última gota del placer de vivir. No puede haber otra tierra igual; cuesta estar alejado de ella, créeme”. Y hasta se ponía a cantar, me confesó Patrick. Tenía una voz no muy potente, pero bien temperada y dulce. En esos momentos era, para decirlo con una expresión nuestra, a man just this side of delusion.

Un hombre justamente al borde de la delusión, traduzco, a punto de ser engañado por los sentidos, embaucado por los recuerdos. Y pienso, con mi perspectiva de ahora, que Rick en esos momentos podría haberse desligado por entero de la realidad, náufrago en un mar de añoranzas, con aquella canción que habla del monte sagrado: “Muntanyes del Canigó, fresques són i regalades…”. O aquella otra, que yo he cantado bastantes veces, sin ser catalán ni nada, de “Baixant de la font del gat, una noia, una noia; baixant de la font del gat, una noia i un soldat”, pegadiza y simpática.

Me alegraba verle así, me contó Patrick. En donde yo nací, los vientos pueden ser feroces y excesivos. Pero no me iba a poner a discutir de vientos salvajes con el bueno de Rick, embelesado con sus recuerdos y sus remembranzas. Ahora sé que muchas de las discusiones de los hombres son poco más que ruido de vientos. Pensaba lo que he pensado siempre: que hay una tierra edénica y única, la de nuestra infancia, y que hay muchas tierras así; que cada uno tiene la suya. Salvo casos de tierras extremadamente desfavorecidas, tal vez imposibles de amar. Hasta me cuesta trabajo admitir esto; son más bien algunas gentes las que son imposibles de amar. Es así de simple.

Patrick y yo hablamos de otros temas y nos despedimos finalmente. Reconozco que mi visita ha supuesto una nueva pista, que apunta a que el político catalán en el que pienso pudo ser efectivamente aquel maravilloso pívot de los Knicks. Estoy convencido de que Rick Erving era catalán y vive en la actualidad.

Mi intención con estas elucubraciones es obvia. Para mí, cuando tantos se están empleando a fondo en recabar glorias catalanas pasadas, con argumentos quizá no totalmente válidos, sería bueno tener la seguridad de que alguien vivo, actual, fue una auténtica gloria del baloncesto mundial. Sobre todo en estos tiempos en los que se da tanta importancia al deporte en nuestras sociedades, y particularmente en la catalana. En fin, yo me he limitado a exponer mis sospechas, para añadir uno más a los innumerables y ocultos genios de ese bello país, que están apareciendo ahora constantemente.

Este político que creo que es Rick, me caía bien y me consta que también a muchos españoles, a pesar de ciertas pequeñas extravagancias suyas, de las que nadie está libre. Parecía abordable y entusiasta, y creer en lo que estaba haciendo. No me cuesta ampliar esa preocupación suya por la limpieza material, de la que hablé, a la esfera moral y mercantil; no soy de los que condenan por meros indicios, tantas veces falsos y malintencionados, aunque tampoco podría garantizar la inocencia de nadie.

Sin embargo, no puedo evitar el hacerle algunos reproches. Primero, que, dándose además la circunstancia de que el autor del Quijote fue catalán, como parecen demostrar todos los indicios, no reparara más en el debate sobre la historia que sostuvieron el caballero andante y el bachiller Sansón Carrasco, en presencia de Sancho, y que se cuenta en el capítulo tres de la segunda parte de la obra. En él, con una sintaxis discutible, el bachiller hace notar: “El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”. Una cosa es soñar y fantasear y otra escribir la historia, añado yo.

Otro reproche, relacionado y más grave: promocionar sólo aquellos medios de información y entidades que ahondan y embellecen el ensueño, estimular sin descanso el despego de todo lo español. De todos los mecanismos que se han ensayado para lograr la cohesión nacional, ninguno más eficaz que el fomento del desdén, el desprecio o el odio, frente a los que se juzga diferentes. El proceso supone la magnificación de los más insignificantes hechos diferenciales y el cultivo intensivo de procedimientos que aboquen a la diferenciación.  Estas mechas prenden pronto, y más entre los conversos de última hora, que encuentran así una manera fácil de proclamarse integrantes del grupo y evitar cualquier suspicacia respecto a su  reciente llegada al mismo.

Un último reproche deriva de que no se preocupara más por dejar asegurada una sucesión que permitiera una continuidad inteligente. Porque lo de ahora no se parece demasiado a lo de antes. Muchos de los políticos de la Cataluña actual son de una tenacidad y planura mental de difícil equiparación, incluso dentro del peculiar gremio de los políticos; esto afecta incluso a los dos más destacados del momento. Me recuerdan la anécdota que cuenta el jesuita Isla del padre provincial de una comunidad monástica. Un campesino había dado dos de sus hijos a la religión y un día preguntó al provincial cómo se portaban. “Porque no serán exactamente iguales, alguno será peor”, argumentó el campesino, con innegable sentido común. “Ambos son peores”, contestó el provincial. Pues eso. No sé si se me entiende, que a veces me lío un poco.

Las masas —las cadenas humanas, las manifestaciones y marchas ruidosas, las adoraciones de himnos o banderas—, me aturden y no confío nada en ellas. Con un poquito de manipulación se las puede encaminar a donde se quiera. A soñar, por ejemplo, con la pronta llegada de una Arcadia feliz, resueltos unos simples trámites. Luego, cuando la prometida Arcadia queda sólo en una quimera, ya es demasiado tarde para volver atrás y queda el desencanto y un oscuro rencor.

Siempre ha sido así, pero todo es más peligroso en una época como la nuestra, en la que apenas hay otra realidad que la impuesta por la televisión y los medios de comunicación y cualquier idea se convierte en verdadera si es repetida el suficiente número de veces, en ausencia de críticas serias y fundadas. Vivimos tiempos en los que el pensamiento es insistentemente derrotado, como apuntan numerosos intelectuales que han prestado atención al fenómeno. Alain Finkielkraut, por citar a alguien, proclama que la lógica del consumo está destruyendo nuestra cultura.

En el mismo capítulo ya mencionado del Quijote, el bachiller Carrasco cita en latín para decir que stultorum infinitus est numerus. De una novela mía, tomo el siguiente párrafo: “Algún sólido pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del más necio de sus integrantes. Pero cuando en el seno de la misma surge alguien que ensarta pareados de esos que corea luego todo el mundo, este cómputo hay que dividirlo forzosamente por el número p (3,1415926...). No se conocen las razones de este cálculo, pero es exactamente así, como atestiguan los psicólogos, sociólogos y matemáticos de todos los tiempos”.

Trato de dejar aparte las bromas y las ironías, pero me quedan los sinceros temores respecto al futuro, el de los catalanes y el de todos, y la sensación de que mucho de ese cataclismo sólo es consecuencia de la insensatez, los intereses, la soberbia y la desinformación. O de una forma perversa del amor patrio. Como en un ensueño, veo a alguien, en uno de esos mítines soberanistas, gritando: “Tened el coraje de ser un pueblo, y pronto seréis iguales a las naciones europeas”. Para darme cuenta después de que son, exactamente, las viejas palabras, sin sentido ahora, de un mundo de hace más de doscientos años, cuando Léger-Félicité Sonthonax, representante de la Convención de París en Saint-Domingue (Haití), decretó la emancipación de los esclavos del norte de la isla, en Le Cap, el 29 de agosto de 1793. Y lo de aquí me parece un absurdo viaje hacia el pasado, en contra del fluir del tiempo y de la historia, un caprichoso camino lleno de trampas y problemas, en el que casi seguramente está excluida la tragedia total, pero no el caos y el sufrimiento de muchos, para encontrar al final, satisfecho el orgullo y conseguida la utopía, el desengaño y el vacío. Y me vienen a la memoria aquellos versos de José Hierro: Después de tanto, todo para nada.                                                                                                                              

Cuando pienso en la Cataluña que tantos hemos conocido y amado, me atrista imaginar un porvenir incierto en el que se pudieran borrar los mil recuerdos amables que muchos guardamos de aquella tierra y me inunda el ánimo una desolación, de la que surgen unos pobres versos, algo parecidos, poco, a los inmortales de Jordi Manrique:

Tantos mis buenos amigos,
tantas gentes admiradas
que tuvieron.
Es como si fueran idos,
de ellos no queda nada.
¿Qué se hizieron?

14 de diciembre de 2013

Frases felices


Ya escribí que hay artistas no profesionales muy capaces de realizar obra artística. Añado ahora mi convicción de que, en ciertos casos, creaciones de amateurs, de diletantes, breves y esporádicas, merecerían, sin más, formar parte de la historia universal del arte. Debería bastar un solo poema, un solo verso especialmente logrado, para pasar a la posteridad. Estos trabajos ayudan, además, a conocer mejor a sus autores. Ganivet dijo que “nada es más difícil que conocer a un hombre viéndole trabajar en su oficio; hay que estudiarle en sus ratos de ocio”.

En relación con la reciente doble pregunta que se está planteando hacer a los catalanes, leo en alguna parte que alguien propone el siguiente doblete: “¿Quiere usted que Cataluña sea Estado independiente? En caso afirmativo, ¿quiere que sea un continente?”. Creo que es muy agudo. Y pienso que muchos de los que contestaran afirmativamente la primera pregunta, no querrían que Cataluña fuera un continente.

He vivido algunos años en un país grande y poderoso, al que se referían sus ciudadanos como this great country of ours, este gran país nuestro. He vivido también en un país pequeño, tan próspero o más que el otro en lo material, en el que a menudo oía a sus gentes hablar de notre petit pays, nuestro pequeño país. Creo que la percepción que tienen los ciudadanos de su patria influye en su ánimo, en su idiosincrasia, en su manera de ser en el mundo. Los pueblos pequeños tienen el alma pequeña. Quizá muchos catalanes preferirían un país reducido, pacífico, neutral, laborioso, sin ejército (sin gastos militares), tolerante (sin excesivas intromisiones fiscales), mirífico, habitado sólo por ciudadanos pudientes y despreocupados. Un buen país para hacer negocios, para concentrarse en lo que de verdad importa en la vida. Que me perdonen si me equivoco.

En un relato de Borges, El hombre en el umbral, se revela que la India es más grande que el mundo. El señor Mas ha estado recientemente allí y podría haberse traído el secreto para aplicarlo a Cataluña. Quizá se encontró con aquellos hombres del mismo cuento que, al saber que la reina iba a mandar un juez para hacer cumplir la ley en el país, se alegraron, porque “sintieron que la ley es mejor que el desorden”. O tal vez se topó con aquel otro que, ante la búsqueda de uno de esos cuatro hombres rectos que apuntalan el mundo en cada generación, discurrió que “si el destino nos veda los sabios, hay que buscar a los insensatos”. Cuando se viaja se aprende mucho, ¿a qué consejos habrá atendido el señor Mas en su largo viaje?

Estas reflexiones nacen de la doble pregunta que se propone más arriba, que me parece oportuna, es una muestra de eso que los franceses llaman esprit y debería incluirse en cualquier historia universal del humor. Como, por citar otro caso, aquella ocurrencia de Edwin Mirvish, el judío fundador de la popular tienda Honest Ed’s de Toronto, en 1948, un almacén muy barato y conocidísimo allí. El bueno de Ed estaba casi siempre en el local, hasta su muerte con noventa y tres años (ver Internet para conocerlo). Era uno de los personajes más famosos de la ciudad. Dijo a un periodista que quería ser incinerado y que con sus cenizas hicieran un reloj, como los de arena, de manera que todo el mundo dijera al verlo: Mira, es el viejo Ed que no se está quieto ni un momento. Original, ¿no? Nunca olvidé esta ocurrente idea suya.

Es que hay anécdotas geniales. En una entrevista, cuenta Borges que estaba con el escritor Macedonio Fernández —amigo íntimo, inteligentísimo, que lo impresionó más que ningún otro, según confesó—, oyendo tangos, y le preguntó: ¿Por qué no nos suicidamos para acabar con esta música? El entrevistador replicó: Pero no se suicidaron. A lo que respondió Borges, displicente: No sé si nos suicidamos... no me acuerdo.

¡Cuánta gente interesante, curiosa! A veces me imagino un Cielo con Borges contando historias. Me veo en un gran corro, rodeando mis piernas con mis brazos, y las alas bien plegadas a mi espalda, oyéndole. Si yo supiera que el Cielo va a ser así, trataría de ser bueno.

13 de diciembre de 2013

Sobre el razonar


Hace casi cien años, Pavlov condicionaba perros en su laboratorio exponiéndolos a diversos estímulos. Cuando el animal era incapaz de identificar el tipo de estímulo —y  por tanto no sabía qué patrón de conducta seguir— entraba en un estado de agitación, gañendo, ladrando y mordiendo. ¿Te suena lo del verbo gañir?

En los años siguientes se realizaron experimentos análogos en otros animales: ovejas, gatos, cerdos o chimpancés; algunos de Liddell y Bayne son del año 1927. Al animal se le muestra, por ejemplo, una elipse y se le condiciona para que ejecute una acción determinada; se le muestra también una circunferencia, para que realice otra diferente. Si la elipse se va haciendo cada vez menos excéntrica (i. e., se va pareciendo a una circunferencia), llega un momento en que el animal ya no es capaz de catalogar el estímulo y empieza a comportarse extrañamente, como en los casos de Pavlov. A este trastorno, algunos lo han llamado, con más o menos acierto, neurosis experimental.

Ahora imagínate, lector, un campo de futbol con cien mil espectadores adultos, escogidos al azar y que no son partidarios de los equipos que juegan. Los jugadores simulan un penalti clarísimo, indudable —en ciertos experimentos de psicología hay actores encargados de tales fingimientos—. Todos los espectadores ven el penalti. En otro momento, un delantero, sin que lo toque nadie, se tira al suelo, claramente. Todos los espectadores ven que no hay penalti. Por último, los jugadores simulan una falta verdaderamente dudosa, imposible de clasificar con absoluta certeza. En este caso ideal, es probable que el 50 % de los espectadores vea un penalti y el otro 50 %, no. Unos y otros estarán distribuidos al azar en las gradas del estadio.

Ahora imagina, lector, el mismo estadio, en un partido real, con cincuenta mil forofos del Madrid y otros cincuenta mil del Barça. Hay un penalti dudoso a un jugador del Madrid: los madridistas, todos, ven claramente el penalti, sin duda alguna; los del Barça no. Si el objeto de la falta es un jugador del Barça, ocurre exactamente al revés. Aquí, al contrario de los experimentos animales mencionados, no hay problemas en la identificación del estímulo, ni se altera ninguna pauta conductual. Los espectadores están convencidos de la rectitud y certeza de su apreciación.

La explicación no es muy complicada. En estos espectadores, a la hora de juzgar, entran en acción circuitos cerebrales, estructuras nerviosas, que impiden la apreciación justa e imparcial de la jugada. Se activan zonas del cerebro que nos hacen ver la total certidumbre de nuestro juicio; son las mismas que garantizan la verdad absoluta de la proposición dos más dos igual a cuatro. Este comportamiento cerebral se puede evidenciar hoy día con diversas técnicas exploratorias: potenciales evocados, PET, electrodos o chemitrodes implantados, etc. Ya lo había visto perfectamente Francis Bacon, al doblar el siglo XVI, con sus idola y otros filósofos anteriores. Hago notar que el espectador no es consciente de esa incapacidad suya para juzgar rectamente.

Estos comportamientos equivocados se dan no sólo en los campos de fútbol, sino en muchas otras actividades sociales. En las elecciones, en la política, las pasiones, los prejuicios, los intereses, los engaños más o menos fomentados o consentidos, nos llevan a veces a la imposibilidad de ver claro, de entender las situaciones y los fenómenos. Cuando esos condicionamientos son adquiridos en la infancia resultan prácticamente indestructibles. La razón se embota, la capacidad de discernir se pierde, la razón ‘se toma vacaciones’, como escribía yo en una entrada anterior. Es algo que conocen muy bien los educadores y embaucadores de todos los pelajes. Quizá a alguien le conviene todo eso. Hay que preguntarse siempre: Cui bono, cui prodest.

11 de diciembre de 2013

Catalanes


Han pasado casi veinte años y lo veo todavía allí, de pie, claramente derrotado. Estaba yo en Barcelona, con un compañero de profesión, sentados en el exterior de un bar, en una amplia plaza, cuyo nombre no recuerdo. El camarero estaba frente a nosotros. Debía de tener más de sesenta años; mal llevados, eso se notaba enseguida. Piel curtida y atezada, cara de pobre, con su chaqueta blanca, gastada. Parecía un poco ausente, seguramente era alguien de nuestro Sur. Era el atardecer y hacía aún calor.

No lo puedo evitar. Cuando veo a alguien realizar alguno de los infinitos trabajos duros y mal pagados —repartidores enloquecidos por el tráfico, inverosímilmente aparcados, acarreando los bultos ellos mismos—, si la persona es joven, pienso que quizá la vida pueda cambiar para él, que con suerte podría encontrar una ocupación mejor. Cuando es mayor, me digo: a ese la desgracia lo cogió bien cogido, lo enganchó para siempre y así terminará sus días. Y ya sé, lector, que hay cosas peores; hablo de lo que veo más a menudo.

         Me entristece pensarlo y surge casi siempre la misma pregunta: ¿Qué oportunidades tuvo este? ¿Qué hizo mal? Leo una cita de San Bernardo, cuya autenticidad no garantizo: “Yo soy la causa de mi desdicha”. Pues, lo dijera quien lo dijera, en eso se equivocaba. O, para ser más cautos, quizá era aplicable a él, en algún momento, pero no universalmente, a todos los mortales.

Mi amigo le habló en catalán y pidió lo que fuera. El camarero preguntó algo pertinente, en castellano, y obtenida la información se retiró. Cuando quedamos solos, mi amigo dio un fuerte golpe en la mesa, lleno de ira, lo que me sorprendió muchísimo, porque no acertaba a entender la causa. Si le hablo en catalán, me tiene que contestar en catalán, me explicó enseguida.

Pero este pobre hombre no es de aquí, quizá no lo hable bien, le respondí. Y sabe de sobra que tú entiendes perfectamente su lengua, la que él habla normalmente. Y ha sido correcto y preguntó algo sólo para servirnos mejor. Fue inútil, comprendí que era imposible razonar con él de este asunto. Mi opinión sobre este amigo quedó dañada para siempre, aunque todo ocurrió con el camarero ausente. Si el camarero hubiera estado allí, me habría despedido y no lo habría visto más en mi vida.

Otra visita a Barcelona. Al salir de la estación de Sants,  me dirijo a un taxi y un segundo después alguien cuya cara me suena se dirige al mismo coche. Era Carlos Sobera, un presentador de televisión. La llegada fue casi simultánea. El taxista dudó un momento, pero me tomó a mí, porque había llegado un poco antes. Luego me explicó que su hijo hacía cosas para la tele y estaba empezando. Era obvio que hubiera preferido coger al otro viajero, pero no lo hizo. Era catalán, fue serio, fiable y educado. Si eso me hubiera ocurrido en mi Madrid, el taxi hubiera sido para el Sr. Sobera, como hay Dios; eso lo saben hasta en el Polo. "Ya se apañará con otro; hay muchos taxis, ¿no?", habría pensado el taxista.

Este blog está para hablar de otras cosas. Ocurre que, desgraciadamente, hay problemas serios y acuciantes. Cuando veo en la tele discusiones sobre el tema con algún soberanista catalán, noto inmediatamente cómo la razón se toma vacaciones. Se entra en reductos del pensamiento impermeables al raciocinio. En cierto sentido, todo lo que no tiene una urdimbre racional es un capricho. El nacionalismo es un capricho más, de pocos o de muchos. Es de los más terribles, extremadamente peligroso y mortífero.

Nota: los dos hechos que relato son rigurosamente ciertos. Hay muchos más.

9 de diciembre de 2013

Piazza Grande, de Lucio Dalla


En mi entrada anterior te remitía, lector, a una muy bella canción de Domenico Modugno, Vecchio frak. En su letra se habla algo de sueños y no necesitaba yo más pretextos para mostrártela. Ahora, para terminar este corto ciclo musical, te voy a llevar hasta otra canción italiana, pero esta vez es algo distinto: se trata de una canción que cito en mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Y no es una cita circunstancial, sino que allí explico que los sentimientos —la ‘filosofía’— de la canción coincidían con los sentires de uno de los personajes centrales de mi obra, el doctor Ordóñez.

La canción se llama Piazza Grande y el autor es Lucio Dalla, el mismo de la conocidísima Caruso, cantada, entre otros, por el mismo Pavarotti; esta es del año 1986, aquella fue presentada en el Festival de San Remo de 1972. En esa época yo vivía en Italia y te contaré algo de mi vida de entonces, tal como el doctor Ordóñez lo cuenta a una buena amiga suya, Marta. Copio de la novela, con alguna modificación:

“Tampoco podré olvidar jamás mis casi diarias escapadas gatunas, para hacer algo que me tenían prohibidísimo, desde el Rector hasta el último de los criados del colegio en el que vivía, pero que jamás dejé de hacer cuando me venía el deseo, invencible: subirme al tejado de nuestra capilla, por una escalerilla perdida y casi secreta que nacía en una alejada habitación del último piso, para contemplar el sol ponentisco, herido y sangrante, incendiando los palacios y murallas de aquella querida Bolonia. Aparte de la belleza casi insoportable, estaba el hecho tentador de que unos cinco siglos antes, en aquel mismísimo lugar, sobre el campanario exactamente, el día catorce de julio de 1468, a las nueve de la noche, en medio de una horrible tempestad, se apareció el demonio. Quién sabe, pensaba, si con un poco de insistencia no me sería dada, también a mí, la fortuna de que se presentara otra vez el diablo y pudiera yo conocerle tan de cerca. Me pasaba a veces horas enteras observando la rotación puntual de las constelaciones, el orto y el ocaso de los astros y tenía la impresión de que el universo y yo andábamos a la par y habría de ser así siempre. Esa idea me confería una confusa conciencia de eternidad.

Nunca ha habido desde entonces atardeceres iguales. Cuando llegas a convencerte de algo así, en cualquier ámbito de la vida, también te ataca una inevitable tristeza. Muy soportable, porque es una tristeza muy dulce, que ofrece todavía, oscuramente, la posibilidad incierta de la repetición. Fíjate, Marta, que digo que ofrece la posibilidad del redescubrimiento, no la certeza. No sé si ahora las cosas serían iguales, pero sí te digo que no quiero dejar este mundo sin tratar de revivir esa experiencia.

Apareció por entonces aquel cantautor, nacido en esa misma ciudad, Lucio Dalla, que cantaba que su verdadera casa era una plaza grande, en la que se daba y se recibía el amor, en libertad. Yo me lo imaginaba, y me imaginaba a mí mismo, en esa incierta, innominada, plaza grande. Se juntaba todo: una nostalgia ya indestructible y un confuso deseo de llevar una vida anárquica, como no la he podido llevar nunca. Y surgió ese inconcreto y vago designio: quiero todavía sentarme en alguna parte, en alguna plaza de esa querida ciudad, y dejar pasar el tiempo. Sin buscar ya nada, sin ambicionar ya nada. Después de haber vivido, en la medida que me han dejado, la vida que yo quería.

Echado en la acera, Marta, sin cuidarme de nada, sin molestar a nadie, esperando allí la mano que habrá de tomarme. Sería hermoso morir libre, apurando la libertad hasta los posibles y razonables límites. Y tener suerte quizá, y disfrutar, al final, de una muerte súbita, como la que proclamaba Plinio el Viejo que era la postrera felicidad de la vida. Sí, tengo mis planes de soledad en Italia, con la muerte delicadamente al fondo.

Yo no he podido o querido olvidar; me he dedicado más bien a agavillar mis recuerdos y recrearme con ellos. Sería hermoso decir adiós al mundo en una gran plaza, al atardecer, solo, sin que nadie sufra por mí, libre y rodeado de gente libre, de gente sin jefes, sin vanos proyectos ya, sin obligaciones absurdamente impuestas, sin necesidades artificiales, conocedora al fin de lo que la vida es: Voglio morire in Piazza Grande, / tra i gatti che non han padrone, come me, / attorno a me (Quiero morir en la Plaza Grande, / con gatos que no tengan jefe / en torno a  mí)”.

Las canciones —las más corrientes, esas que escuchamos constantemente— en ocasiones están muy ligadas a nuestras vidas, a nuestros recuerdos. Es el caso de esta que te ofrezco, obra de un músico extraordinario y polifacético, que nos dejó no hace mucho, tres días antes de cumplir los sesenta y nueve años. No murió al aire libre, en alguna plaza grande; murió en un hotel de Montreux, Suiza, en donde había actuado el día anterior. Lo traicionó el corazón; lo tenía gastado y arruinado por la belleza. Se equivocó la muerte estrepitosamente. El vínculo: http://youtu.be/CZNiQJgrCq8. Creo que es la versión original, la de San Remo, de 1972.

7 de diciembre de 2013

Vecchio frak


Lector, esta entrada quiero que sea alígera, que es tiempo de descansar un poco. Pero hay que cuidar, eso sí, las palabras, escogerlas, mostrarlas quizá a alguien por primera vez; no puedo renunciar a ese afán didáctico, modesto y leve.

Hay un pequeño truco, que ya no sé si es mío o lo tomé de alguien, que me va muy bien para conseguir más libertad en mis charlas. Cuando quiero salirme un poco del guión establecido, suelo decir que jamás he permitido que el título de un discurso se interponga entre mí y el público. Bueno, es una manera quizá graciosa de decir que voy a hablar de lo que me dé la gana, aunque me salga un poco del tema previsto. La gente lo acepta bien siempre; entre otras cosas porque no tiene otro remedio.

Viene esto porque hoy, lector, quiero que oigas una canción, que a mí me encantó y me encanta. Es de 1955, de Doménico Modugno, y se llama Vecchio frak, no de las más conocidas suyas. La encuentro elegante, sobria, triste, refinada, melancólica… Pienso que hasta podría justificar su inclusión ahora, en este blog, después de varias entradas hablando de sueños, porque en la letra —que copio con alguna palabra traducida para ayudar— también se habla de un sogno mai sognato, un sueño no soñado nunca. En este mundo, cada hombre viene con unos sueños que soñar y conviene no olvidarlos, para que no se marchiten. Hay muchas cosas que no podremos hacer nunca, pero siempre podemos soñarlas. Mira cómo razonó un rey en una novela mía: “Sólo podré conseguirlo en los sueños, a través de los sueños, se dijo muy certeramente el rey, así que tendré que soñarlo. Y lo soñó, sin tregua, durante siete años, sin que fallara un solo día…” (de Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos).

Te dejo ya el vínculo para el vídeo de Modugno: http://youtu.be/l9u2gJexQfQ. Hay varios, he escogido el que me gusta más, el más sencillo de orquestación. Que lo disfrutes. Trata de oírlo leyendo las palabras que te copio.

Vecchio frak

Domenico Modugno

È giunta (ha llegado) mezzanotte,
si spengono (se apagan) i rumori,
si spegne anche l'insegna (rótulo) di quell'ultimo caffè.
Le strade son deserte,
deserte e silenziose,
un'ultima carrozza cigolando (chirriando) se ne va.
Il fiume scorre lento,
frusciando (sonando) sotto i ponti;
la luna splende in cielo,
dorme tutta la città.
Solo va un uomo in frak.

Ha il cilindro (sombrero hongo) per cappello (sombrero),
due diamanti per gemelli,
un bastone di cristallo,
la gardenia nell'occhiello (ojal)
e sul candido gilè,
un papillon (una pajarita), un papillon di seta blu.

S'avvicina lentamente
con incedere (marcha) elegante,
ha l'aspetto trasognato,
malinconico ed assente,
non si sa da dove vien,
ne dove va;
chi mai sarà,
quell'uomo in frak.

Bon nuit, bon nuit, bon nuit, bon nuit.
Buona notte
va dicendo ad ogni cosa,
ai fanali (farolas) illuminati,
ad un gatto innamorato
che randagio (vagabundo) se ne va.

È giunta ormai l'aurora,
si spengono i fanali,
si sveglia (despierta) a poco a poco tutta quanta la città;
la luna si è incantata,
sorpresa e impallidita,
pian piano scolorandosi nel cielo sparirà (desaparecerá).

Sbadiglia (bosteza) una finestra
sul fiume silenzioso
e nella luce bianca galleggiando (flotando) se ne van:
un cilindro, un fiore e un frak.

Galleggiando dolcemente,
lasciandosi cullare (dejándose acunar)
se ne scende lentamente
sotto i ponti verso il mare,
verso il mare se ne va;
chi mai sarà,
chi mai sarà quell'uomo in frak.

Adieu, adieu, adieu, adieu, addio al mondo.
Ai ricordi del passato,
ad un sogno mai sognato,
ad un attimo (instante) d'amore,
che mai più ritornerà.

6 de diciembre de 2013

La magia de los números


Querría terminar lo que podría considerarse mi ‘rodaje’ con este blog. Ya he abordado algunos de los temas que me interesan; me falta decir algo sobre otro campo que me atrae a menudo: los números. Esta entrada cumple esa misión.

La proyección de la magia en los números es universal y antiquísima. Pondré un ejemplo muy actual. En la Sagrada Familia de Barcelona, quizá la última catedral construida en Occidente, el escultor José María Subirachs esculpió los grupos escultóricos de la llamada Fachada de la Pasión. En la escena del beso de Judas, se puede observar un escudo tallado en piedra con dieciséis cuarteles, ocupados todos por números. En un folleto sobre esta fachada, que consta de 32 páginas, cinco están dedicadas a mostrar gráficamente, una por una, las 88 posibilidades de que estos números del escudo, en grupos de cuatro, sumen —en vertical, horizontal, diagonalmente, o de alguna otra manera— la misma cifra, exactamente 33, que se supone que fue la edad a la que murió Cristo. Frente a la belleza y fuerza, inquietantes y telúricas, de las figuras de Subirachs, el que una buena parte del folleto esté dedicada a esta buscada curiosidad numérica es un índice de la fascinación que ejercen estas elucubraciones, que en este caso se enlaza con el ambiente misterioso que ha rodeado siempre la construcción de las grandes catedrales de los tiempos pasados.

Estos ‘criptogramas’ numéricos son de muy antigua tradición. En un libro del jesuita alemán del siglo XVII, Atanasio Kircher, hombre preocupado por los más dispares saberes, ya aparecen y se dice que fueron ideados por los “sabios antiguos”, sin mayores precisiones. El correspondiente al cuadrado con 16 números (4x4) —todos ellos correlativos, como tiene que ser—, es llamado Sello de Júpiter y en él los números repiten, en las diferentes direcciones, la misma suma, que es 34.

En el escudo que se muestra de la Sagrada Familia, para que los números sumen 33, se ha alterado la continuidad numérica; como se ve, se han repetido los números 10 y 14, y faltan el 12 y el 16. Todo ello para lograr, ya digo, que la suma sea 33, en lugar de 34. Trabajo quizá innecesario, puesto que nadie sabe con certeza la edad a la que murió Cristo, que podía haber sido 34 o hasta alguno más.




Hay muchos juegos con números que incluyen problemas cuya solución demanda ingenio o habilidad y se han convertido en pasatiempos sociales. Existen muchos libros de “carnavales” o “festivales” matemáticos, que tratan sobre la materia. En la matemática india ya existían textos análogos, con planteamientos muchas veces de gran candor o ingenuidad, lo que no quiere decir que sean de solución fácil, sobre todo si no se recurre al empleo de ecuaciones.

No resisto la tentación de incluir un pequeño párrafo del libro de matemáticas que el sabio Bhaskara, un matemático y astrónomo indio (1114-1181), tituló con el nombre de su hija, Lilavati, para que se pueda apreciar el estilo, la delicadeza y la discreta complejidad del problema y de los cálculos para su solución. Dice así: La quinta parte de un enjambre de abejas se posó en la flor de Kadamba, la tercera parte en una flor de Silinda, el triple de la diferencia entre estos dos números voló sobre una flor de Krutaja, y una abeja quedó sola en el aire. Dime, bella niña, ¿cuál es el número de abejas que formaba el enjambre?

La exposición del problema, ¿no es deliciosa? La solución es 15; se trataba de un enjambre de 15 abejas. Pequeño, ¿verdad? Si hubieran quedado en el aire 10 abejas, con los otros datos invariables, la solución sería 150. Si hubieran quedado 100 abejas en el aire, el enjambre sería de 1500 abejas. Podemos tener enjambres de todos los tamaños que queramos.

No todos los problemas son igualmente inocentes y seráficos. Copiaré otro más atrevido, aunque desde el punto de vista matemático muy parecido. En plena lucha amorosa se rompió el collar de la muchacha. Una tercera parte de las perlas cayó al suelo, una quinta parte quedó sobre la cama, una sexta parte fue recuperada por la propia joven, mientras que una décima parte fue recogida por el amante. Sólo seis perlas quedaron todavía engarzadas en el hilo del collar, sin desprenderse. ¿Cuántas perlas tenía el collar? La solución, lector, es treinta, el collar tenía treinta perlas.

De este problema, se pueden sacar más conclusiones de cierta trascendencia. No se deben llevar los collares constantemente puestos, no todas las ocasiones son propicias a lucirlos y en ocasiones es mejor quitárselos, especialmente si son frágiles y delicados. También se puede constatar que la chica fue más hábil que el amante, o puso más interés, a la hora de recoger las perlas caídas y recogió casi el doble. El amante, en esto, anduvo un poco torpe, si se puede decir. Se me puede objetar que el amante no fue allí para eso, para recoger perlas. Incluso se puede argüir que el propio hecho de que el collar se rompiera parecería indicar que se logró una atmósfera de alta tensión emocional, que era al fin y al cabo de lo que se trataba, lo que hablaría en su favor. En contra, se podría sospechar que quizá fue un poco rudo. Pero también es verdad que hay muchos tipos de rudeza, no igualmente condenables todos. Muy complicado todo, como suele ocurrir en cuanto se mete uno en filosofías. En fin, para terminar, yo creo que las joyas hay que quitárselas, cuando llega su tiempo.

4 de diciembre de 2013

Sobre la fantasía en la ficción


A pesar de los lógicos titubeos iniciales, debe quedar claro que este en un blog con preocupaciones fundamentalmente literarias. Querría exponer en él, de la manera más sencilla, mis opiniones sobre temas de literatura, estilo, obras, escritores, etc.

En las entradas etiquetadas Cuentos y Sueños he hablado de cómo la fantasía es un componente importante del mundo de la ficción. Lo cual no quiere decir que no quepan otros enfoques más austeros y realistas en el abordaje de la creación literaria. A lo largo de la historia, la orientación realista o fantástica ha tenido diverso predicamento. Pero, incluso refiriéndonos a los trabajos más libres y ensoñadores, conviene recordar que in medio stat virtus, que la virtud está en el término medio. Frente a la imaginación desbordada cabe también recomendar la restricción, la moderación.

Me ampararé en la obra de un escritor, poco conocido en la actualidad, para abonar mis ideas al respecto. Antoine Hamilton es un escritor medio escocés, medio francés, que nació en 1645 en Escocia y siendo niño tuvo que emigrar con su familia a Francia, huyendo de la dictadura de Cromwell. Conviene recordar ahora que la primera traducción a una lengua europea de las Mil y una noches, la de Antoine Galland, es de 1704, en diez volúmenes (en 1717 aparecieron dos más).

Hubo entonces en Francia un verdadero auge de los cuentos orientales y fantásticos, que llena el principio del siglo XVIII. Como reacción frente a esa moda, y con la intención de ironizar sobre el mundo caprichoso de magias y encantamientos que se desplegaba en esas historias, en el que todo es posible y nada parece sujeto al imperio de la razón, escribió Hamilton algunos relatos, muy al final de su vida. De hecho, Hamilton murió en 1720 y sus cuentos fueron publicados sólo diez años después, en 1730, con un éxito extraordinario.

En su obra Histoire de Fleur d'épine, escribe Hamilton: Oh!, que les enchantements sont d’un grand secours pour le dénouement d’une intrigue et la fin d’un conte! (¡Oh, qué gran ayuda son los encantamientos para la solución de una intriga y el final de un cuento!). Pero su obra va mucho más allá de ese simple propósito paródico y demuestra el talento excepcional del autor, al que se le considera el iniciador del cuento libertino y satírico del siglo XVIII francés, muy imitado, por Crébillon y Voltaire, entre otros.

Tomo un fragmento curioso de Fleur d’épine. Había una princesa que, cuando miraba con sus hermosísimos ojos, causaba la muerte a los varones y dejaba ciegas a las mujeres —lector, eso no es ninguna tontería— y todo el cuento trata de la búsqueda del remedio contra esta molesta condición; molesta sobre todo para los conocidos y amigos de la princesa, víctimas involuntarias de sus miradas. La faute en est aux Dieux qui la firent si belle, / et non pas à ses yeux (la falta es de los dioses que la hicieron tan bella, / y no de sus ojos), opina Hamilton. Pues sí, puede que lleve razón, que no fuera culpa suya, que fuera de los dioses, a los que culpamos de todo tan a menudo. Pero el daño estaba ahí y era inevitable.

Me encanta la fantasía en el terreno de la ficción y trato de que esté presente en mi modesta obra. Me gusta especialmente mezclar lo real y lo imaginario, dejando al lector la tarea de desenmarañar el asunto; descubrí hace tiempo que es muy capaz de hacerlo. Busco y necesito la complicidad del lector; ese lector atento e inteligente que buscamos incansablemente todos los que escribimos.